La muerte de la familia (14 page)

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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

En Cuba esperan abolir el dinero en diez años. Todo el mundo podrá entrar en los comercios y coger lo que necesite, sin pagar, o tomar trenes y autobuses para viajar a cualquier parte sin comprar billetes. Cada cual será lo voraz o abstemio que necesite ser, siempre que el apetito sea verdadero. Mientras tanto, cada mujer, hombre o niño en Cuba tiene un arma a su alcánce, porque sabe que en Miami hay mucha gente con apetitos falaces, gente que está condicionada por el simplismo mental de coger y consumir y no ver que es consumida por su consumición.

La piel es otra zona muy difícil de la experiencia sociopolítica encubiertamente corporalizada. Hablo, por supuesto, de la política de inmigración. El encanecimiento de nuestra paquidermia política nos ha hecho perder el contacto con las ramificaciones nerviosas que trasmiten el tacto y permiten que nos toquen porque tememos ser «tocados» por nuestro tocamiento. En Inglaterra la barrera de la piel es crítica; aquí, nuestros «cabezas negras» no pueden adquirir ni una parcela del suelo de nuestra evidentemente enlodada cutaneidad. Mantengamos las partes negras alejadas de nuestro cuerpo, conservemos nuestras mentes blancas y puras, pero hagamos un juego «limpio» al echar a un lado a esas partes negras. Así habla la anónima voz colectiva de una sociedad que jamás se ha limpiado de sí misma en el sentido de exudar por los poros de su piel social, de sus poros o de su pobreza.
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Una sociedad que nunca conoció su propia pobreza porque siempre se la mandó al tercer mundo. Stanley y Livingstone se estrechan las «manos» por encima de África en una recíproca masturbación que niega al mundo con sádica exclusividad. Biafra se inventa para sufrir, y la conciencia imperializante se pierde en Zimbabwe después de haber perdido a miles de personas bien reales en los campos de concentración o en los cadalsos levantados por el impulsivo amor familiar de nuestros blancos y rubios compatriotas y amigos. Centenares de policías paranoides son movilizados, obligándoles a dejar su fin de semana familiar para ir a aporrear a los disidentes en Grosvenor Square o a detener a los comuneros de Picadilly, pero ninguno es enviado a expulsar a Smith, preñado de su criatura disimuladamente incestuosa, echándolo a las llanuras invernales y las nieves navideñas de Zimbabwe. Seguramente se trata de un amor familiar que linda la temeridad. Pero hasta las familias más seguras se hacen añicos cuando alguien desea con fuerza suficiente no pertenecer a ellas, y engendra suficiente contraviolencia revolucionaria para desestructurar la falaz estructura e introducir una saboteadora verdad. En este punto encuentro una ecuación sutil pero luminosa de locura y victoria política.

En cierto sentido, todo lo que debemos hacer en primer lugar en nuestro contexto de primer mundo es liberarnos a nosotros mismos con una revolución de la locura. Si esta liberación es lo suficientemente radical dentro de nosotros mismos y se difunde lo bastante en la sociedad global, el primer mundo se hará ingobernable, su estructura de poder interno se desintegrará y por consiguiente dejará de funcionar su poder externo, representado por la violencia imperialista contra el tercer mundo.

Podemos hablar quizá de una «locura», que es la irracionalidad genocida y suicida del modo capitalista de gobernar al pueblo, y de la Locura, que es la tentativa individual que personas reales identificables hacen para convertirse en ingobernables e ingobernadas, pero no mediante una indisciplinada espontaneidad sino a través de una reforma sistemática de sus vidas, que rechaza las sistematizaciones apriorísticas y recorre las fases de desestructuración, descondicionamiento, deseducación y desfamiliarización de sí mismas hasta conseguir una buena relación familiar, pero en términos no familiares con nosotros mismos, que nos pondrá en situación de reestructurarnos de una manera que rechaza todos los tabúes y en consecuencia que pone en revolución a toda la sociedad.

Todo lo que podemos hacer con el primer mundo es detenerlo. Lo detendremos si trascendemos la palidez de nuestra piel e iniciamos una libre metamorfosis del color y la forma reconocibles en un calidoscopio político de juego mortal. Entre otros colores, deberemos asumir el negro y el rojo. Entre otras formas nos volveremos locos, pero dejaremos de estar muertos.

Vaneigem tenía razón cuando escribió: ceux qui parlent de révolution saris en réferer explicitement à la vie quotidienne ont un cadavre dans la bouche.
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A no ser que le tengamos un afecto excesivo al cadáver que consumimos y nos enorgullezca el sabor de nuestra muerte, debemos devolverlo, escupiendo a la cara al sistema decidido a meternos en un crematorio, para que así el símbolo desesperado de nuestra situación que concibió Artaud —todos nosotros señalándonos mutuamente en silencio entre las llamas de nuestras piras respectivas—, no sea ya posible.

