La muerte de la familia (17 page)

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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

Dos años más tarde montó una exposición de pinturas con un éxito tremendo, y éstas me parecieron totalmente antitéticas de su anterior estilo de vida. Esta transformación, sin embargo, estaba condicionada por el hecho de que tenía la «adecuada» compañía humana porque había viajado de manera bastante profunda en el terreno inesperadamente presente de la muerte.

En una experiencia que tuve yo mismo con LSD, salía, a través de la muerte, de la existencia de David Cooper, que hasta entonces había vivido en perfecto estado de salud y trabajado en Londres, y me convertía en un sabio mongol de mediados del siglo XIX. Mis ojos se convirtieron en ojos mongólicos, me creció un largo bigote de puntas caídas y un largo cabello negro atado por detrás, y mis ropas se transformaron en una túnica forrada de piel. El sabio estaba comiendo una comida muy buena de Asia central con fideos largos (sean o no propios de la comida en Asia central). Me miraba mientras yo comía un boeuf á la bourguignonne, que se convertía en un montón de serpientes venenosas, y con compasión él miraba cómo me moría y contemplaba mi cadáver con un perfecto despego. Y fue testigo de su descomposición. Dentro de la experiencia ese presenciar parecía importante. Sentí que nadie debería ser enterrado y menos todavía incinerado sino expuesto en unas andas sobre un árbol para que la descomposición natural pudiera ser presenciada por la Nueva Tribu.

La concurrencia de experiencias de después de la muerte en la conciencia cotidiana de vigilia es más difícil de definir. Esta tarde en que estoy escribiendo, durante una conversación de sobremesa que mantuve con cuatro personas muy inteligentes y simpáticas, me pidieron que expusiera mis ideas. En determinado momento de desorden la conversación se desvió hacia los problemas del trabajo institucional de los presentes, terminando por convertirse en un parloteo defensivo que cada vez tenía menos significado para mí a medida que pasaba la tarde. Me encontré a mí mismo invadido por un congelamiento kinésico gradual y apenas podía pensar —y mucho menos concentrarme— a menos que no me distrajera de la forma usual de una diversión pascaliana. Así, sin recurrir a la distracción morí en la situación. Sentí un proceso gangrenoso creciente, del cual tenía cierto control, que se apoderaba de mí desde los dedos de los pies y de las manos hacia arriba hasta que llegué a un punto de completa putrefacción corporal que casi podía olerse y que terminé por oler. Mi postura social externa era normal, pero en cierto punto prefinal un salto atrás en el tiempo recuperó toda mi vida; y luego, mientras mantenía la postura normal, morí momentáneamente. Anuncié entonces que me iría a la cama porque me sentía «indispuesto», y las personas decidieron retirarse debido a sus compromisos normales de trabajo de la mañana siguiente. Externamente me comporté de modo adecuado; pero la putrefacción culminante fue profundamente más real para mí en tanto experiencia que en manifestación exterior de la conducta, porque en aquella experiencia toda la representación del pasado y del futuro de mi vida fueron comprendidas y totalizadas más allá de ella.

Ésa ciertamente fue una experiencia positiva, pero también hay modos de entrar en estados de muerte dentro de la vida, negativos en el sentido de que no suponen un pasaje por el estado de muerte ni un nuevo resurgir en la vida. Esto aparece claramente en las relaciones de control auténtico (disciplina) y de falso control. Conozco a hombres de negocios que beben demasiado y, sin embargo, realizan su trabajo «responsablemente». Esto es falso control, porque suprime la realidad de los sentimientos de hostilidad, pero de modo más profundo suprime los sentimientos de amor. En sí mismo es una habitual e indirecta agresión contra la principal persona de sus vidas. El efecto, sin embargo, es producir un estado de muerte en vida que implica un inmenso odio subterráneo hacia el mundo, que se enmascara como amor, benevolencia, confianza y eficacia, y ello puede engañar a cualquiera porque las racionalizaciones son infinitas. Habitualmente la única salida para la situación es una crisis espiritual que puede llevar a la persona a las proximidades de la muerte biológica, por ejemplo con un accidente de automóvil casi fatal o con una experiencia de retraimiento con repentinos ataques epilépticos, delirium tremens y demás. A menos que la crisis no sea lo bastante fuerte, la persona se queda tan enamorada de la seguridad del casi uterino estado de muerte en vida que reforma el mismo patrón, reforzado colusivamente por algunos que se verán inclinados a tratarlo de modo esencial como un objeto, «un alcohólico». La investigación de la génesis de este patrón de oralidad en los inicios de la vida entra claramente dentro del campo del psicoanálisis, pero voy a dejar la cuestión entre paréntesis y concentrarme en la naturaleza de la relación del control secundario (falso) y el control primario (auténtico).

