La muerte de la familia (11 page)

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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

Existe un hambre, actualmente bastante general en el primer mundo, de maestros supremos, de preceptores espirituales que, aunque no resuelvan todos nuestros problemas, señalen al menos el camino acertado para la meta acertada. Una de las características más marcadas del imperialismo cultural estriba no en la imposición de patrones culturales del primer mundo al tercero, que ya es bastante violenta, sino en absorber de modo parasitario la sabiduría en cualquiera de sus formas a las antiguas civilizaciones. El resultado de ello es una mixtificación reaccionaria que nada sabe de misticismo. Por ejemplo, si se traen a Occidente elementos del budismo mahayana, abstrayendo las diferencias críticas entre las realidades sociales de Bután y San Francisco de California, originará un quietismo que estará en abierta colusión con el sistema explotador. Los verdaderos místicos siempre fueron grandes conocedores de la naturaleza de la sociedad en la que vivían y en ese sentido fueron genuinos hombres políticos.

Igualmente, cuando hablamos de una universidad revolucionaria y de un sentido renovado del aprendizaje que abarca todos los niveles de la experiencia humana, que rompe
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los confines de los edificios y de los programas escolares y universitarios, debemos, al mismo tiempo, re-definir el significado de ser «maestro», de modo que abarque las maneras y modos de ser de otros lugares de la tierra y de otras edades. Por ejemplo, la verdadera función de un maestro está bastante cerca de la función profética. Desde su presente, el profeta contempla todo nuestro pasado y todo nuestro futuro. Renuncia a su propio futuro para iluminar el de todos los que le rodean. Niega que haya algo excepcional en la visión de sí mismo porque sabe que sólo está poniendo en práctica un potencial de enseñanza que vive en cada uno de nosotros, y sabe que en ocasiones esa cualidad es más fuerte en quienes menos le escuchan. Más que presentar una visión a los otros, lo que hace es señalar la vía de una posible visión conjunta que nace del encuentro. Cuando habla con un grupo de personas sabe que, por lo general, la reunión se produce entre él y unos pocos; aparte de esto sólo se da un encuentro ocasional de quienes sólo pueden oír sin escuchar. La plegaria del profeta es siempre la misma: «Si me escucháis, finalmente os escucharéis a vosotros mismos; podremos entonces escucharnos recíprocamente y luego ver dónde estamos y adónde vamos».

El guru, que es un pseudomesías —por otra parte todos los mesías son pseudomesías—, querrá imponer su visión y en torno suyo habrá más unos seguidores que una reunión. Él es el único, el líder, mientras que el maestro profético es alguien que descubre sus poderes proféticos en otros que así de algún modo están antes que él. Algo parecido sucede a nivel político. Los falsos líderes no son más que presencias espectrales cuyo carisma artificial de «grandes hombres» les viene regurgitado pasivamente por procesos sociales institucionalizados no-humanos; por ejemplo los Hitler, Churchill, Kennedy, etc. El principio verdadero de la dirección está corporizado en hombres como Fidel Castro y Mao Tsé-tung, quienes casi rehúsan ser líderes, en el sentido de que difunden la calidad de su liderazgo hacia el exterior, de manera que millones de mentes son revitalizadas con sus cualidades propias de dirigentes, y cada persona se convierte en el origen único de la lucha.

Una de las principales funciones del maestro, pues, es destruir progresivamente la extendida ilusión de la impotencia. No sólo en las instituciones pedagógicas sino en nuestra sociedad entera hay que ayudar a que la gente compruebe que el poder de la élite dirigente y de su burocracia es nada, nada más qué el poder rechazado y externalizado por ellos. De lo que se trata, pues, es de recuperar ese poder; y la estrategia para llevarlo a cabo es bien simple: actuar contra las «reglas»; y ese acto mismo ya convierte el poder ilusorio que en ellas hay en poder real nuestro. Siempre me ha asombrado la limitación que la gente atribuye a la conversación significativa con los demás. Si uno enuncia una intuición significativa sobre algo suyo, aunque sea a una sola persona, las ramificaciones de esa declaración, a través de un indefinido número de otras personas, pueden ser asombrosas; habitualmente, por desgracia, no se comprende esto. Una sola intuición significativa de uno de los miembros de una familia puede cambiar las relaciones en el seno de la misma y hasta en una red más extensa de gente. Así, una única intuición significativa referente a una realidad social, personal o global, puede afectar a centenares de personas. Si el hecho se repite con frecuencia, la influencia es proporcionalmente más grande. Mucha gente que expresa «delirios omnipotentes» sobre el alcance de su influencia mental en las mentes de otros, o ideas de comunicaciones con personas aparentemente remotas, o ideas de ser influidos por otros igualmente remotos, en realidad está hablando de su experiencia de lo que acabo de describir, sólo que en términos socialmente inaceptables. Ellos, pues, colusionan, sobre la base de un condicionamiento previo para el status de víctimas, con la invalidación a que los somete la sociedad; por ejemplo, al incluir en su red de influencia instituciones tan absurdas como Scotland Yard, la reina de Inglaterra, el presidente de los Estados Unidos, o la BBC. De hecho, el aspecto esencial de lo que están diciendo, que se debe distinguir de los colores de la superficie, es más verdadero que las cosas que representan las banales instituciones a que se someten obedientemente.

