Authors: Máximo Gorki
—Es todavía muy joven, camarada, y no ha aguantado demasiadas cosas. Echar un crío al mundo es difícil: educarlo bien, es todavía más duro.
«¡Vaya!», se dijo la madre; y hubiera querido decir algo amable al Pequeño Ruso. Pero la puerta se abrió sin prisa y entró Nicolás Vessovchikov: era hijo del viejo ladrón de Danilo, y todo el barrio lo consideraba como un oso. Se mantenía siempre al margen de la gente, huraño, y se burlaban de él por su carácter insociable.
Extrañada, Pelagia, le preguntó:
—¿Qué quieres, Nicolás?
El enjugó con la ancha palma de la mano el rostro helado, de pómulos salientes, y, sin dar las buenas noches, preguntó sordamente:
—Paul, ¿no está?
—No.
Echó una ojeada a la habitación y luego entró.
—Buenas noches, camaradas.
«¿Este también?», pensó la madre con hostilidad, y se extrañó mucho al ver a Natacha tenderle la mano con aire alegre y afectuoso.
Después, llegaron dos muchachos muy jóvenes, casi niños. Pelagia conocía a uno de ellos: era Théo, el sobrino de un viejo obrero de la fábrica, llamado Sizov; tenía los rasgos angulosos, la frente alta y los cabellos rizados. El otro, de cabello liso y aspecto modesto, le era desconocido, pero tampoco tenía apariencia terrible. Por fin, llegó Paul, acompañado de dos amigos que ella conocía, obreros de la fábrica. Su hijo le dijo amablemente: —¿Has hecho té? Gracias.
—¿Hay que comprar aguardiente? —preguntó ella, no sabiendo cómo expresarle el sentimiento de gratitud que inconscientemente experimentaba.
—No, no hace falta —le replicó Paul, sonriéndole con bondad.
De pronto, se le ocurrió la idea de que su hijo había exagerado adrede el peligro de aquella reunión, para burlarse de ella.
—¿Estas son las gentes peligrosas? —preguntó en voz baja.
—¡Absolutamente! —dijo Paul, entrando en el cuarto.
—¡Bueno! —respondió ella animosa; pero para sus adentros, pensó:
«¡Sigue siendo un niño!»
El agua del samovar hervía, y lo trajo a la habitación. Los invitados se estrechaban alrededor de la mesa, y Natacha, un libro en la mano, se había colocado en una esquina, bajo la lámpara.
—Para comprender por qué las gentes viven tan mal… —dijo Natacha.
—Y por qué son, ellos mismos, tan malvados… —intervino el Pequeño Ruso.
—Hay que mirar cómo han comenzado a vivir…
—¡Mirad, hijos míos, mirad! —murmuró la madre, preparando el té.
Todos se callaron.
—¿Qué dices, mamá? —preguntó Paul, con las cejas fruncidas.
—¿Yo? —viendo todos los ojos fijos en ella, se explicó embarazosamente—: No decía nada…, así…, nada.
Natacha se echó a reír, y Paul sonrió, en tanto que el Pequeño Ruso decía:
—Gracias por el té, madrecita.
—¡Aún no lo habéis bebido y ya me dais las gracias! —replicó ella. Luego añadió, mirando a su hijo—: ¿Quizá les estorbo?
Fue Natacha quien respondió:
—¿Cómo la dueña de la casa podría molestar a sus huéspedes?
Y gritó con tono infantil y quejumbroso:
—¡Déme en seguida el té, mi buena Pelagia! Estoy temblando… Tengo los pies helados.
—Ahora mismo, ahora mismo —dijo vivamente la madre.
