Authors: Pat Murphy
No vi a Zuhuy-kak. La busqué, pero no di con ella. Cuando salía a buscarla por la mañana, me encontraba a Diane en el cenote. Si paseaba por las tardes hacia el Templo de las Muñecas, también me encontraba a Diane. Entonces, volvíamos juntas al campamento en silencio. Tenía poco que decirle. Sentía que ya había hablado mucho, que le había permitido acercarse demasiado.
El miércoles fue Ahau, día del sol, una jornada favorable. No se estropeó ninguna herramienta, ningún hombre enfermó. No lograba acabar con mi fiebre, y eso me preocupaba e irritaba. Sólo me sentía satisfecha cerca de la tumba, viendo a los hombres trabajar. Pero aun allí temblaba y me daban escalofríos.
Esa noche tuve sueños extraños, vividos y febriles. Recuerdo haber danzado bajo la lluvia, sosteniendo un cuchillo de obsidiana. La Luna brillaba, casi llena, y yo era joven otra vez. La ropa revoloteaba a mi alrededor. Dentro de mí surgía una sensación de poder, de poder antiguo que provenía de la Luna.
El jueves fue Imix, día del monstruo de la tierra, una criatura de nariz protuberante y forma de dragón. Un buen día para excavar, para arrancar cosas de raíz. Por la tarde, al fin, Pich pudo extraer una piedra de la pared donde había estado un millar de años.
Pasé la mayor parte del día en la excavación y bajé al túnel. Por la brecha del muro soplaba aire húmedo y fresco. Con una linterna, atisbé por la abertura, tratando con poco éxito de ver qué había más allá de la pared: un gran espacio abierto, una plataforma baja, difusas formas claras que podían ser esqueletos o vasijas... no era mucho lo que podía distinguir. La pared tenía casi un metro de espesor.
El jueves los obreros trabajaron hasta tarde, pero a las cinco ya vieron que no podrían quitar otra roca ese día. Entonces nos detuvimos, cubrimos la abertura con un toldo y nos marchamos a regañadientes.
Fui al cenote esa noche después de cenar y me senté al borde del estanque, oyendo el sonido de los grillos y viendo las sombras de las aldeanas que venían en busca de agua.
Zuhuy-kak no se acercó. Mi hija tampoco. Estaba sola cuando la Luna se elevó por los cielos. Me fui a dormir.
El viernes fue Akbal, un día de oscuridad. Lo gobierna el jaguar en su aspecto nocturno, dueño y señor del mundo subterráneo.
Ese día, Tony me acompañó a la excavación. Al mediodía los obreros habían aflojado y retirado otra piedra, con lo cual quedaba un espacio suficiente para que me deslizara boca abajo, con la linterna alumbrando por delante.
El esqueleto yacía sobre una laja de piedra, de espaldas y con las piernas extendidas.
El armazón de las costillas se había desmoronado: el haz de luz brilló sobre un cúmulo de huesos pálidos con forma de luna creciente y destelló contra las piedras de jade dispersas entre las costillas y las vértebras. Un brazo se extendía sobre el torso y la caja pélvica; los pequeños huesos de la mano estaban tendidos sobre el fémur. El otro brazo estaba cruzado sobre el pecho y los dedos de la mano se perdían en la confusión de vértebras y costillas. Los huesos de los pies se habían esparcido tal vez a causa de los roedores que buscaban comida. No lejos del brazo cruzado sobre el pecho yacía un cuchillo de obsidiana sobre la plataforma de piedra. Cerca, la piedra estaba teñida por un borbotón rojo: cinabrio vertido del plato de nácar que había a su lado.
El cráneo, deformado y aplastado en un abrupto ángulo, formaba una vasta frente. La boca había quedado abierta y los dientes estaban intactos. Reconocí a Zuhuy-kak por las incrustaciones de jade de los dientes frontales. Sobre la pelvis yacía algo blanco y dirigí hacia ella el haz de luz: la concha que pendía de su cinturón. Un fémur dejaba ver una protuberancia en el centro: una fractura que nunca había curado apropiadamente.
Oí que Tony se deslizaba por la estrecha abertura detrás de mí. El haz de su linterna se posó sobre las vasijas que rodeaban al esqueleto: una jarra con forma de pavo, un recipiente crudo de tres patas pintado con jeroglíficos, una vasija panzona con forma de concha espiralada, un incensario que remedaba un jaguar y varios cuencos, cántaros y recipientes.
La luz de Tony se detuvo en un gran cántaro junto a los pies del esqueleto: era del tamaño del círculo que yo podría formar con mis brazos. Estaba artísticamente ornamentado de jeroglíficos e imágenes. La tapa de cerámica había quedado inclinada.
Tony se acercó unos pasos, miró dentro del cántaro y luego levantó la tapa con suavidad.
