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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (31 page)

—Puedes descansar ahora —le propuse—. Puedes detenerte.

—Ya lo intenté. Cuando la gente huía y la ciudad desembocaba en el caos, pedí a dos albañiles que me emparedaran, y cumplieron mi deseo. Me encerraron aquí y me detuve.

Quería descansar. Pero no he tenido descanso. El ciclo está cambiando otra vez. Se acerca la hora de hacer sacrificios. Una vez que lo hagas, podremos descansar, tú y yo.

—Tú puedes hacerlo —le dije—. No tienes necesidad de estar aquí. No habrá sacrificios ni se derramará sangre.

Me miró con ojos tan apagados como la oscuridad que se extendía más allá de la tumba.

—¿Por qué estás aquí? —dijo, y sin aguardar mi respuesta añadió:— Estás aquí porque quieres saber secretos. Quieres poseerlos, pero temes aprenderlos. Quieres poder, y temes al poder. Te asusta saber de qué eres capaz. —Deslizó su dedo por el cuchillo de obsidiana—. Habrá sangre.

Lo extendió, pero yo atrapé la hoja en mi mano y la apoyé delicadamente sobre la piel de mi muñeca, probando el filo. Sólo probándolo. La sangre manó sobre la hoja y sentí que una nueva tibieza y una nueva fuerza subía por mi brazo hasta el corazón. El contacto con la obsidiana fría me trajo a la memoria el intento de suicidio. Recordé la sensación de ardorosa imperiosidad, la sensación de que el dolor era insignificante al lado del poder que obtendría. Observé el hilo de sangre que surcaba la herida del brazo y me sentí ardiente y poderosa.

Capítulo 22: DIANE

Pagué al taxista y corrí bajo la lluvia. Le oí arrancar el motor a mis espaldas y partir.

La choza de mi madre estaba vacía, y ambas puertas abiertas. La lluvia había entrado, humedeciendo el suelo de tierra. De un clavo colgaba un poncho de plástico, y tras dudar un instante, me lo eché sobre la ropa y salí a la intemperie. No sabía exactamente por qué quería ver a mi madre en ese preciso momento. Creo que quería hablarle de la anciana que había visto, y conversar del tema como adultos, separando los fantasmas de la realidad, parte por parte.

Seguí el trayecto que conducía a la tumba, chapoteando con mis sandalias intrépidamente en los charcos. Estaba empapada ya; un poco más de agua no se notaría.

Una vez resbalé y di con la rodilla en el suelo. Tuve que continuar cojeando.

La boca de la tumba era un punto negro sobre el suelo de la plaza. Al descender por el pasadizo sentí una débil brisa que portaba un aroma a tierra recién excavada. La lluvia salpicaba los escalones de la tumba. A pesar del sonido de la lluvia distinguí la voz de mi madre, pero no logré descifrar las palabras.

En el último escalón, mis sandalias de cuero resbalaron sobre la piedra mojada. Perdí el equilibrio, y fui a dar al charco que cubría el suelo del pasadizo. Por poco caigo. Un poco de luz brillaba a través del agujero abierto entre las piedras.

El rayo de luz se movió. Mi madre iluminó el orificio.

—Hola —saludé—. Me imaginé que estarías aquí.

Sólo podía ver su cabeza, recortada en el hueco.

—Vine de Mérida antes de lo previsto —dije—. No hay mucho que hacer allí. Barbara se quedó pero yo decidí regresar. —Las palabras se me atragantaban. Oía la lluvia corriendo por los peldaños de mis espaldas, como un río vertiendo sus aguas sobre el lago frío que lamía mis tobillos—. Fuera cae un diluvio.

