La madre (2 page)

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Authors: Máximo Gorki

—No es asunto tuyo, carroña. Tomaré una amiguita…

No tomó amante alguna, pero desde aquel momento hasta su muerte, durante casi dos años, no volvió a mirar a su hijo, ni a dirigirle la palabra.

Tenía un perro tan grande y peludo como él mismo. Cada día, el animal lo acompañaba a la fábrica y lo esperaba por la tarde, a la salida. El domingo, Vlassov iba a recorrer los cafés. Caminaba sin decir palabra, parecía buscar a alguien, mirando insolentemente a las personas, a su paso. El perro le seguía todo el día, el rabo bajo, gordo y peludo. Cuando Vlassov, borracho, volvía a su casa, se sentaba a la mesa y daba de comer al perro en su plato. No le pegaba jamás, ni le reñía, pero tampoco le acariciaba nunca. Después de la comida, si su mujer no se llevaba el servicio a tiempo, tiraba los platos al suelo, colocaba ante sí una botella de aguardiente y, con la espalda apoyada en la pared, con una voz sorda que daba dentera, aullaba una canción, la boca abierta y los ojos cerrados. Las palabras melancólicas y vulgares de la canción, parecían enredarse en su bigote, del que caían migas de pan; el cerrajero se peinaba la barba con los dedos y cantaba. Las palabras eran incomprensibles, arrastradas; la melodía recordaba el aullido de los lobos en invierno. Cantaba mientras había aguardiente en la botella; después, se tendía sobre un costado, en el banco o ponía la cabeza encima de la mesa, y dormía así hasta la llamada de la sirena. El perro se acostaba a su lado.

Murió de una hernia. Durante cinco días, con la tez negruzca, se agitó en el lecho, cerrados los párpados, rechinando los dientes. A veces, decía a su mujer:

—Dame veneno para las ratas, envenéname…

El doctor recetó cataplasmas, pero añadió que era indispensable una operación y que había que trasladar al enfermo al hospital inmediatamente.

—¡Al diablo…, moriré solo! ¡Carroña! —gritó Vlassov.

Cuando el doctor sé hubo marchado, su mujer, llorando, quiso convencerlo de que se sometiese a la operación; él le declaró, amenazándola con el puño:

—¡Si me curo vas a verlas peores!

Murió una mañana, en el momento en que la sirena llamaba al trabajo.

En el ataúd, tenía la boca abierta y las cejas fruncidas e irritadas. Lo enterraron su mujer, su hijo, su perro, Danilo Vessovchikov, viejo ladrón borracho, expulsado de la fábrica, y algunos miserables del barrio. Su mujer lloraba un poco. Paul no derramó una lágrima. Los transeúntes que encontraban el entierro se detenían y se persignaban, diciendo a sus vecinos:

—Sin duda que Pelagia debe estar contenta de que se haya muerto.

Rectificaban:

—¡De que haya reventado!

Después de darle sepultura, todos se volvieron, pero el perro se quedó allí, tendido en la fresca tierra, y, sin aullar, olfateó largamente la tumba. Unos días más tarde, lo mataron; nadie supo quién…

III

Un domingo, quince días después de la muerte de su padre, Paul Vlassov volvió a casa borracho. Titubeando, entró en la pieza delantera, y golpeando la mesa con el puño como su padre hacía, gritó:

—¡A cenar!

Su madre se acercó, se sentó a su lado y, abrazándolo, atrajo sobre su pecho la cabeza del hijo. El, apoyando la mano sobre su hombro, la rechazó y gritó:

—¡Vamos, madre, de prisa!

—¡Pobre animalito! —dijo ella con voz triste y acariciadora, ignorando la resistencia de Paul.

—¡Y voy a fumar! Dame la pipa de padre —gruñó el muchacho; la lengua rebelde articulaba con dificultad.

Era la primera vez que se embriagaba. El alcohol había debilitado su cuerpo, pero no había apagado su conciencia, y una pregunta le golpeaba la cabeza:

—¿Estoy borracho …?¿estoy borracho?