En un sistema que se define a sí mismo por la negación de la negación, que dice no a cada persona y cada experiencia que podría nacer y ser asumida sin ser limitada en el núcleo vital de la vida,
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un sistema entre guiones de estado capitalista-familia burguesa-agente de policía-psiquiatra, quizás es sorprendente que algunos puedan ser tan implacables como para tener la generosidad de decir que no. Pero si nos apoderamos de la sorpresa la entenderemos como un falso sentimiento que sólo refleja la mistificación del sistema que actúa siempre en un segundo plano con respecto a la experiencia primaria. Ésa es la base precondicionada de todas las estructuras de represión (Freud) y de mala fe (Sartre); la última es una versión reinterpretada y socialmente difundida de la primera que no se basa en un inconsciente reificado. En este sentido «todos los juegos que jugamos» son capitalistas. La introspección es un hábito burgués. Pero todos queremos ganar. Pero incluso queremos «ser ganados» (pasividad) por estar uno arriba (actividad). El destino más feliz, el destino del Hombre Alegre, es dejarse llevar por la actividad. El deseo final del hombre que quisiera ser alegre es joder al mundo no con su pene, que nunca podría ser tan grande, ni con alguna metaforizada potencia, sino con algo que es menos claramente separable de él —en cualquier modalidad de la llamada castración— ya se trate de separar el miembro de su dueño o separar a éste de su falo perforante.

Bueno, ¿por qué no la nariz? Uno de los problemas más corrientes en la terapia con hombres es que los enfermos tienen por lo menos dos narices. Una nariz, que procede de mamá, queda injertada en la nariz original. En una cultura dominada por la necesidad de ser fuertes de una manera que se convierta en socialmente visible como fortaleza fálica, hasta las mamás necesitan penes. Si el padre lleva el pene consigo y lo pierde en el trabajo, en alguna jodienda ocasional o en la masturbación solitaria, y si la entera persona del hijo de la madre no puede convertirse en su esquizofrénico pene, le queda al menos la internalización que aquél hace de ella y que empuja hacia afuera, hasta quedar en la punta de la nariz. Irónicamente, existe un ejercicio de meditación muy prestigioso en el cual se supone que uno debe concentrar su ego en la nariz y luego dejarlo caer desde la punta, para lanzarse a una liberación en la que se difumine el ego. Lo que habitualmente ocurre es que nuestra madre interna cae desde esa punta y vuelve luego en busca de otro trozo del sí mismo que evidentemente todavía sigue allí.

Así continúa la familia interna y se refleja externamente en todas nuestras relaciones. El problema interno consiste en que, al igual que Dios, los padres tienen que ser inventados, porque su existencia es necesaria, y también en que las madres tienen que morir porque necesitan la existencia, la de otro cualquiera. Nada de esto es necesario en absoluto, pero gastamos la mayor parte de nuestro tiempo directa o indirectamente, sabiéndolo o no, en esa clase de ejercicios. Desde luego, el único problema estriba en cómo arreglárselas para ser buenos y amables los unos con los otros y luego posiblemente serlo un poco más; pero, en apariencia, pocos de nosotros alcanzamos el primer peldaño de esta escala que consiste en liquidar la falsa problemática. La nariz que sabe no es la nariz aparente que piensa que conoce lo que la nariz realmente conoce. La gnosis de la nariz es la capacidad de la secreta segunda nariz que conoce el no de la nariz que es. La primera nariz, la trasplantada, es pura afirmación que sabe que no se atreve a saber nada en absoluto. La gnosis de la segunda nariz sabe que en general las narices realmente no saben y que en verdad no saben nada del no en el sentido de decir generalmente no a cualquiera, ya sea una fantasía referente a narices o a narices sin gnosis. Hablando de padres, Freud dijo: «Aceptamos, pues, que el gran hombre influye de doble manera sobre sus semejantes: merced a su personalidad y por medio de la idea que sustenta […] A veces —y éste seguramente es el caso más primitivo— actúa sólo la personalidad, y la idea desempeña un papel muy insignificante. En todo caso, la causa de que el gran hombre adquiera, en principio, su importancia, no nos ofrece la menor dificultad, pues sabemos que la inmensa mayoría de los seres necesitan imperiosamente tener una autoridad a la cual puedan admirar, bajo la que puedan someterse, por la que puedan ser dominados y, eventualmente, aun maltratados. La psicología del individuo nos ha enseñado de dónde procede esta necesidad de las masas. Se trata de la añoranza del padre, que cada uno de nosotros alimenta desde su niñez; del anhelo del mismo padre que el héroe de la leyenda se jacta de haber superado. Y ahora advertiremos quizá que todos los rasgos con que dotamos al gran hombre no son sino rasgos paternos, que la esencia del gran hombre, infructuosamente buscada por nosotros, reside precisamente en esa similitud».
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Pero ¿qué es este padre? La verdadera violencia estriba en que los niños son puestos en la situación desesperada de necesitar «padres», padres violentos. Alguien criado en una zona obrera de Manchestér por padres miembros del partido comunista, que eran universitarios de clase alta iluminados por Spock, escuchó envidiosamente a un amigo contar que su padre le había pegado una paliza por haber dicho un taco. Cuando habló a su padre de joder, recibió esta respuesta: «Nunca debes hablar así a tu padre ante otras personas». Afortunadamente la familia se rompió, pero el hijo no ha tenido mucha suerte con otras personas desde entonces.