Quedé de pie torpemente en medio del charco, esperando que se hiciera a un lado, que me dejara ver qué estaba haciendo, que dijera algo. El agua me chorreaba por la espalda. El poncho se me adhería a las piernas y a los brazos desnudos. Me desprendí de él y lo tendí de un pico que descansaba inclinado en el agua. Me quité el calzado mojado y lo apoyé en un cubo de metal que había al lado del pico. Faltaba poco para que la cubeta echara a flotar a la deriva. Sin que me invitara, eché un vistazo por la abertura y mi madre se hizo a un lado para dejarme pasar.

Las paredes se arqueaban sobre mí a gran altura, y la luz de la linterna no llegaba al techo. Por todas partes se reflejaba en trochos de nácar incrustados en la pared mucho tiempo atrás. Un esqueleto yacía extendido sobre una plataforma de piedra, observando la oscuridad con ojos huecos. El cuaderno de notas de mi madre, su palustre y su cepillo de alambre estaban en el suelo junto a la cabeza del esqueleto. Estaba de pie, no lejos de allí, mirándome fijamente. En una mano sostenía la linterna con una manija de alambre.

En la otra, un cuchillo de obsidiana. Su muñeca derecha sangraba.

—Te cortaste... —murmuré.

—¿Por qué has vuelto? —preguntó. Su voz era áspera, amarga.

—No tenía ninguna razón para quedarme en Mérida.

—¿Qué te ha traído aquí, para andar bajo un diluvio en sandalias y vestido?

Negaba con la cabeza.

Me observé. Tenía las piernas manchadas de barro y, de la herida que me había dejado una rama al rozar mi piel, manaban gotas oscuras. A pesar del poncho, el vestido estaba empapado.

—Creo que debí haberme cambiado de ropa.

—No tendrías que estar ahora aquí. Deberías haberte quedado en Mérida.

Parecía a punto de llorar.

—Lo siento. No... —No sabía qué decir. Extendí mis manos en un gesto de resignación y traté de sonreír—. ¿Qué quieres que haga? ¿Puedes decirme qué está pasando?

Dio un paso atrás como si la hubiera amenazado y se detuvo al lado de la plataforma de piedra. Temblaba como un perro mojado. Estaba triste y cansada.

—Vete —me suplicó—. Por favor. Vete de aquí.

—Está lloviendo —aduje, tratando de ser razonable—. No te molestaré. Sólo...

—¡Vete!

Sus palabras resonaron por las paredes de piedra y di un paso atrás, con la sonrisa helada en el rostro. Enderezó los hombros y avanzó. De pronto adquirió una expresión de dureza.

—¡Vete de aquí! ¡Ahora mismo!

Retrocedí.

—Lo siento. Sólo...

—¡Vete!

Su rostro era una máscara deformada a la luz de la linterna. Los ojos, salvajes, enrojecidos y demasiado grandes para su cara. Arrojó la cabeza hacia atrás y volvió a gritar. No fue una palabra sino un gemido, un aullido de desesperación. Los músculos de su cuello se erigían tensos y respiraba sofocadamente. Di un paso hacia ella y me lanzó una mirada agitando la cabeza de tal forma que podría haber sido la de un animal atormentado por las moscas. Levantó un puño crispado y mientras yo retrocedía comenzó a descargar golpes contra sus piernas, una, dos, tres veces, haciéndome estremecer cada vez más.

—¡Vete! —ordenó—. ¡Vete, aléjate!

Las últimas palabras ya no eran un grito. El golpe final había perdido la fuerza de los anteriores.

Me detuve en la abertura. Oía el suave hilo de agua descender por los escalones, pero la lluvia había cesado.

—Ya no llueve —le dije, con la mayor calma que pude—. Ya puedo regresar al campamento. ¿Por qué no vuelves conmigo?

Su mano seguía aferrada al muslo.

—Debes irte.

—Lo haré si vienes conmigo.

La respiración se tornó un suspiro y pareció encogerse, aflojar los hombros, sostener la linterna con menos firmeza.

—Muy bien —accedió—. Sal.

Me deslicé a través de la abertura y permanecí al otro lado, desde donde podía mirar el interior. Una luz recién bañada asomaba por los peldaños formando un débil rectángulo en el suelo. El charco apenas tenía agua. La tierra la había absorbido.