Natacha bebió su taza de té, suspiró ruidosamente, rechazó su trenza por encima del hombro y comenzó a leer un libro ilustrado, de cubierta amarilla. La madre se esforzaba en no hacer ruido con las tazas, servía el té y prestaba oído a la voz armoniosa y clara de la muchacha, acompañada por la dulce canción del samovar. Como una cinta magnífica, se desarrollaba la historia de los hombres Primitivos y salvajes, que vivían en cavernas y dejaban fuera de combate, a golpes de piedra, las bestias feroces. Era como un cuento maravilloso, y Pelagia dirigió varias veces una ojeada a su hijo, deseosa de preguntarle qué había de prohibido en aquella historia.
Pero se cansó pronto de seguir el relato y se puso a examinar a sus invitados.
Paul estaba sentado al lado de Natacha: era el más guapo de todos. La joven, inclinada sobre su libro, echaba hacia atrás, a cada momento, los cabellos que le caían sobre la frente. Sacudía la cabeza, y, bajando la voz, dejaba el libro para hacer algunas observaciones de su cosecha, mientras su mirada resbalaba amistosamente sobre el rostro de sus oyentes. El Pequeño Ruso apoyaba su amplio pecho en el ángulo de la mesa, bizqueando sobre su bigote, del que se esforzaba en ver las puntas rebeldes. Vessovchikov estaba sentado en su silla, rígido como un maniquí, las manos en las rodillas, y su rostro glacial, desprovisto de cejas, con los labios delgados, no se movía más que una máscara. Sus ojos estrechos, miraban obstinadamente los destellos del cobre brillante del samovar: parecía que no respiraba. El pequeño Théo escuchaba la lectura, removiendo silenciosamente los labios, como si repitiese las palabras del libro, en tanto que su camarada, inclinado, los codos en las rodillas, las mejillas en el hueco de las manos, sonreía pensativo. Uno de los muchachos que vinieron con Paul era pelirrojo, de cabello rizado: sin duda tenía ganas de decir algo, porque se agitaba con impaciencia. El otro, de cabello rubio muy corto, se pasaba la mano sobre la cabeza, que inclinaba hacia el suelo, y no se le veía la cara. Se estaba bien en la habitación. La madre sentía un bienestar especial, desconocido hasta entonces, y mientras que Natacha, volublemente, continuaba su lectura, ella recordaba las fiestas ruidosas de su juventud, las palabras groseras de los jóvenes, cuyo aliento apestaba a alcohol, sus cínicas bromas, Ante estos recuerdos, un sentimiento de piedad hacia sí misma le mordía sordamente el corazón.
Su imaginación revivió la solicitud de matrimonio de su difunto marido. En el curso de una reunión la había abrazado en la oscuridad de la entrada, apretándola con todo su cuerpo contra el muro, y con voz sorda e irritada, le había preguntado:
—¿Quieres casarte conmigo?
Ella se había sentido ofendida: le hacía daño oprimiéndole el pecho; el jadeo de él le lanzaba al rostro un aliento cálido y húmedo. Trató de arrancarse a sus manos, de huir.
—¿Dónde vas? —rugió él—. ¿Contestas o no?
Sofocante de vergüenza y profundamente herida, ella callaba. Alguien abrió la puerta del vestíbulo, él la soltó sin prisa, y dijo:
—El domingo te mandaré a preguntar…
Lo había cumplido.
Pelagia cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro. De pronto, resonó la voz irritada de Vessovchikov.
—¡No necesito saber cómo vivían antes los hombres, sino cómo hay que vivir ahora!
—¡Eso es! —dijo el pelirrojo levantándose.
—¡No estoy de acuerdo! —gritó Théo.
Estalló la discusión, las exclamaciones brotaron como lenguas de fuego en una hoguera. La madre no comprendía por qué gritaban. Todos los rostros estaban rojos de excitación, pero nadie se ofendía ni decía las palabras groseras a las que ella estaba acostumbrada.
«Se sienten embarazados ante la señorita», pensó.
Le agradaba observar el serio rostro de Natacha, que los miraba con atención, como una madre a sus hijos.
—Atended, camaradas —dijo súbitamente la joven. Y todos callaron, volviendo la cara hacia ella.