Una niña de cinco años, hija de un médico misionero, vivía en la India septentrional. Su padre, que era «médico de cabecera» con una amplia zona a su cargo, estuvo fuera más de un mes. Al volver, la niña fue presa de una gran excitación al verlo y se lanzó a sus brazos de una forma que revelaba matices sexuales y mostraba un indomable deseo de placer. El padre levantó la mano para golpearla y calmarla, pero detuvo su mano a unos centímetros de su objeto. En su lugar, él y la madre decidieron meterla en cama durante una semana para que se «apaciguara». Se apaciguó. Veintiún años más tarde volvió a experimentar el éxtasis en su relación con su marido y sus dos hijos. Durante una breve tarde se divirtió, hizo juegos de palabras y se sintió deliciosamente feliz. Otra vez se alzó la mano. Y de nuevo no la golpeó, pero fue llevada a un hospital psiquiátrico, permaneciendo en la cama durante una semana. Se habló de la posibilidad de hacerle un tratamiento a base de «electro-shock», pero ni siquiera tuvo esa falsa gratificación punitiva. Su caso no era demasiado grave, solamente había sido demasiado feliz, de manera que salió del trance, en vez de irse al otro lado, con unos tranquilizantes. El padre-marido y los padres-médicos dispusieron su readmisión en otras cinco ocasiones en que ella volvió a ser demasiado feliz, hasta que finalmente decidió abandonar el hogar y vivir sola. Todos los hogares son hogares de familia. La familia, como ya hemos visto, se ve repetida indefinidamente en su anti-instintividad por todas las instituciones de esta sociedad. Dejar el hogar es la respuesta más corta posible. Esta muchacha sólo pudo contar su historia del antitrauma original con su padre algunos años después de haber abandonado el sistema de hospitales psiquiátricos donde el relato nunca hubiera sido escuchado porque retaba con demasiada fuerza la estructura familiar del hospital.

La prostituta es alguien que representa a otro, como los fragmentos y piezas mentales y corporales de nuestros padres y hermanos y de los padres de nuestros padres y aun de nuestros propios hijos. Un buen prostíbulo representa una escena familiar donde podemos hacer trabajar todas nuestras fantasías incestuosas y polimórficamente perversas, viviéndolas de manera que los tabúes y temores sexuales propios del sistema familiar sean trascendidos por la disciplina, la regulación del tiempo, el pago, y por encima de todo, con cierta dignidad.

En el segundo capítulo de este libro dije que el amor se basaba en un acto adecuado del ser separado. La sexualidad que es dirigida hacia el amor desde abajo y desde arriba, desde antes y después, es, en gran medida, cuestión de aprendizaje técnico, y ninguno de nosotros ha llegado al punto de no poder aprender más. El hacer públicas, o por lo menos visibles, nuestras fantasías más temidas dentro de una relación bipersonal puede ser una inexpresable liberación en palabras.

El psiquiatra sería la prostituta en el nivel de la tekhné del modo de vivir. Para hacerlo tiene que aprender a pasar por algún otro para algún otro. La mayor parte de los psiquiatras son inexpertos o «jóvenes» en esa antigua técnica de trabajar con personas sobre el tema de qué están haciendo con sus vidas. Es bastante fácil caer en la trampa de convertirse en una figura paterna, pero eso es sólo el comienzo de la historia. Ciertas comunidades europeas han instituido como prise de position teórica la abolición del padre, el reemplazamiento de la idea paternal por la fraternal. Lo que en realidad hacen es reinventar familias con una proscripción casi legalista de las posibilidades de relaciones y en ocasiones incluso definiendo legalmente la relación a través de la redacción de un contrato entre dos personas, con un hombre de leyes por medio para fijar los derechos de la esposa y de sus hijos. Por todo eso hay que pagar el alto precio de no llamarle matrimonio.

Volviendo al problema del psiquiatra, me parece que se da una rigidez del papel asumido que refleja cierta esclerosis social. El psiquiatra es impulsado a ser una figura paterna con algunos ribetes maternos añadidos a esa inicial prostitución. Para él es mucho más difícil sentirse infantil en relación con «su» paciente. Si lo consigue, cae en la trampa de ver al otro como el superego paternal que controla punitivamente su vida. Es todavía más difícil caer en la posición que, me parece, es la más fundamental en la psicoterapia, la del anciano hombre-mujer bisexual que, en determinados momentos críticos, estalla en una broma seria.

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