Las caricias de su madre lo confundían, y la tristeza de sus ojos lo conmovió. Tenía ganas de llorar, y para vencer este deseo fingió estar más borracho de lo que realmente estaba.

La madre acariciaba sus cabellos, enmarañados y empapados en sudor, y le hablaba dulcemente:

—No has debido…

Le invadieron las náuseas. Después de una serie de violentos vómitos, la madre le acostó y cubrió su frente lívida con una toalla húmeda. Se repuso un poco, pero todo daba vueltas a su alrededor, los párpados le pesaban, tenía en la boca un gusto repugnante y amargo. Miraba a través de las pestañas el rostro de su madre y pensaba:

—Es demasiado pronto para mí. Los otros beben y no les pasa nada, y a mí me hace vomitar…

La dulce voz de su madre le llegaba, lejana: —Cómo vas a mantenerme, si te pones a beber… El cerró los ojos y dijo:

—Todos beben…

Pelagia suspiró. Tenía razón. Bien sabía ella que la gente no tiene otro sitio que la taberna para obtener un poco de alegría. Sin embargo, respondió:

—¡Tú no bebas! Tu padre ha bebido bastante por ti. Y me ha atormentado bastante…; tú podrías tener lástima de tu madre. Paul escuchaba estas palabras, tristes y tiernas; recordaba la existencia callada y borrosa de su madre, siempre a la espera angustiosa de los golpes. Los últimos tiempos, Paul había estado poco en casa para evitar encontrarse con su padre: había olvidado algo a su madre. Y ahora, recuperando poco a poco los sentidos, la miraba fijamente.

Era alta y un poco encorvada; su cuerpo, roto por un trabajo incesante y los malos tratos de su marido, se movía sin ruido, ligeramente ladeado, como si temiera tropezar con algo. El ancho rostro surcado de arrugas, un poco hinchado, se iluminaba con dos ojos oscuros, tristes e inquietos como los de la mayoría de las mujeres del barrio. Una profunda cicatriz levantaba levemente la ceja derecha, y parecía que también la oreja de ese lado era más alta que la otra; tenía el aire de tender siempre un oído alerta. Las canas contrastaban con el espeso pelo negro. Era toda dulzura, tristeza, resignación…

A lo largo de sus mejillas corrían lentamente las lágrimas.

—¡No llores más! —dijo dulcemente su hijo—. Dame de beber. —Voy a traerte agua con hielo.

Pero cuando Pelagia volvió, se había dormido. Ella permaneció un instante móvil ante él: la jarra temblaba en su mano y el hielo tintineaba suavemente en el borde. Dejó el cacharro sobre una mesa y, silenciosa, se arrodilló ante las santas imágenes. Los vidrios de las ventanas vibraban con gritos de borrachos. En la oscuridad y la niebla de la noche de otoño, gemía un acordeón; alguien cantaba a plena voz; alguien juraba con palabras soeces; se oían voces de mujeres inquietas, irritadas, cansadas…

En la casita de los Vlassov la vida continuó, más tranquila y apacible que antes, y un poco diferente de la de las otras casas. Su mansión se encontraba al fondo de la calle principal, cerca de una cuesta pequeña pero empinada que terminaba en una laguna. Un tercio de la vivienda lo ocupaban la cocina y una pequeña habitación, separada por un delgado tabique, donde dormía la madre. El resto era una pieza cuadrada con dos ventanas: en un rincón, la cama de Paul, en el otro, una mesa y dos bancos. Algunas sillas, una cómoda para la ropa, un espejillo encima, un baúl, un reloj de pared y dos iconos en un rincón, eso era todo.

Paul hizo todo lo que un muchacho debía hacer: se compró un acordeón, una camisa con pechera almidonada, una corbata llamativa, botas de goma, un bastón, y se convirtió en uno más entre los jóvenes de su edad. Fue a fiestas, aprendió a bailar la cuadrilla y la polka, el domingo volvía después de haber bebido mucho y seguía soportando mal el vodka. Al día siguiente, tenía dolor de cabeza, sufría ardor de estómago, estaba lívido y abatido.