Nos sonrió un cráneo del tamaño de un gran pomelo: un niño de ojos oscuros cuyos dientes habían caído de las mandíbulas hacía tiempo. Pálido y suave, el cráneo se apoyaba sobre las costillas curvas y los largos huesos como un huevo entre las ramas de un nido. Por todas partes los huesos estaban manchados de cinabrio. Por el aspecto, el joven esqueleto había sido desenterrado, limpiado, empolvado con cinabrio, prolijamente colocado en el cántaro y vuelto a enterrar. Me acerqué, y vi las cuencas oscuras de los ojos, hundidas bajo la frente aplanada. Era tan frágil... podía coger fácilmente las costillas entre mis manos. Era tan joven... Los huesos habían sido dispuestos suavemente en el cántaro. Me pregunté quién se habría ocupado de hacerlo.
Al final, las grandes transformaciones de la civilización cuentan poco. Lo que interesa es el cráneo de un niño al lado del esqueleto de su madre. Miré los huesos de Zuhuy-kak y el cuchillo de obsidiana que había a su lado. Lo que importaba era cómo había muerto esta criatura. Sentí una brisa fría y húmeda y me estremecí.
—Sigue —dijo Tony, y por un instante no comprendí lo que me quería indicar. Luego acompañé su haz de luz con la mirada y vi que la oscuridad era un pasaje descendente, el comienzo de una caverna de piedra caliza que se extendía por debajo de la tierra. Las paredes de caliza estaban cubiertas de conchas marinas. Se me puso la piel de gallina. A lo lejos alcanzaba a percibir el olor del agua. No había otro sonido más que mi respiración y la de Tony. Avanzó hacia la abertura.
—No —dije con ferocidad—. No te metas ahí.
Se volvió para mirarme y sólo entonces advertí que había hablado en voz demasiado alta.
—¿Sucede algo? —preguntó, acercándose a mí.
—No.—respondí—. Nada.
—Se ha detenido el trabajo por nosotros —dijo—. No había previsto que perdiéramos tanto tiempo observando grutas como si fuéramos turistas.
—Es que no estamos equipados —aduje. Recorrí las paredes con mi linterna y supe que había sombras más allá del alcance del haz de luz. No quería que Tony se internara en la cueva. No quería que nadie entrara en la cueva.
—Hasta ahora no había sido impedimento —dijo—. Veré si John desea organizar una expedición mañana.
Comenzamos la excavación de la tumba ese mismo día; John y Robin se pusieron a trabajar con palustres y escobillas mientras los hombres continuaban derribando el muro, Cuando el grupo de inspección llegó se abalanzó hasta el lugar para asombrarse ante el esqueleto. Por fin dejamos de trabajar cuando el sol se ocultó.
El viernes por la noche me despertó el sonido de pasos sobre el camino. La choza estaba a oscuras. Barbara respiraba serenamente. Maggie murmuraba algo entre sueños y se revolvía inquieta en su hamaca. Robin dormía plácidamente, como un animalito acurrucado en su madriguera.
No sé qué me despertó: un cambio en el chirriar de los grillos, el ulular de un búho, algo, no lo sé. Pero me senté en la hamaca y miré por la puerta abierta. Me puse de pie y me detuve antes de salir. Sentí el frío del suelo de tierra contra mis pies descalzos.
La luna estaba baja y no había luces encendidas. El cielo era inmenso: una interminable oscuridad salpicada de estrellas y estrellas. Tony aún dormía: la luz de su choza estaba apagada. Un murciélago voló sobre mi cabeza, chillando con excitación y cubriendo fugazmente las estrellas.
Vi que algo se movía en la oscuridad cerca del barril del agua. Miré con atención y se volvió a mover: era una sombra más oscura que la penumbra.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté suavemente, para no despertar a los demás—.
¿Quién anda ahí?
Nadie respondió. Creí saber la respuesta; en la oscuridad me aguardaba una anciana vestida de azul.
Bajo la luz de las estrellas, el mundo era negro y blanco, como una película nocturna por un televisor en blanco y negro. En esas películas, los monstruos viven en las sombras. La heroína siempre sale a investigar y el monstruo siempre la atrapa. Siempre.
Cuando veía las películas de horror por la noche nunca entendí por qué la heroína no iba a dormir y se cubría la cabeza con la sábana hasta el día se siguiente, hasta que el sol saliera y los pájaros trinaran y los vampiros y los lobos regresaran a sus madrigueras. Yo no era ninguna de esas heroínas: podía regresar a mi choza y dormir hasta el amanecer.
Salvo por la incertidumbre que me venía fastidiando desde que vi a esa mujer en el monte; y la sospecha, vaga pero cada vez más tenaz, de que no tardaría en volverme loca como mi madre. Temía a las cosas que no existían. Veía sombras de día, oía ruidos de noche. Sin que lo advirtiera, los puños se me crispaban, como ahora.
Cogí la linterna de la mesa, traspuse la puerta y me dirigí hacia la sombra a paso ligero.
Iba deprisa porque si no me apresuraba, regresaría a la choza y no lograría dormir en toda la noche, oyendo cómo se acercaban los pasos.
La figura que había al lado del tonel no se movió cuando me vio acercarse. Encendí la linterna y la dirigí hacia las sombras; mi madre parpadeó bajo el inesperado resplandor.
Enfundada en su pijama azul, con el cabello desgreñado, descalza, abría y cerraba los ojos como una lechuza. Tenía el rostro desencajado y los ojos inmensos. Posé la mano sobre su hombro y sentí sus huesos frágiles bajo la fina capa de ropa y piel. Temblaba.