Sospecho que la mayor parte de la gente ni se acerca a la elección entre el control primario y el secundario como cuestión básica en sus vidas debido a que están casi siempre controladas desde fuera. Pero pienso que debemos definir la naturaleza del verdadero control primario o disciplina. Para mí éste asume esencialmente la forma de una promesa, una promesa que atraviesa toda clase de ida, todo viaje de muerte y de renacimiento, la promesa de permanecer, de estar total y santamente en el mundo en un redefinido sentido de lo sacerdotal. La disciplina, pues, es un modo de estar en el mundo en el sentido de activo compromiso en él, frente a todos los obstáculos, ya sea en el placer extático o en la extrema desesperación. La promesa que define la disciplina, sin embargo, no debe ser hecha sólo internamente sino también, al menos implícitamente, a los demás. El dolor de la promesa es inmenso, una agonía final que es necesario enfrentar para ver la vida propia y el mundo desde el otro lado de cierta muerte. En este sentido, es algo más que la autocontención y no se la debe confundir con ella porque puede provocar un desbordamiento del sí mismo; pero la promesa debe ser registrada de alguna manera en el mundo con un rechazo simultáneamente prometido de la posibilidad de retraerse o de romperla.

Más que esto, la disciplina es una especie de antitermostato. La mayor parte de las personas se encienden y se apagan automáticamente, es decir, de una manera bastante previsiblemente ritual. El Hombre Disciplinado se enciende y se apaga enteramente mediante una opción que es exclusivamente condicionada por su sentido de lo justo y abierto en el contexto humano y su sentido del momento adecuado en la interacción de su propio sistema temporal con el de los otros. Tampoco la disciplina se debe confundir con el control (falso) de metanivel, que tienen las personas que no han penetrado en la región del control primario, por muy impresionante que este control del control pueda parecer.

Así pues, la disciplina es una afirmación de la vida, en tanto que condiciona la presencia de experiencias adecuadas de después de la muerte, experiencias que renuevan a las personas en lugar de dejarlas en el limbo del estado de muerte estático de los que han quedado atrapados en los sistemas del falso control. Muchas personas a quienes se llama locas o esquizofrénicas realmente tienen como objetivo la disciplina en ese sentido pero se traicionan a sí mismas al colusionar con sus familias y las instituciones psiquiátricas porque no saben cómo encontrar a otras personas que sepan la disciplina que están tratando de adquirir ellas; y ciertamente existe una escasez objetiva de esa gente. Pienso que, en última instancia, esas posibilidades sólo se crearán cuando se produzca una revolución social masiva y el derribo de las estructuras de poder burguesas.

Pero, incluso en una sociedad revolucionaria como la de Cuba, la colusión entre la familia y la psiquiatría tiende a persistir aunque ahora se den las condiciones humanas para la abolición de las unidades psiquiátricas en cualquiera de sus formas. Cuando estuve en Cuba en 1968 propuse para una región un esquema piloto de dos años, en el cual cualquiera que adoptara una actitud no habitual (por ejemplo, que se quitara la ropa y se sentara en medio de la calle) debería ser acogido en casa de cualquier vecino de la localidad y sencillamente cuidado por personas que pudieran quedarse con él, bajo la supervisión de un dirigente del Comité de Defensa de la Revolución o de la Federación de Mujeres. Si se hubiera comprobado que se podía atender a la gente sin hospitalización, el plan se hubiera podido ampliar a la nación entera, con la esperanza de evitar todo tipo de tratamiento psiquiátrico de las personas durante cinco años. Los pocos psiquiatras preparados en los Estados Unidos que quedan, sin embargo parecen estar imaginativamente muy lejos de semejante modelo. Se puede esperar sólo que el «Hombre Nuevo» un día pueda penetrar el frente psiquiátrico, pero me parece que es éste un buen momento para que la vanguardia de la psiquiatría del primer mundo (es decir, la antipsiquiatría) entre en escena en un real, desjerarquizado país socialista.

Me he referido a estos asuntos porque la práctica convencional de la psiquiatría clínica se encamina a crear esa peculiar estasis de muerte en vida allí donde un impulso hacia la verdadera disciplina se muestre con suficiente indiscreción. En otras palabras, la psiquiatría es una operación masiva de policía que tiende a pasar todo límite; por eso proliferan como los hongos cada vez más clínicas de pacientes externos y establecimientos de «asistencia comunitaria» que no hacen más que objetivar y categorizar a las víctimas y someterlas a una indefinida prescripción de recetas de píldoras para tenerlas calladas. Una verdadera, lúcida, no categorizada experiencia de muerte y de después de la muerte requiere simplemente la compañía de la gente adecuada. Así uno puede visualizar nuestra vida por entero, con su pasado, su presente y su futuro, mediante un acto de morir en ella, mirando con los ojos de la muerte, y regresando luego a la manera de un renacimiento, de la apertura de nuevos ojos.

Mientras tanto, a través del mundo entero, hay gentes muriendo de inanición o, en combates guerrilleros, debido al asalto directo y descarado del imperialismo. He dicho antes, en este libro, que concentraría mi atención al primer mundo y a los modos de actividad revolucionaria posibles en ese contexto, pero si uno escribe acerca de la Muerte y de la Revolución es necesario ampliar la gama.