Un día, su madre le preguntó:

—Entonces, ¿te has divertido mucho ayer?

El respondió con sombría irritación:

—¡Me aburrí condenadamente! Me iré a pescar, que será mejor; o me compraré un fusil.

Trabajaba con celo, sin ausencias ni reprimendas. Era taciturno, y sus ojos azules, grandes como los de su madre, expresaban descontento. No se compró un fusil ni fue a pescar, pero se desvió cada vez más de la vida corriente de los jóvenes, frecuentó cada vez menos las fiestas y, donde quiera que fuese el domingo, volvía sin haber bebido. La madre, que lo vigilaba con mirada atenta, veía demacrarse el rostro bronceado de su hijo; su expresión se hacía más grave y sus labios adquirían un pliegue de extraña severidad.

Parecía lleno de una cólera sorda, o minado por una enfermedad. Antes, sus camaradas venían a verlo, pero ahora, al no encontrarlo nunca en casa, dejaron de aparecer. La madre veía, con placer, que Paul no imitaba ya a los muchachos de la fábrica, pero cuando observó esta obstinación en huir la sombría corriente de la vida común, el sentimiento de un oscuro peligro invadió su corazón.

—¿No te sientes bien, Paul? —le preguntaba alguna vez.

—Sí, estoy bien —respondía.

—¡Estás tan delgado! —suspiraba ella.

Comenzó a traer libros y a leerlos a escondidas; luego los guardaba en alguna parte. A veces, copiaba algún pasaje, en un trozo de papel que también escondía.

Se hablaban poco y apenas se veían por la mañana, él tomaba su té sin decir nada y se iba al trabajo; a mediodía, venía a almorzar; en la mesa, cambiaban algunas palabras insignificantes y de nuevo desaparecía hasta la noche. Al concluir la jornada, se lavaba cuidadosamente, tomaba la sopa y luego leía largamente sus libros. El domingo, se marchaba por la mañana para no volver hasta entrada la noche. Pelagia sabía que iba a la ciudad, que frecuentaba el teatro, pero nadie de la ciudad venía a verlo. Le parecía que, cuanto más pasaba el tiempo, menos comunicativo era su hijo, y al mismo tiempo notaba que, en ocasiones, empleaba algunas palabras nuevas que ella no comprendía, en tanto que las expresiones groseras y brutales que antes utilizaba, habían desaparecido de su lenguaje. En su comportamiento, había muchos detalles que atraían la atención de Pelagia; dejó de hacer el gomoso, pero concedió más cuidado a la limpieza de su cuerpo y de sus ropas; su manera de andar adquirió mayor libertad y soltura, y su apariencia se hizo más sencilla y dulce. Su madre se preocupaba. Y en su actitud con respecto a ella, había también algo de nuevo: barría a veces su cuarto, se hacía él mismo la cama los domingos y se esforzaba, en general, por quitarle trabajo. Nadie obraba así en el barrio…

Un día trajo y colgó del muro, un cuadro representando a tres personas que caminaban con ligereza conversando.

—Es Cristo resucitado, camino de Emaús —explicó Paul.

El cuadro agradó a Pelagia, pero pensó:

«Honras a Cristo y no vas a la iglesia…»

El número de libros aumentaba de día en día sobre la hermosa estantería que un carpintero, amigo de Paul, le había fabricado. La habitación tomaba un aspecto agradable.

El la trataba de «usted» y le llamaba «la madre», pero algunas veces tenía para ella palabras afectuosas:

—No te inquietes, madre: volveré tarde hoy.

Y, bajo estas palabras, ella sentía algo de fuerte, de serio, que le gustaba.

