Authors: Máximo Gorki
—Vigila un poco a tu hijo, Pelagia.
—¿Por qué?
—Corren rumores —le dijo María, con aire misterioso—. Malos rumores, querida. Se dice que está organizando una especie de asociación en el estilo de los flagelantes. Eso se llama secta. Quieren azotarse unos a otros con vergajos, como los flagelantes
[1]
—¡No digas tonterías, María!
—Hay que censurar a quien las hace, no a quien las dice —respondió la vendedora.
La madre repitió todas estas palabras a su hijo, que encogió los hombros sin contestar. En cuanto al Pequeño Ruso, estalló en carcajadas.
—Las muchachas están también muy enfadadas con vosotros —dijo ella—. ¡Sois buenos partidos, buenos obreros, no bebéis, y no las miráis! Se dice que de la ciudad vienen a veros mujeres de mala vida…
—¡Seguro! —dijo Paul, con una mueca de disgusto.
—En un pantano todo huele a podrido —respondió el Pequeño Ruso suspirando—. Y usted, madrecita, habría hecho bien explicando a esas jóvenes gansas lo que es el matrimonio, para que no tengan tanta prisa en que les rompan las costillas.
—Hijo mío, ellas lo saben muy bien y lo comprenden, pero no saben qué hacer de sus vidas.
—No comprenden nada: si lo hicieran encontrarían otro camino —observó Paul. La madre echó una ojeada a su rostro severo.
—Pues enseñádselo. Podéis invitar a las menos tontas…
—No es posible —replicó secamente Paul.
—¿Y si probásemos? —preguntó el Pequeño Ruso.
Paul permaneció un instante en silencio.
—Empezaría por paseatas de a dos; luego, algunos se casarían y eso sería todo.
La madre se sumergió en sus reflexiones. La austeridad monacal de Paul la conturbaba. Veía que sus consejos eran seguidos, incluso por sus camaradas de más edad, como el Pequeño Ruso, pero le parecía que todos le temían, y que no lo amaban bastante, a causa de esta severidad.
Una noche que estaba acostada, mientras Paul y el Pequeño Ruso leían aún, prestó oído, a través del delgado tabique, a su conversación en voz baja.
—¿Sabes que Natacha me gusta? —dijo súbitamente el Pequeño Ruso.
—Ya lo sé.
Paul no había respondido inmediatamente.
La madre oyó levantarse al Pequeño Ruso, y comenzar a pasear por el cuarto. Sus pies desnudos se arrastraban sobre el suelo. Silbó un aire triste; luego habló de nuevo:
—¿Lo ha notado ella?
Paul guardaba silencio.
—¿Qué piensas tú? —preguntó el Pequeño Ruso, bajando la voz.
—Lo ha notado. Por eso ha renunciado a trabajar con nosotros.
Los pasos del Pequeño Ruso volvieron a arrastrarse sobre el suelo, y su silbido tembló otra vez. Después preguntó:
—Y si yo le dijese…
—¿Qué?
—Que… eso, que yo… —comenzó en voz tenue.
—¿Por qué decírselo? —interrogó Paul.
El Pequeño Ruso se detuvo, y la madre comprendió que sonreía.
—Bueno, supongo que si se ama a una muchacha…, bien, hay que decírselo; si no, no serviría de nada.
Paul cerró de golpe su libro.
—¿Y qué resultado esperas?
Callaron ambos por un instante.
—¿Y entonces? —preguntó el Pequeño Ruso.
—¡Hay que saber claramente lo que se quiere, Andrés! —respondió lentamente Paul—. Supongamos que ella también te ama: no lo creo, pero supongámoslo. Os casáis. Un matrimonio interesante: una intelectual y un obrero. Vendrán hijos; tendrás que trabajar tú solo… y mucho. Vuestra vida se convertirá en una lucha contra el hambre: los hijos, la casa… Y los dos estaríais perdidos para la causa.