Un joven a quien conocí, sintió, en determinado momento, su vida tan destruida por la falsedad que le rodeaba, tanto en términos de sus relaciones inmediatas como de las estructuras sociales menos inmediatas, que decidió escenificar la invasión de la BBC por un solo hombre. Su propósito era decir la verdad sobre la falsedad que ahora entendía y decirla por primera vez. Su invasión fue totalmente no-violenta y se realizó a través de la palabra, y quizá fuera la primera vez que se decían unas verdades a través de la BBC; pero, por supuesto, una banda de policías lo quitó de enmedio; lo encerraron en un hospital psiquiátrico, donde le propinaron un tratamiento electroconvulsivo. Hasta el momento parece ser socialmente imposible encontrar a alguien en nuestra cultura que reciba, sin una respuesta de ansiedad y de pánico, una comunicación capaz de eludir las estériles, evasivas trivialidades del discurso social normal.

Mate de hambre a su cerdo (o puercoespín, si encuentra púas en lo que voy a decir)
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Desde luego las personas son cerdos. Por supuesto, también las instituciones humanas son pocilgas, o granjas de cerdos, o mataderos de cerdos. Pero ¿por qué «desde luego»? El «porqué» del «desde luego» es el propio curso de la historia. Los cerdos se revuelven en el lodo como nosotros, con el mismo placer con que nosotros nos revolcamos en el lodo ecológico de los desagües y escombreras rurales y urbanas. A menudo los cerdos destruyen a su prole; pero también nosotros hacemos lo mismo con nuestros métodos humanoides más retorcidos. Ambos modelos de suciedad descuidada y canibalismo gratuito son, hasta aquí, muy similares.

La pareja paterna convencional de la burguesía es a la vez el supercerdo ambisexual y una enorme factoría de tocino. Ésa es su ambigüedad central. Quienes se escapan a través de una salida de urgencia o disfrazados de trabajadores, suelen acabar en un gran depósito porcino, en la prisión o en otro matadero. Unos pocos, con esfuerzo y dolor enormes, se las arreglan para evadirse y llegar a la salud; y esos sanos inevitablemente llevan a cuestas un fardo profético.

En cuanto al resto, finalmente caemos en un barrizal que es lo suficientemente profundo como para enterrarnos, o nos las arreglamos para que nos frían y conviertan en tocino bien tostadito en el horno crematorio —calentando de paso los pies o las pezuñas de nuestros parientes—.

Seguro que no es una casualidad el apelativo de «cerdos» que los jóvenes revolucionarios estadounidenses aplican a la policía y sus colaboradores, psiquiatras y falsas autoridades en general. El cerdo es una precisa identificación. La otra frase, motherfucker (fornicador de su madre), tiene un sentido más ambiguo, porque puede significar tanto una limitación de la propia sexualidad a la madre como la liberación del tabú del incesto.

A pesar de su canibalismo, el cerdo es el animal más insinuante del mundo desde el punto de vista anal-genital. Levanta el agujero de su culo, con su protuberante labio inferior anal, ofreciéndolo al primero que pasa. Quizá debamos reconocer esa bestialidad que se nos ofrece, si queremos dejar de ser unas bestias para con los otros. Debemos dejar de ser esa bestia extraña que avanza hacia Belén para nacer de nuevo, que describe Yeats en un poema que expresa su teoría cónica, o engañadora, de la historia.
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Quizá podamos volvernos no falsos mesías sino auténticos profetas, dejando de chismorrear para emitir verdaderos mensajes. El falso mesías simplemente exterioriza los malos espíritus del endemoniado y los mete en el cerdo que corre a su destrucción por el precipicio de Gadara. El verdadero profeta, con su ejemplo personal, enseña a la otra persona la manera de perder el miedo a las fuerzas diabólicas, mantenerlas en la persona y luego integrarlas y utilizarlas. Uno se pregunta por el destino del hombre a quien Cristo liberó tan violentamente de sus demonios. El hombre aquel que dijo llamarse Legión, porque dentro de sí llevaba tantas figuras familiares y prefamiliares (arcaicas). Pienso que, en lo que respecta a esa parábola, podemos estar seguros de una cosa: es seguro que la locura abandonó al loco, pero no murió con el cerdo: quedó in vacuo, al alcance de todo el mundo. La locura, aunque siempre se particulariza en cada persona, es también algo que penetra el éter humano. Locura es una tentativa de visión de un mundo nuevo y más verdadero que debe conquistarse por la desestructuración —una desestructuración que debe llegar a ser final— del viejo, condicionado mundo.