—¿Qué haces aquí? —pregunté—. ¿Qué sucede?
—Estoy cuidando a la niña —dijo. Sus ojos se habían apartado de la luz, pero se perdían en el espacio.
—Me asustas —le dije—. No has contestado a mi llamada.
Pero no me escuchaba.
—Alguien debe velar por la niña —insistió—. Es demasiado joven para que la dejen sola. —Me miraba, pero creo que no me veía—. No puedo escapar otra vez.
La rodeé con el brazo y traté de alejarla de la choza. No se movió. Notaba su estremecimiento.
—La vigilaré —dije—. Yo cuidaré de ella.
—Debes tener mucho cuidado —me dijo como ululando—. Es muy obstinada y no quiere marcharse. Pero no está a salvo aquí.
—Tendré cuidado.
—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
—Soy su amiga. Muy buena amiga. —Vacilé, y luego pregunté a media voz—: Dígame... ¿de quién la debo cuidar?
—De la anciana —dijo, parpadeando en la oscuridad—. Vigile a la anciana.
Me dejó que la acompañara hasta su choza por el campamento silencioso. Una vez allí, encendí la vela que había sobre su escritorio. La inmensa cabeza de piedra me observaba desde el rincón mientras ayudaba a mi madre a subir a su hamaca. La cubrí con la sábana que estaba arrollada a los pies de la red. Tenía la piel seca y caliente, y pensé que tal vez estuviera con fiebre. Se revolvía en su sueño. Luego se puso a hablar en maya con gente que yo no veía. La tranquilicé, diciéndole que todo iría bien, y deseé no estar mintiéndole. Me senté a su lado, mientras oía los sonidos de fuera y la cogía de la mano. En cuanto asomó la línea gris del alba por la puerta abierta, soplé la vela y regresé a mi choza. Mi madre dormía serenamente. Apenas me había vestido cuando Barbara se despertó.
—Vamos —le dije—. Salgamos de aquí.
Me miró aún dormida.
—Oye, dame un minuto para que me despierte. Aguardé a que se vistiera y saliera de la hamaca, y caminamos hacia la plaza.
—Pensé que hoy nos quedaríamos por aquí para ver qué encuentra Liz en la tumba —comentó—. Después de todo, es nuestro primer gran hallazgo.
—Sea lo que fuere, seguirá allí el lunes —sostuve—. ¿Prefieres quedarte sin una ducha caliente con tal de verlo un día antes?
—Tienes razón. —Se detuvo ante el tonel del agua y se salpicó el rostro—. De pronto te muestras ansiosa por ir al pueblo sin más. ¿Marcos te ha robado el corazón?
Moví la cabeza, preguntándome qué le podría contar a Barbara.
—Necesito salir de aquí.
—¿Más problemas con Liz?
Asentí.
Estudió mi rostro, y luego se encogió de hombros.
—Supongo que tienes razón. Los secretos de los antiguos mayas no pueden competir con una ducha caliente. Vamos.
Llegamos temprano a la ciudad por la mañana y desayunamos en la mesa de siempre debajo de unos árboles que desprendían flores que al tacto eran como el pelaje de un gato. Emilio llegó con sus hamacas a la hora de siempre, y nos convidó con la habitual ronda de café.
Fue Barbara y no yo la que preguntó por Marcos. Al parecer, estaba ocupado ese día; ciertos asuntos lo mantenían alejado. Emilio se mostraba evasivo, no me miraba. Barbara frunció el ceño, le hizo algunas preguntas en español, y sacudió la cabeza. Terminamos el café en silencio, y entonces Emilio dijo que estaría vendiendo hamacas en el zócalo y que nos vería a la hora de comer.
Una vez que Emilio se marchó, Barbara pidió más café.
—Al parecer, teníamos razón acerca del juego —reflexionó—. ¿Estás bien?
—Sí. Si está ocupado, está ocupado. —Me encogí de hombros—. No importa.
—Puedes dejar de fingir cortesía —sugirió—. Emilio ya no está.
—De verdad no me importa. No cambian las cosas.
Me observó las manos.
—Estás destrozando la servilleta —dijo con lentitud.
Dejé los trozos de papel sobre el mantel de cuadros.
—No debería afectarme. No significa nada para mí. No tiene importancia.
—¡Qué imbécil! —dijo.
Repetí el gesto de indiferencia.
—Nada serio.
—Mira —dijo. Se inclinó y posó su mano sobre la mía—. Sé que no es nada serio. Sé que no te ha roto el corazón ni nada por el estilo. Pero no por eso deja de estar mal. Si quieres, puedes lamentarte.
Bebí el café y contemplé a un mendigo ciego tratando de vender un animal de madera torpemente tallado a una pareja en la mesa de al lado.
—¿Crees que debo mandar a Emilio a paseo?
—¿Por qué? Él no tiene la culpa.
—Como quieras. —Se reclinó en la silla y agregó más azúcar al café—. Tal vez debamos salir de la ciudad hoy. Ir a las ruinas de Uxmal. Ver algo distinto.