Hubo un silencio. Luego, Paul continuó en voz más dulce: —Es mejor que olvides eso, Andrés. Y que no la inquietes… Silencio otra vez. El reloj desgranaba en «tic-tac» los segundos.
El Pequeño Ruso dijo:
—La mitad del corazón ama, la otra odia. ¿Esto es un corazón?
Un rumor de páginas hojeadas: sin duda, Paul había vuelto a su lectora. La madre permaneció acostada, los ojos cerrados, temiendo hacer un movimiento. Se sentía conmovida hasta el llanto por el Pequeño Ruso; pero aún más por su hijo. Pensaba: «Querido mío… »
De pronto, Andrés preguntó:
—Entonces, ¿debo callar?
—Es más honrado —dijo dulcemente Paul.
—Bien, seguiré ese camino el Pequeño Ruso. Y un instante después, añadió tristemente:
—Te será duro, pequeño Paul, cuando tú también…
—Ya me es duro.
Una ráfaga de viento rozó las paredes de la casa. Preciso, el reloj marcaba la huida del tiempo.
—No hay que reírse de estas cosas —dijo lentamente el Pequeño Ruso.
La madre hundió el rostro en la almohada y lloró sin ruido. La mañana siguiente, Andrés le pareció menos macizo y todavía más amable. Su hijo estaba como siempre: flaco, erguido y taciturno. Hasta entonces, ella había llamado al Pequeño Ruso Andrés Onissimovitch, pero aquel día, sin darse cuenta, le dijo:
—Hay que componer sus botas, Andrés, o tendrá frío en los pies.
—¡Me compraré unas nuevas cuando cobre! —respondió él echándose a reír, y de pronto, poniéndole en el hombro su ancha mano, preguntó:
—¿Tal vez es usted mi verdadera madre? Sólo que no quiere confesarlo delante de la gente: no me encuentra lo bastante guapo.
Ella le dio un golpecito en la mano. Hubiera querido decirle muchas palabras afectuosas, pero su corazón estaba ahogado por la piedad, y su lengua se negaba a obedecerla.
Por el barrio se hablaba de los socialistas que repartían por todas partes unas hojas escritas con tinta azul. Estas hojas denunciaban enérgicamente lo que ocurría en la fábrica, relataban las huelgas obreras de San Petersburgo y, cada mediodía, llamaban a los trabajadores para unirse y luchar en defensa de sus intereses.
Las gentes de más edad, que tenían un buen sueldo en la fábrica, exclamaban:
—¡Agitadores! Hay que partirles la cara.
Y entregaban las hojitas en la dirección. Los jóvenes leían las proclamas con entusiasmo:
—¡Es la verdad!
La mayoría, agotados de trabajar e indiferentes a todo, respondían perezosamente:
—Esto no sirve para nada. ¿Acaso se puede…?
Pero las hojas interesaban, y si en una semana no las había, se decían unos a otros:
—Parece que han abandonado la tarea.
Pero el lunes reaparecían las hojitas, y los comentarios recomenzaban en sordina.
En la fábrica y en la posada, se veían gentes que nadie conocía. Hacían preguntas, examinaban, fisgaban y atraían la atención de todos: unos por una prudencia sospechosa, otros por una amabilidad excesiva.
La madre comprendía que toda esta agitación era obra de su hijo. Veía a la gente rodearlo, y sus temores por el porvenir se mezclaban al orgullo de tener un hijo semejante.
Cierta tarde, María Korsounov llamó a la ventana, y cuando la madre la abrió, le murmuró precipitadamente:
—Ten cuidado, Pelagia: tus corderitos han terminado la diversión. Esta noche vendrán a registrar tu casa, la de Mazine, la de Vessovchikov…
Los gruesos labios de María chasquearon, su nariz carnosa olfateó ruidosamente, guiñó los ojos, y bizqueando hacia uno y otro lado, espió si había alguien en la calle.
—Y yo, no sé nada, no te he dicho nada y ni siquiera te he visto hoy, ¿entiendes?