—Los que dicen que debemos saber todo, están en lo cierto. La luz de la razón debe iluminarnos: si queremos esclarecer a quienes están en tinieblas, debemos poder responder a todas las preguntas, honrada y fielmente. Debemos conocer toda la verdad y toda la mentira…
El Pequeño Ruso escuchaba inclinando la cabeza al ritmo de las frases. Vessovchikov, el pelirrojo y el obrero llegado con Paul, formaban un grupo distinto, y disgustaban a la madre, sin que ella supiese por qué.
Cuando Natacha hubo concluido, Paul se levantó y preguntó tranquilamente:
—¿Es que lo único que queremos es comer y beber hasta hartarnos?¡No! —contestóse él mismo a su pregunta, mirando con firmeza al trío—, debemos mostrar a los que nos tienen sujetos por el cuello y nos tapan los ojos, que vemos todo, que no somos idiotas ni brutos, y que lo que queremos no es solamente comer, sino vivir como seres dignos de viva. ¡Debemos mostrar a nuestros enemigos que la vida de forzado que nos imponen no nos impide medirnos con ellos en inteligencia, e incluso, elevarnos mucho más alto que ellos!
La madre escuchaba y se estremecía de orgullo al oírlo hablar tan bien.
—Hay muchos bribones, pero poca gente honrada —dijo el Pequeño Ruso—. A través del pantano de esta vida podrida, debemos construir un puente que nos conduzca hasta un nuevo mundo de bondad fraternal. Esta es nuestra tarea, camaradas.
—Cuando llega el momento de batirse, no hay tiempo para limpiarse las uñas —replicó sordamente Vessovchikov.
Era más de medianoche cuando se separaron. Los primeros en marchar fueron Vessovchikov y el pelirrojo, lo que disgustó a la madre.
«¡Mira qué prisa tienen!», pensó hostil, contestando a sus «buenas noches».
—¿Me acompaña, Nakhodka? —preguntó Natacha.
—Desde luego —respondió el Pequeño Ruso.
Mientras Natacha se ponía el abrigo en la cocina, la madre le dijo:
—Esas medias son muy finas para semejante tiempo. Si quiere le haré unas de lana.
—Gracias, Pelagia, ¡las medias de lana pican! —respondió Natacha riendo.
—Le haré unas que no le picarán.
Natacha la miró guiñando un poco los ojos, y aquella mirada fija turbó a la madre, que añadió en voz baja:
—Perdone mi tontería…, era de corazón…
—¡Qué buena es usted! —contestó dulcemente Natacha, estrechándole la mano.
—¡Buenas noches, madrecita! —dijo el Pequeño Ruso mirándola francamente; se inclinó para salir detrás de Natacha.
La madre miró a su hijo, que sonreía de pie en el umbral.
—¿De qué te ríes? —preguntó desconcertada.
—¡De nada…, estoy contento!
—Claro que yo soy vieja y tonta, pero puedo comprender lo que es bueno —observó ella, un poco ofendida.
—Y tienes razón —replicó él—. Hay que acostarse, es tarde.
—Voy ahora mismo.
Se afanó alrededor de la mesa para recogerla, satisfecha, incluso transpirando un poco por la grata emoción que sentía. Era feliz: todo había ido bien y apaciblemente.
—Has tenido una buena idea, Paul. El Pequeño Ruso es muy amable. Y la señorita… ¡Eso es una muchacha inteligente! ¿Quién es?
—Una maestra de escuela —respondió brevemente Paul, midiendo la habitación a grandes pasos.
—¡Es muy pobre! Y mal vestida, tan mal… Cogerá frío. ¿Dónde están sus padres?
—En Moscú —Y deteniéndose ante ella, Paul añadió en tono grave:
—Mira, su padre es rico, vende hierro, tiene muchas casas. La ha expulsado porque ella ha elegido este camino. Ha sido bien educada, mimada por todos los suyos, y ahora, ya ves, tiene que hacer más de siete kilómetros a pie, en plena noche, completamente sola…
Estos detalles conmovieron a Pelagia. De pie en medio del cuarto, miraba a su hijo sin decir palabra, las cejas enarcadas de asombro. Luego preguntó:
—¿Va a la ciudad?