Pero volvamos a los cerdos. En Italia, decir porco Dio y porca Madonna se considera blasfemia. En realidad estas invocaciones (elevamos habitualmente nuestros ojos cuando las decimos) son la petición de una unión porcina con Dios y la Virgen: elévame desde este cerdo mundo hasta tu excelsa morada. Así pues, se trata de una invocación, no de una blasfemia. Las blasfemias inglesas y francesas son simples. Merde quiere decir que usted (o algo) es una mierda o que vaya y se cague. Fuck (joder) o fuck you (jódete) no tienen ninguna intención trascendental y en realidad son antisexuales. La expresión polaca «vete a joder a tu madre» es también inmanente. No hay cerdos en el asunto.

Un dicho popular afirma que si los cerdos tuvieran alas podría ocurrir cualquier cosa. Puede ser que los cerdos tengan unas alas misteriosas, inadvertidas, y que tal vez no las veamos PORQUE temamos que «ocurra cualquier cosa». En tal caso somos cerdos con alas, invisibles o atrofiadas. Para algunas personas, las alas simplemente son invisibles y pueden surgirles en cualquier momento. Para otros, las alas atrofiadas no les permitirán remontarse y volar, ni siquiera en sueños.

No es una casualidad que Cerletti descubriera el «tratamiento» electroconvulsivo en los mataderos de Roma, donde se mataba a los cerdos mediante electrocución. Aquellos cerdos que no morían mostraban notables alteraciones en su forma de conducirse; y, por supuesto, Cerletti empezó a propinar «electro-shocks» a los pacientes psiquiátricos para cambiar su conducta, de la misma manera que Hitler asesinó a 60.000 pacientes «experimentalmente» y al mismo tiempo para «mejorar la raza». Algo parecido expone el genetista Kallman en un clásico libro en que enumera las maneras de eliminar a los genéticamente inferiores para purificar la raza y así elevar el nivel cultural de la humanidad. Una gran cantidad de psiquiatras que ven en la locura una base genética y constitucional han sido influidos por la obra de Kallman, a pesar de su dudosa metodología y de los resultados contradictorios publicados posteriormente.

Pero el cerdo, al igual que nosotros, está lleno de dolor. Como el legendario relato del hombre chino cuya casa se incendió y cuyos cerdos se asaron. Hundió uno de sus dedos en uno de los cerdos, pero tuvo que retirarlo en seguida debido al ardor. Se chupó el dedo dolorido y se lo chupó, encontrando un sabor delicioso, y así fue descubierto el cerdo asado. Sin duda, en este relato del incendio de la casa existe una intencionalidad oculta. Toda comida es un sacrificio encubierto, toda gastronomía es necrofilia enmascarada.

El cerdo humano asume formas diversas. Había un cartel en una carnicería de Londres con una muchacha desnuda, con su cuerpo surcado por líneas que señalaban los diferentes «cuartos» de la carne, los pechos, las piernas, etc. La dificultad aquí es que la gente no se percata de la violencia que se ejerce contra las mujeres, convirtiéndolas en simples objetos abyectos; y las mujeres parecen advertirlo menos que nadie.

La voracidad se puede dirigir hacia partes del cuerpo humano o hacia personas enteras, a grupos de personas e incluso a clases sociales enteras.

La voracidad oral es la más comprensible. Con frecuencia las madres sienten que sus bebés quieren tragar su pecho entero ¡cómo mínimo! Y por supuesto si los lactantes no son amamantados y tenidos en brazos en la «posición instintivamente adecuada» pedirán más alimentación de la que objetivamente necesitan. Esta avidez oral se repite en el caso de la gente que toma drogas o alcohol en exceso; aun cuando en este caso hay muchos estratos de inteligibilidad, más allá de la situación oral infantil, que deben ser analíticamente investigados. El canibalismo es la forma suprema de la fantasía de voracidad, pero en la práctica es ritualista o es una expresión directa del hambre (véase la película de Pier Paolo Pasolini, La pocilga).

Como Melanie Klein ha tratado de modo tan completo este nivel de la voracidad, pasaré a ocuparme de sus otros alcances.

La siguiente forma de voracidad que vamos a considerar es la voracidad de evacuación. Se refiere ésta a la imperiosa necesidad de cagar o echar pedos sobre otras personas, hacer pis sobre ellas desde gran altura, escupirle a alguien en el rostro como respuesta excesiva a la provocación del otro. Puede alcanzar límites psicóticos, en el sentido convencional del término, con bombas y fusiles, como en la matanza de My Lai, en Vietnam, que fue un claro despliegue de la voracidad de evacuación. Un problema diferente es que alguien pueda llevar su voracidad hasta el punto de lanzar la bomba H o desencadenar una guerra química.

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