Desapareció.
La madre cerró la ventana y se dejó caer en una silla. Pero la conciencia del peligro que amenazaba a su hijo, la hizo levantarse rápidamente: se vistió en seguida, se envolvió la cabeza en un chal que apretó fuertemente, y corrió a casa de Théo Mazine, que estaba enfermo y no iba a trabajar. Cuando entró, él estaba sentado junto a la ventana y leía: con la mano izquierda sostenía la otra, separando el pulgar. Al saber la noticia 'se puso vivamente en pie y su rostro palideció.
—Bueno, ahora sí que… —murmuró.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó Pelagia, secándose el sudor de la frente con mano temblorosa.
—¡Esperar y no tener miedo! —respondió Théo, y pasó su mano útil sobre los rizados cabellos.
—¡Pero yo creo que usted también tiene miedo! —exclamó ella.
—¿Yo?
Sus mejillas enrojecieron bruscamente, y sonrió con embarazo:
—Sí, qué diablos… Hay que avisar a Paul. Voy a mandarle recado inmediatamente. Váyase a casa: no será nada. A usted no van a pegarle, supongo.
En cuanto llegó a su casa, la madre hizo un montón con los libros, y estrechándolos contra su pecho, recorrió largamente la vivienda, mirando en el horno, bajo la estufa e, incluso, en un tonel de agua. Pensaba que Paul dejaría el trabajo y vendría en seguida; pero no fue así. Por fin, fatigada, se sentó en un banco de la cocina, ordenó los libros sobre su falda y en esta posición, sin osar moverse, permaneció hasta el regreso de Paul y del Pequeño Ruso. —¿Sabéis…? —exclamó sin levantarse.
—Sí —dijo Paul sonriendo—. ¿Tienes miedo?
—¡Oh, sí tengo miedo! ¡Tengo miedo!
—No hay que tenerlo —dijo Andrés—, no sirve de nada.
—¡Ni siquiera has preparado el samovar! —observó Paul.
La madre se puso en pie, y mostrando los libros, dijo turbada:
—Fue por esto…
Su hijo y el Pequeño Ruso rompieron a reír, lo que le devolvió el valor. Paul cogió algunos volúmenes y fue a ocultarlos fuera, mientras Andrés encendía el samovar.
—No hay que asustarse, madrecita; solamente es vergonzoso que la gente se ocupe de tales bobadas. Vendrán unos buenos mozos, el sable al costado, espuelas en las botas, y lo registrarán todo. Mirarán bajo la cama y bajo la estufa: si hay un sótano, bajarán; y si hay un granero, subirán. Las telas de araña les caen en el hocico, y gruñen. No les divierte, les da vergüenza; por eso adoptan un aire malvado y colérico. Un oficio sucio, ya lo saben. Una vez vinieron a mi casa, salieron trasquilados y se fueron como habían venido. Otra vez me llevaron consigo, me metieron en la cárcel y estuve cuatro meses ¡Un ratito! Os llevan con ellos, atravesáis la calle con escolta y os hacen un montón de preguntas. No son malos: razonan como tambores. Luego os conducen a la cárcel. Así tratan a uno; pero tienen que ganarse el sueldo. Después os liberan, y eso es todo.
—¡Tienen siempre una manera de hablar, Andrés…! —gimió Pelagia.
De rodillas ante el samovar, él soplaba con ardor para atizar las brasas; levantó su cara, roja por el esfuerzo, y preguntó atusando su bigote:
—¿Y cómo hablo yo?
—Como si nadie le hubiese humillado nunca…
El se levantó y dijo, moviendo sonriente la cabeza:
—¿Hay alguien sobre la tierra que no haya sido nunca humillado? Me han humillado tanto que ya no me irrito. ¿Qué hacer?, la gente no puede actuar de otro modo. Las vejaciones impiden trabajar, y pensar en ellas es perder el tiempo. ¡Es la vida! Antes, solía enfadarme con la gente, pero, después de reflexionar, he visto que no valía la pena. Cada uno tiene miedo de que el vecino le pegue, por eso se apresura a pegar primero. ¡La vida es así, madrecita!