Pero su inquietud crecía, y el paso del tiempo no la tranquilizaba: el presentimiento de algo extraordinario rondaba su corazón. A veces, estaba descontenta de su hijo, y pensaba:

—Los hombres deben vivir como hombres, pero éste es como un monje… Es demasiado serio… No es propio de su edad.

Se preguntaba:

—¿Tendrá, quizá, alguna amiga?

Pero para cargarse con una muchacha hacía falta dinero, y él le entregaba casi todo su salario.

Así pasaron semanas, meses, dos años de una vida extraña, silenciosa, llena de pensamientos oscuros y temores, que crecían sin cesar.

IV

Una noche, después de cenar, Paul, corriendo la cortina de las ventanas, se sentó en un rincón y se puso a leer, bajo la lámpara de petróleo colgada en la pared sobre su cabeza. Su madre, lavada la vajilla, salió de la cocina y se acercó con paso vacilante. El levantó la cabeza y la miró interrogante.

—No… no es nada, Paul, soy yo —dijo ella, y se alejó vivamente, enarcadas las cejas con aire confuso. Permaneció inmóvil un momento en medio de la cocina, pensativa, preocupada; se lavó despaciosamente las manos y volvió junto a su hijo.

—Querría preguntarte —dijo muy bajo—, qué es lo que estás leyendo siempre.

El dejó el libro.

—Siéntate, mamá.

Se sentó pesadamente al lado de él y se irguió, esperando algo grave. Sin mirarla, a media voz, y tomando sin saber por qué un tono áspero, Paul comenzó a hablar.

—Leo libros prohibidos. Se prohíbe leerlos porque dicen la verdad sobre nuestra vida de obreros… Se imprimen en secreto, y si los encuentran aquí, me llevarán a la cárcel…, a la cárcel, porque quiero saber la verdad. ¿Comprendes?

Ella sintió que su respiración se cortaba, y fijó sobre su hijo unos ojos espantados. Le pareció diferente, extraño. Tenía otra voz, más baja, más llena, más sonora. Con sus dedos afilados, retorcía su fino bigote de adolescente, y su mirada vaga, bajo las cejas, se perdía en el vacío. Se sintió invadida de miedo y de piedad por su hijo.

—¿Por qué haces eso, Paul? —preguntó.

Levantó él la cabeza, le lanzó una ojeada, y sin alzar la voz, tranquilamente, respondió:

—Quiero saber la verdad.

Su voz era baja pero firme, y sus ojos brillaban de obstinación. En su corazón, ella comprendió que su hijo se había consagrado Para siempre a algo misterioso y terrible. Todo, en la vida, le había parecido inevitable: estaba acostumbrada a someterse sin reflexionar, y solamente se echó a llorar, dulcemente, sin encontrar palabras, el corazón oprimido por la pena y la angustia.

—¡No llores! —dijo Paul con voz tierna; pero a la madre le pareció que le decía adiós.

—Reflexiona, ¿qué vida es la nuestra? Tú tienes cuarenta años, y, sin embargo, ¿es que verdaderamente has vivido? Padre te pegaba… Comprendo ahora que se vengaba sobre ti de su propia miseria, de la miseria de la vida, que lo ahogaba sin que él comprendiese por qué. Había trabajado treinta años; empezó cuando la fábrica no tenía más que dos edificios, ¡y ahora tiene siete!

Ella escuchaba con terror y avidez. Los ojos de su hijo brillaban, hermosos y claros; apoyando el pecho en la mesa, se había acercado a su madre, y tocando casi su rostro bañado en lágrimas, decía por primera vez lo que había comprendido. Con toda la fe de la juventud y el ardor del discípulo, orgulloso de sus conocimientos en cuya verdad cree religiosamente, hablaba de todo lo que para él era evidente; y hablaba menos para su madre, que para verificar sus propias convicciones. Algunos momentos se detenía, cuando le faltaban las palabras, y entonces veía el afligido rostro en el que brillaron los ojos bondadosos, llenos de lágrimas, de terror y de perplejidad. Tuvo lástima de su madre, y siguió hablando, pero esta vez de ella, de su vida.

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