La muerte de la familia (13 page)

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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

Lo que hacemos es apropiarnos de una pieza de esa nadería que es nuestro futuro y lo convertimos en una meta-objeto casi concreto asentado en la trayectoria de nuestra vida, bloqueando eficazmente nuestra visión mediante la propia desesperación de ver. Vivimos luego para ese reificado, hipostasiado, falso fin, y tanto vivimos para él, que morimos para él. Toda significación derivada de una fuente externa a nuestros actos no asesina. Quizá debamos aceptar que el significado no es otra cosa que la nada de nuestro punto geométrico de la trayectoria vital en que ahora nos encontramos. Quizá Dios tiene demasiados problemas en sus manos, aun sin hacerse cargo de los nuestros, y muchos menos de los que nos hacemos al pensarlo como una especie de fiador bancario aceptado por la dirección de las metas de nuestra vida. En realidad su mayor problema, si podemos sentir compasión bastante para creer en esa posibilidad, sería el problema de no ser Dios. Quizá la trayectoria no sea más que el recorrido de la piedra que nosotros hemos arrojado en el mundo; ciertamente no somos tan sustanciales como la piedra que intentamos ser, pero es imaginable que seamos su lanzamiento y realmente somos alguna parte de este recorrido. Para dar un giro a la metáfora, podemos ser el sitio, ya inexistente, de donde procedió el oleaje de Hosukai. «Nosotros» arrojamos una piedra en el estanque que somos «nosotros». La piedra se hunde hasta el fondo. Nosotros somos ese «hundirse hasta el fondo» y somos las olas (las mareas, tsunamis) que se difunden desde el punto de contacto entre la piedra y la superficie del estanque, que ya no está allí porque la piedra lo ha dejado, cambiándolo por un lugar en el que tampoco estamos (el fondo de nosotros mismos). Una verdadera fenomenología de la ciencia física tiene que ocuparse de la aparición de la acción y la desaparición de los objetos. Una verdadera fenomenología del sí mismo se basa en advertir su no-aparición, de la que resultan experiencias críticas de ausencia. En otras palabras, el sí mismo es el lugar de donde procedemos y hacia el que vamos, pero la aparición de nuestro venir es la desaparición del lugar que siempre queda sin existencia en el pasado, en el futuro y, evidentemente, en el presente.

La comprobación de la no-sustancialidad del sí mismo está en la base de lo que probablemente es la experiencia más radical y transformadora en la «terapia»: la experiencia de la ironía esencial que existe en el centro de algunos de los predicamentos personales más agónicos. Los dos niveles que definen ese modo de ironía son, primeramente, un pleno y doloroso reconocimiento del «problema», segundo, que lo que realmente importa es ese reconocimiento de la problemática y no la inmaterialidad del sí mismo, que se aflige a sí mismo con el problema. Y así reímos y reímos con el otro que ve a través de nuestro sí mismo y que ve a través de nuestro ver a través de nuestro sí mismo. El dolor continúa siendo totalmente real pero puede ser ahora la pelota de un juego divertido sin pérdida de su valor como dolor. El chiste que la conciencia irónica empuja a través de una realidad a la vez explosiva e implosiva depende del reconocimiento simultáneo del absurdo de la idea de un sí mismo afligido por el dolor. Es cierto que podemos ser afectados dolorosamente por una persona, pero en un sentido es bastante directo y en otro no es un problema: al menos sabemos dónde estamos. La problemática de que hablo aquí, más mistificadora y compleja, depende de la idea de afligir el propio sí mismo con el problema. En términos de autoconsideración somos seres relacionales. Si los seres relativos son individuos que dan prioridad a la apreciación de los otros sobre ellos, contra su consideración de sí mismos, los seres relaciónales dan prioridad a una alteridad falsa en sí mismos por encima y en contra de la verdadera mismidad de sus sí-mismos. Nos reflejamos sobre nosotros mismos, por lo cual hay un sí-mismo reflectante y un sí-mismo en el cual se refleja el sí-mismo reflectante y por supuesto podemos reflejarnos en el sí mismo reflectante y decidir, de manera reflexiva, cerrarlo y a la vez cerrar la decisión como tal. El efecto final de esta corriente bastante en espiral es producir un ilusorio sí-mismo único, que se parece a un objeto lanzado alrededor del mundo en un partido de fútbol que es totalmente pasivo y totalmente carente de alegría. A través de cierto irónico reconocimiento, sin embargo, podemos preguntarnos: ¿Quién es el sí-mismo afligido por esta problemática y quién es el sí mismo que se aflige de tal manera? Luego podemos hacer otra pregunta: ¿Cuál es la diferencia entre los dos? Si hacemos esta pregunta de la única manera posible, es decir, paradógicamente y con un absurdo plenamente egofílico y lúdico, simultáneamente la enmascaramos; y es ésa la liberación irónica por la que llegamos a la autounidad auténtica.