—Estoy aquí —le dije—. ¿Por qué no me pasas la linterna y luego sales?

—Sí —respondió y me la alcanzó.

Di un paso atrás y le señalé que me siguiera.

—Muy bien —le dije.

Se detuvo en el centro del pasadizo y se volvió para mirarme con el ceño fruncido, a pesar de que las lágrimas le bañaban todavía el rostro.

—No hace falta que me hables como si fuera una estúpida. Puedes pensar que estoy loca, pero no creas que soy tonta.

Me quitó la linterna, apagó la luz y subió los peldaños por delante de mí hacia la tarde húmeda. No miró hacia atrás.

Capítulo 23: ELIZABETH

El domingo fue Chicchán, día de la serpiente celestial. Carlos, Maggie, John y Robin regresaron al campamento para cenar a última hora de la tarde, limpios y descansados.

Estaban alegres: una tumba que excavar, una caverna que explorar y sólo dos semanas para marcharse. Durante la cena conversaron de lo que planeaban hacer antes de regresar a la universidad. Carlos y Maggie pensaban pasar una semana en Isla Mujeres.

John y Robin viajarían al sur; querían atravesar Belize y visitar las ruinas mayas de Altun Ha y Xunantunich. Todos estaban muy animados, como gorriones que se posan un instante en el jardín, picotean migajas y alzan el vuelo. Diane parecía ausente y no participaba en la conversación-. La sorprendí observándome subrepticiamente y después apartando la mirada cuando dirigía la vista hacia ella. Ella y Tony me estudiaban y me pregunté si no habrían estado hablando desde que Diane me fue a buscar a la tumba.

Cuando Barbara llegó, después de cenar, yo estaba en mi choza tratando de descansar y librarme de la fiebre que me silbaba en los oídos. Oí a los lejos el motor de su Volkswagen y pensé si Diane le contaría a Barbara nuestra conversación en la tumba, donde había perdido el control. No salí a saludarla.

Intenté dormir, pero los sonidos nocturnos me lo impedían: los grillos, el techo de palmera en la brisa y los pasos de alguien —creo que era Carlos— yendo a su choza.

Cuando logré dormirme soñé con la hoja de obsidiana que yacía en la tumba al lado del esqueleto.

En el sueño, estaba en la cocina del apartamento de Los Ángeles, sosteniendo el cuchillo en la mano. Deslizaba el dedo por la hoja para probar el filo. Me agradaba su contacto: frío, afilado, del peso preciso. La hoja estaba sedienta de sangre. Sentada al otro lado de la mesa había una mujer joven que bebía cerveza y oía el ronroneo del calentador. Me miraba y me decía algo que no lograba descifrar. Le ofrecía el cuchillo de obsidiana y se ponía de pie, alejándose de mí. En algún lugar, muy lejos, lloraba una niña.

La cocina ya no estaba, la mujer tampoco, pero sabía que la criatura seguía llorando.

Estaba en un sitio muy oscuro y salía en busca de la niña. Estaba muy cansada, cansada hasta los huesos, y lo único que quería hacer era echarme a descansar, pero debía hallar a la niña. Vagaba, desorientada y confundida, con la hoja de obsidiana en una de sus manos.

Me detuve en la puerta de la choza, oyendo un coro de respiraciones y grillos. Barbara, creo que era ella, musitaba algo en sueños y cambiaba de posición, meciéndose lentamente en su hamaca. Suspiró profundamente, y luego su respiración se serenó. Veía el cabello cobrizo de Diane en la oscuridad. Su respiración iba y venía suave y fácilmente, con toda delicadeza; se detenía tan fácilmente...