Es ingenuo y psicologista hablar de la muerte del tercer mundo como externalización de la muerte no-muerta del primero; así, pues, vamos a intentar hacer esta situación más fenoménológicamente cierta, es decir, más verdadera en experiencia directa. Por supuesto que ciertamente el primer mundo está muriendo su propia muerte mediante la autodestrucción ecológica, haciendo que el medio ambiente sea inhabitable con una ciega inmersión gadarena en la tecnología. Pero eso no es bastante para explicar el desplazamiento del tocus de la muerte violenta real. Estaremos más cerca de la verdad si consideramos cómo realmente el primer mundo se priva a sí mismo de la muerte en este sentido: la muerte en los países del primer mundo está, en grado notable, sujeta a convenciones y a ritos. Se dispone de un repertorio de «causas de muerte» estadísticamente probables para «escoger», y en esas enfermedades hay cierto determinismo de clase. Por ejemplo, el pequeño burgués que trabaja por su cuenta, que tiene una trombosis coronaria que probablemente le matará muy rápidanente porque no puede hacer frente a las consecuencias de una pérdida de ingresos ni a lo que le parece una pobreza intolerable. El empresario con unas grandes reservas de capital tal vez pueda permitirse abordarla con tranquilidad y vivir durante muchos años con sólo «molestias cardíacas», al igual que un trabajador (en Gran Bretaña), conformado por los escasos beneficios de la Asistencia Nacional y los recursos del Servicio Nacional de la Salud.

Así es como morimos nuestra muerte elegida con el anonimato total de la categoría que uno selecciona o para la cual es seleccionado. La muerte no es pública y es encubierta; sobre todo, no es vista por nadie y sin acompañamiento de duelo. En realidad, no parece producirse. Una mujer de mediana edad de la clase trabajadora me contó que cuando murió su madre hubo una reunión de toda la familia para decidir si debía ser enterrada o incinerada (era noviembre, en Inglaterra). El miembro más destacado y franco de la familia planteó por último la cuestión en estos términos: «Si la enterramos, es probable que cojamos un catarro al pie de la tumba; y a ella eso no le gustaría. Si se la incinera, al menos estaremos al calor». Se calentaron.

Pero la cumplida significación de la muerte de una persona en particular para otras personas quedó sumergida en una broma inconscientemente defensiva.

Cuando vemos las reacciones de las clases medias ante la muerte los horrores son mucho mayores debido a que sus miembros la disfrazan de modo mucho más tortuoso. Todo es muy respetable. En una familia que conozco muy bien la abuela esperó, después de morir su marido, hasta los noventa y cuatro años para ver morir a sus tres hijos, uno tras otro; ahora, tres años más tarde, está aguardando la muerte de sus dos nietos; luego le queda un biznieto. Tiene que esperar un buen rato. Mientras tanto, los otros miembros de la familia la esperan a ella, le dan la vuelta después de cada ataque para evitar las úlceras de decúbito, la lavan, la alimentan y se quejan interminablemente de lo difícil que es. Nadie lo sentirá por ella y todos pretenderán secretamente que no estarán contentos con su muerte, tan sólo aliviados por «su bien».

Hay ciertos hospitales en este país para personas «incurables» que van a morir en ellos. Bien, quizá fuera posible relacionar esa clínica de la muerte con las «clínicas de la vida», y espero que el término no sea demasiado ridículo para hablar de las unidades obstétricas corrientes. Y quizá la clínica de la muerte-vida debería estar abierta para quienes desearan entrar y presenciar y ayudar y aprender de los moribundos la muerte que están muriendo, como si los moribundos supieran lo que saben.

En muchos pueblos franceses el carro o el camión de recogida de basuras es convertido, cuando muere alguien, en coche fúnebre. O quizá se trate de lo contrario. Al menos hay una incipiente honestidad en esta particular ambigüedad.

Todas las muertes del primer mundo son homicidios disfrazados de suicidios disfrazados como el curso de la Naturaleza.

En el tercer mundo, más simplemente, todas las muertes son homicidios. No se necesitan disfraces. ¿Cómo dar muerte compasivamente a los homicidas o mejor a la capacidad homicida de los homicidas? Tal vez mostrándoles con la requerida contraviolencia la naturaleza de su propio suicidio. Pero eso significa un acto de autoexposición en el cual el sí mismo es expuesto, en el cual el sí mismo que exponemos es un sí mismo muerto, nuestra propia muerte. Uno no se expone a los otros, porque, en primer lugar, la autoexposición significa exposición del sí mismo al sí mismo. El hombre que viola a un niño o a una niña y después lo mata, habitualmente se ve atrapado en esa revelación ante sí mismo de la realidad de su muerte de manera tan aterradora que se ve impelido a expulsarla rápidamente de sí mismo con la muerte de la criatura. La violación es perfunctoria y la muerte de la criatura no es un asesinato sino una extensión, que puede reconstruirse, de la muerte repentinamente comprendida e inmediatamente rechazada del cuasi-violador/cuasi homicida. Nada realmente corporal ocurre en esa escena hasta que la sociedad global (que somos nosotros) exige la ofrenda ritual del cuerpo mutilado de la víctima infantil.

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