En resumen, debemos aprender a jugar con el dolor. De lo contrario repetiremos interminables juegos aburridos con otros y dentro de nosotros mismos. La terapia se ocupa de eliminar esos juegos y desenmascarar preguntas que son inevitablemente mentiras enmascaradas. El dolor no se devalúa por esa irónica manipulación a que es sometido, pero el placer es empujado a una unión casi astrológica con el dolor. En términos de la vida de una persona, la ironía es el sentimiento más revolucionario de todos.

Es innecesario decir que todo niño sabe todo lo referente a ello. Todo niño se ama lo suficiente para jugar con su dolor, hasta que nosotros le enseñamos nuestros juegos. Si miramos ahora dentro de la cuna de la próxima revolución inagotable de nuestro tiempo encontraremos que nuestra marcha es una berceuse. Pero es una canción que tenemos que escuchar bien antes de empezar a cantarla. La caída de quien cae dormido es tan desastrosa como la del que cae enamorado. Caer es contrarrevolucionario en el sentido más pleno. Debemos dormir y despertar y amar. Así caemos en ciertos estados de intoxicación que en cierto punto de alguna manera se acercan al amor y por ello nos pegan o, tal vez, con alguna suerte, nos aman. Pero en algún momento la separación debe producirse para que la pareja casi monógama se abra al mundo. Toda monogamia es una ficción. Un acto no fingido puede tanto producir una cesación del fingimiento como iniciar, en una forma que yo llamaría revolucionaria, el principio del amor y el nacimiento de la bomba, pero no de Esa Bomba.

La revolución del amor y la locura

El miedo predominante, por lo general secreto o mal expresado o inexpresado en las sociedades del primer mundo, es el miedo a una locura que no tiene límites, una locura que destruye la vida «preestructurada» no sólo de una persona, la persona que «se vuelve loca», sino más allá a toda una región social de la vida —todos los que conocen a esa persona o que conocen a alguien que la conoce—, y así, con el vuelo de la fantasía, el mundo se hará pedazos, a nosotros nos harán picadillo, volarán nuestros cerebros, inútil y definitivamente. No puede haber límite de tiempo para pensar en lo que está ocurriendo. Su locura se vuelve propiedad común, es nuestra locura y el problema siguiente es determinar cuál es el mejor modo de relegar nuestra locura a un lugar seguro, un lugar donde el otro quede confinado, conteniendo nuestra locura en alguna parte.

Las crisis mentales, las psicosis, la esquizofrenia se supone que tienen cierta duración. El tiempo, gran ironía, es médicamente prescrito. «Eso» dura semanas, meses o años. Un tratamiento afortunado lo reduce a dos o tres semanas o meses. Unos cuantos electro-shocks, unas pocas píldoras (los beneficios que reportan a la industria farmacéutica los tranquilizantes se calculan en un mil por ciento) pueden reducirlo a su mínima expresión. Si no recurrimos a eso, el golpear a esta o aquella persona hasta convertirla en socialmente aceptable lleva un poco más de tiempo. No hay que olvidar que médicos y cirujanos provienen de los barberos, individuos que rasuran para hacer la correcta tonsura (o la incorrecta). Pero por encima de todo, se exige el celibato.

El movimiento va siempre desde el joder al comer. La sífilis letal fue dejada en la India, pero en el siglo XIX occidental morimos de nuestra consumición. El diagnóstico está escrito: nuestra consumición es nuestro mal.
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No he conocido a nadie que habiéndose zambullido en su particular locura no haya salido de ella alrededor de los diez días, si no ha habido una interferencia en la forma del tratamiento. Si otra persona puede permanecer con la que se supone está sufriendo la experiencia de la locura, absteniéndose de pedir ayuda de forma sospechosa, sostendría que la primera persona podría elaborar naturalmente su experiencia y luego quizá volver en busca de ulteriores esclarecimientos, pero no necesariamente. El único problema, realmente, estriba en esquivar el «arcón» que puede ser el hospital psiquiátrico convencional o su más grotesco sucesor, la unidad psiquiátrica avanzada de un hospital general, donde todas las «enfermedades» son tratadas de la misma manera. La unidad es el eunuquizador del sistema y trabaja, con amplio subsidio estatal, para su propio apaciguamiento como factoría de no-mentes.
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Por supuesto, la sociedad del primer mundo es una sociedad de consumo. La sociedad del segundo mundo, por supuesto con algunas rectificaciones teóricas marxistas-leninistas, aspira al mismo destino. Por un curioso capricho de la historia, la enfermedad que mayores estragos causó en la Europa imperializante fue llamada «consunción» (tuberculosis) e incluso «consunción galopante» cuando era lo bastante grave y próxima a la muerte. La euforia terminológica expresa el contenido que expresa la visión quietista de que nada real sucede: yo agonizo, pero me consume un bacilo desde dentro, no se molesten, quédense, esperen. La enfermedad hacía una sección transversal en las divisiones de clase; se podía ser deshollinador, soldado en Sudáfrica o escritor de fama, pero uno se moría de la enfermedad que había hecho nacer al primer mundo. Y a través de las décadas, Keats la tuvo, Katherine Mansfield la tuvo, Simone Weil la tuvo, usted también puede tenerla. Tenerla y ser tenido por ella, vivir y morir de ella.