Sus palabras fluían tranquilamente, suavemente, y apaciguaban la ansiedad provocada por la espera del registro: sus ojos saltones sonreían, claros, y todo su largo cuerpo balanceante, parecía extrañamente flexible.
La madre suspiró y dijo calurosamente:
—¡Que Dios le haga feliz, querido Andrés!
El Pequeño Ruso dio una zancada hacia el samovar, volvió a acurrucarse ante él y masculló:
—Si me dan la felicidad, no la rehusaré, pero pedirla…, tampoco: ¡no lo haré jamás!
Paul volvió del patio.
—No encontrarán nada —dijo, con acento seguro; y comenzó a lavarse.
Después, secándose cuidadosamente las manos:
—Si muestras algún temor, mamá, se dirán: algo hay para que ésta tiemble así. Vamos, comprende que no queremos nada malo; la verdad está de nuestra parte y por ella trabajaremos toda la vida, no es ningún crimen. ¿Por qué temblar?
—Tendré valor, Paul —prometió la madre; pero, llena de angustia, dejó escapar:
—¡Si por lo menos viniesen pronto!
Pero no fueron aquella noche. Al día siguiente, previniendo que iban a reírse de sus terrores, Pelagia fue la primera en burlarse de sí misma:
—¡Tenía miedo…, de tener miedo!
No vinieron hasta pasado un mes de esta noche de alarma. Nicolás Vessovchikov estaba allí, y los tres hablaban de su periódico. Era tarde, casi medianoche. La madre se había acostado; comenzaba a dormirse y oía vagamente las voces, bajas y preocupadas. Andrés se levantó súbitamente, atravesó la cocina sobre la punta de los pies, cerró dulcemente el cerrojo de la puerta, tras él. A la entrada, se oyó un ruido metálico. Y de pronto, la puerta se abrió de par en par, y el Pequeño Ruso dio un paso hacia la cocina y dijo en voz baja, pero clara:
—Se oye ruido de espuelas.
La madre saltó de la cama, y cogió su ropa con manos temblorosas, pero Paul apareció en el dintel y le dijo serenamente: —Quédate acostada…, estás enferma.
Se escucharon unos roces furtivos en el vestíbulo. Paul se acercó a la puerta, y empujándola con la mano, preguntó: —¿Quién está ahí?
Rápida como un relámpago, una alta silueta gris se encuadró en el umbral; otra le seguía: Los dos gendarmes sujetaron al muchacho, a quien colocaron entre ellos. Una voz aguda y chocarrera, se hizo oír:
—No son los que esperabais, ¿eh?
El que hablaba era un oficial, delgado y alto, con un bigote negro, no muy abundante. Junto al lecho de la madre apareció Fediakine, agente de policía del suburbio, y, llevando la mano a la visera de la gorra, mientras con la otra designaba a Pelagia, dijo, con mirada terrible:
—Esta es su madre, Excelencia.
Después, agitando los brazos en dirección de Paul, añadió:
—¡Y éste es él mismo!
—¿Paul Vlassov? —preguntó el oficial, semicerrando los ojos.
Paul hizo con la cabeza un signo afirmativo. El oficial continuó, atusándose el bigote:
—Tengo que hacer un registro en tu casa. ¡Levántate, vieja! ¿Quién hay ahí?
Lanzó una mirada a la habitación, y fue hacia ella a grandes pasos.
—¿Vuestros nombres?
Dos hombres, requeridos como testigos, entraron: eran el viejo fundidor Tvariakov y su inquilino, el fogonero Rybine, moreno de cabello y barba, un hombre serio, que dijo con voz llena y sonora:
—¡Salud, Pelagia!
Esta se vestía, mascullando para infundirse valor:
—¡Vaya unas maneras! Venir de noche…, la gente está acostada y ellos vienen…