Cuando Diane tenía cuatro años y era un querubín de tiernos ojos verdes, solía despertar por la noche con pesadillas. Iba hasta el dormitorio que compartía con Robert, y permanecía muda y de pie ante la puerta. Yo siempre me despertaba, siempre sabía que al mirar hacia la puerta habría una aparición diminuta, aguardando pacientemente a que la reconociera. Esas noches, la llevaba a su habitación y me tendía a su lado en un lecho atestado de juguetes. En la oscuridad, me contaba horrendas historias de rostros que se acercaban a ella en la noche, de sombras que se movían en el baño. Jamás le dije que las sombras y los rostros no existían. Sólo le contaba que no le harían daño. Que estaba segura.

Me detuve en la puerta y escuché su respiración, preguntándome por qué no se despertaba para verme allí de pie. Algo había que hacer con el cuchillo que llevaba. Algo había que hacer para completar el ciclo del tiempo. Di un paso hacia ella, y cuando me internaba en la choza, me detuvo una mano en mi hombro.

Tony, todavía vestido, estaba de pie a mis espaldas.

—¿Qué sucede? —preguntó con suavidad—. ¿Qué haces?

Me estremecí, todavía inmersa en recuerdos.

—Observo a la niña —expliqué, y mi voz fue tenue como el polvo sobre el que reposaban mis pies desnudos. Parpadeé y unas lágrimas cayeron rodando por mis mejillas.

Tony me envolvió con su brazo y me encaminó hacia mi choza. Su brazo era cálido y reconfortante; olía a tabaco. Me secó las lágrimas con un pañuelo polvoriento.

—¿Qué está sucediendo, Liz? —preguntó—. ¿De qué se trata?

Sacudí la cabeza. Me era difícil dar con las palabras en la suave penumbra que me rodeaba.

—La anciana de la tumba dice que el ciclo debe ser completado. La niña debe morir, tal como murió su hija. —Las palabras eran tenues. Mi propia voz parecía distante—. Debe tener cuidado. Lo comprendes, ¿verdad? Debo mantener a salvo a la niña.

—¿Quién es la anciana de la tumba? —preguntó.

—Se llama Zuhuy-kak. Es la que hizo que se abandonaran las ciudades, hace mucho tiempo. Es una mujer fuerte, muy obstinada. He hablado con ella, y le tengo miedo.

—La mujer de la tumba ha muerto, Liz.

—Por eso es tan poderosa. Es más fuerte que yo. Y está loca, más loca que yo. Quiere que mate a mi hija.

—Yo cuidaré de ti, Liz —me tranquilizó—. No te preocupes.

—¿Quién velará por la niña? —pregunté—. Estoy tan cansada, pero ¿quién cuidará de ella?

Su mano me acarició los hombros suavemente.

—Yo os cuidaré a las dos. Puedes confiar en mí. Pero ahora debes descansar. —Noté su mano fría sobre mi frente—. Tienes fiebre. —Una mano en mi hombro, la otra cogida de la mía. Vaciló, sintiendo la nueva herida en mi muñeca—. ¿Qué es esto?

Miré el arañazo rojo y dije:

—Estuve probando el filo. Nada más.

Me condujo a la choza y me ayudó a subir a la hamaca. Noté que ya no tenía la hoja entre las manos y supe que se hallaba en la tumba.

Me senté en la hamaca, aferrándome a las cuerdas para no flotar en el aire. Me sentía muy liviana y la cabeza era demasiado grande para mi cuerpo. Debía aferrarme a la hamaca, para no salir volando. Dejé caer las piernas a un lado, sin soltar las manos de la red. Entonces Tony volvió a estar a mi lado, y su mano me empujaba nuevamente desde el hombro.

—He de ir a la tumba —dije—. Debo hablar con la anciana.

—No irás a ninguna parte, Liz —dijo Tony—. Te quedarás aquí.

—Debo encontrarla para decirle que no puede pedirme a la niña. Puede tenerme a mí, pero no a la niña. Debo decírselo.

—Yo iré a la tumba. Yo se lo diré.

—¿Lo prometes? —pregunté—. ¿Irás a la tumba? ¿Lo prometes?

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