El país A (por ejemplo, los Estados Unidos de América) compra tomates al país B (por ejemplo, un empobrecido estado sudamericano) y se los revende con el trescientos por cien de beneficio. A esto se le llama Ayuda, y la ayuda está muy cerca del auxilio y del tratamiento, siendo todas formas de mantener el mundo social en buen orden, tanto a los niveles personales como macrosociales. El sentido emocional del fascismo está pavorosamente extendido en la actualidad. No se trata ya de que las milicias, la policía y la policía secreta operen violentamente contra el pueblo en interés del capitalismo monopolista en crisis. Las más benevolentes instituciones de nuestra sociedad nos oprimen de tal modo que reducen a las cámaras de gas de Auschwitz al nivel de algo tiaíf, una chapucera carnicería; el último aliento cianurizado sólo anuncia el inicio de la tortura. Por supuesto, la técnica de aniquilación de los cuerpos lleva a las técnicas de aniquilación de las mentes y esa entera región de la tekné es ya un lugar común. El verdadero horror estriba en que, cuando se trata de mentes, nadie recuerda su importancia.
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Si las torturas de los cuerpos son incidentalmente olvidadas, la desatenta desatención de los asesinos del pensamiento y del sentimiento forman un centro de la naturaleza del trabajo letal.
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Vivimos en, generamos en, y somos generados en una era de benevolente solicitud. Todo el mundo se duele por el destino del antistalinismo checoslovaco, pero nadie se inquieta lo bastante por sí mismo para percatarse y mucho menos poner objeción al control de las computadoras sobre todos los aspectos de sus vidas. Así se encuentran centralizados por un falso estado que es el Estado.

Cuál sea el verdadero estado vamos a dejarlo entre paréntesis y tal vez deba quedarse así, pero vamos a quedarnos con ese falso estado que es el falso Estado. El Chancellor of the Exchequer (ministro de Hacienda) es buen psiquiatra; diagnostica un cierto estado de los negocios e introduce reguladores para controlar los ingresos y los gastos. Lo que ignora es que cuando habla de la dirección de la economía del país, está hablando con absoluta e inexperimentada primacía de cierta tensión en la musculatura del agujero de su culo. Ha olvidado su cuerpo o lo ha perdido en el cuerpo político. Cada palabra que dice sobre la balanza de pagos no es medida por el labio de su boca sino por el labio de su ano, palabras deslizantes entre cúmulos de sangre estancada, dolorosamente tromboseada, que se oculta entre los pliegues de una exagerada esteatopigia política. No tiene nada de extraño que los jóvenes, para separar los pliegues y ver claro dentro de la profunda oscuridad, piensen quemar las urnas electorales. Pero un día al año el Chancellor se las compone para llegar con una vetusta cartera negra que porta, en vez de mierda sana y alegremente evacuada, una caca retenida, que se exhibe ante las cámaras de la TV que intentan ofrecer el presupuesto a la visión pública, y luego lo retira hacia las oscuras y suculentas depresiones colónicas de su mente ministerial que ya no es su mente sino una lamentable no-mente colectiva a la que todo ha dejado de importarle a través de series de negaciones de todo acto social que pudiera significar algo para alguna persona real. La última defensa del imperialismo inglés es la inocencia; decir con ingenuidad lo que ignora y luego confiar en que suceda lo mejor y dar armas y un manual de bluff bastante bueno. La justificación teológica de esto viene sin duda de Martín Lutero, que se sintió una mierda dentro del culo de Dios, esperando el momento de ser cagado en el mundo y luego, con una pura asunción de la pasividad, esperó que otra persona lo cagara. Bueno, tal vez la mierda salga y quizá «la otra gente» se encargará de ello. Y quizá Grosvenor Square o la Place Saint Michel, o el Central Park de Nueva York o toda la ciudad de Chicago no sean orinales de bastante capacidad para contener los excrementos sin desbordar.

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