—Sí.
—¡Ah…! ¿Y no tiene miedo?
—No, no tiene miedo —dijo Paul sonriendo.
—Pero, ¿por qué? Habría podido pasar aquí la noche: se habría acostado en mi cama…
—No es tan fácil. Habrían podido verla salir mañana por la mañana, y no conviene.
La madre miró a la ventana con aire pensativo, y dijo dulcemente:
—No comprendo, Paul, lo que hay de peligroso, de prohibido… No hay nada malo en esto, ¿no?
No estaba segura, y esperaba una confirmación de parte de su hijo.
Este la miró tranquilamente a los ojos.
—No, no hay nada malo. Y, sin embargo, a todos nosotros nos espera la cárcel: es preciso que lo sepas.
Las manos de la madre temblaron. Con voz rota, dijo:
—Pero tal vez… Si Dios quiere no ocurrirá eso.
—¡No!—dijo tiernamente el muchacho—. No quiero engañarte. ¡No escaparemos!
Sonrió:
—Acuéstate, debes estar cansada. Buenas noches.
Al quedar sola, se acercó a la ventana y se puso a mirar a la calle. Fuera estaba frío y oscuro. El viento, jugando, barría la nieve en los tejados de las casitas dormidas, golpeaba las paredes susurrando, caía sobre la tierra y esparcía a lo largo de las calles, las blancas nubes de copos en polvo…
—Jesús, ten piedad de nosotros —murmuró con dulzura la madre.
Sentía invadirla el llanto, y esta espera de la desgracia de que su hijo había hablado con tanta serenidad, tanta certeza, palpitaba en ella como una mariposa nocturna, ciega y desamparada. Ante sus ojos apareció una llanura desnuda, cubierta de nieve. Acompañado de leves silbidos, el viento frío sopla y torbellinea, blanco, adusto. Por el medio de la llanura marcha, solitaria y vacilante, una pequeña silueta oscura. El viento se enrosca en sus piernas, hincha sus faldas, le arroja a la cara pequeños y punzantes cristales de nieve. Le cuesta trabajo andar, sus pies se hunden en la espesa capa. Tiene frío, tiene miedo. La muchacha, encorvada, es como una brizna de hierba en la medrosa llanura, en el loco juego del viento de otoño. A su derecha, se yergue sobre el pantano el muro sombrío del bosque, donde gimen los abedules y los pinos helados y desnudos. En alguna parte, lejos, ante ella, el espejismo débil de las luces de la ciudad.
—¡Señor, ten piedad de nosotros! —murmuró la madre, estremecida de pavor.
Los días se deslizaban uno tras otro como las cuentas de un ábaco, e iban sumando semanas y meses. Cada sábado, los camaradas de Paul se reunían en casa de éste; cada reunión era como un peldaño, en una larga escalera en pendiente suave, que conducía lejos, no se sabía dónde, y que elevaba lentamente a quienes la ascendían.
Aparecieron caras nuevas. La pequeña habitación de los Vlassov se hacía demasiado estrecha, asfixiante. Natacha llegaba aterida, fatigada, pero trayendo siempre consigo una inagotable provisión de alegría y entusiasmo.
La madre le había hecho unas medias que ella misma le calzó. Natacha rió primero, pero luego se calló para decir, pensativa:
—La nodriza que tuve era también maravillosamente buena. ¡Qué asombroso es que el pueblo que lleva una vida tan dura, tan llena de humillaciones, tenga más corazón, más bondad que los otros…!
E hizo con la mano un gesto como para indicar un lugar desconocido, lejos, muy lejos…
—Así es usted —dijo la madre—, ha sacrificado a sus padres, y todo…