Authors: Pat Murphy
—No importa —dijo, cerrando el libro sobre la mesa. La luz de la vela arrojaba sombras en su rostro, que parecía viejo y cansado. Estaba pálida, aunque tal vez fuera por efecto de la luz—. Me alegra que hayas venido. Creo que conociste a la curandera del lugar.
Sacudí la cabeza.
—Me parece que no.
—La anciana —me explicó con paciencia.
Durante un momento me sentí confundida, y luego advertí que se refería a la vieja que estaba en la choza de Salvador.
—Ah, sí, claro. —No podía leer su rostro bajo la tenue luz. Su mano derecha se posaba sobre el escritorio. Jugueteaba con su lápiz: lo hacía rodar hasta que quedaba paralelo al extremo de la mesa y luego lo alineaba en forma distinta; lo observaba con sumo cuidado.
—La curandera te recordaba mejor que tú a ella —dijo como de pasada. Volvió a golpear el lápiz, esta vez con más fuerza, y éste cayó de la mesa, tocó fugazmente sus rodillas y se perdió en las sombras. Entonces contempló mi rostro.
—No te lo he preguntado... ¿qué piensas de la excavación hasta ahora?
—Me gusta hacer el recorrido para inspeccionar —dije con cautela.
—¿Te agrada deambular entre los matorrales y luchar contra los insectos?
—Barbara y yo congeniamos. Estoy contenta de poder ayudarla. —Me encogí de hombros.
—Tal vez debas dejar la excavación por un tiempo —anunció suavemente, casi como si hablara para sus adentros—. Alquila un coche y vete a la costa del Caribe: Isla Mujeres, Playa del Carmen. Hay playas hermosas, se puede bucear... Me encontraré allí contigo apenas termine con esto. —Miraba el suelo reflexivamente, donde había desaparecido el lápiz. Tenía el rostro inmóvil. Era una máscara.
—Me gusta estar aquí —insistí.
—No deberías desperdiciar tus vacaciones enteras entre las malezas —fue su comentario. No me miraba.
—No te comprendo.
Sacó un cigarrillo del paquete que había sobre el escritorio y levantó el farol para encenderlo con la vela. La mano que sostenía el cigarrillo le temblaba, y la luz se reflejaba en sus ojos.
—¿He hecho algo mal? —pregunté con voz trémula.
Giró para mirarme de frente y se inclinó sobre una silla plegable de metal mientras apoyaba los codos en las rodillas. La choza estaba en silencio. El chirriar de los grillos sonaba lejano, al otro lado de la luna. Mi madre, una vez más, quería que yo me marchara.
—La curandera, esa vieja que conociste, cree que eres una bruja —dijo—. Estás en buena compañía: también piensa lo mismo de mí. Tiene más razones para sospechar de mí. Hablo sola y converso con personas que nadie más ve. Ando vagando al amanecer y al anochecer, cuando salen los espíritus. —Me observaba, y en su rostro se dibujaba una extraña sonrisa—. Seguramente habrás notado estas cosas.
Llevé los hombros hacia adelante.
—No pensé nada de eso. Sólo me imaginé que estarías trabajando en tu libro.
—En los Estados Unidos, la gente interpreta estas cosas como excentricidad o, llevadas a un extremo, como locura —dijo mi madre mansamente—. Aquí, es la característica que define a una bruja. De las dos interpretaciones, debo admitir que prefiero la segunda. Las brujas tienen cierto poder. Un loco no es más que un chiflado. —
Inclinó la cabeza a un lado, estudiándome—. ¿Qué opinas?
Me encogí de hombros, incapaz de hablar.
—Supongo que te he dicho que me levanto temprano para ir a conversar con los espíritus. Veo el pasado, te lo había comentado, ¿recuerdas? ¿Qué crees, en este caso?
¿Irás a la costa del Caribe y nos encontraremos allí?
—¿Opinas que debo marcharme porque una vieja piensa que soy una bruja?
—Creo que debes marcharte porque deseo que te vayas. Quiero que estés en otro sitio: en Isla Mujeres, en Los Ángeles, en donde prefieras.
Me encontré poniéndome de pie, con las manos apretadas.
—No me digas lo que tengo que hacer.
Mi madre permaneció como estaba, sosteniendo el cigarrillo suavemente entre los dedos y con la otra mano posada sobre el regazo.
—Es cierto. Renuncié a ese derecho mucho tiempo atrás. Sólo digo qué es lo que quiero. Lo que tú elijas ya es tu responsabilidad. —Apagó el cigarrillo en un cenicero y, mientras lo hacía, me lanzó una larga mirada inquisidora.
—No dejaré que te escapes otra vez —le dije a esa extraña mujer que tenía por madre.
Se humedeció los labios y sacudió la cabeza.
—Sólo quiero que seas cautelosa.
Me marché sin hacer ruido y sin decir adiós. No le dije nada acerca de la mujer del monte.
La linterna arrojaba una pálida luz frente a la choza de Tony. Estaba sentado en su silla, fumando la pipa y bebiendo un gin-tonic sin hielo. Llevaba una bata y pantuflas.
—Te prepararía algo fresco —anunció apenas me senté en la silla—, pero el gin está caliente y todo el hielo lo pusimos ayer alrededor del pie de Felipe y luego olvidamos comprar más. ¿Quieres la bebida sin hielo?
Desistí. Las lágrimas me ardían en los ojos y no quería que echaran a rodar.
—¿Qué te pasa? —Posó su mano sobre mi hombro—. ¿Te encuentras bien?
—Nada malo. —Logré componer una débil sonrisa—. Nada. Es que... —Me encogí de hombros. No tenía la menor idea de qué decirle.
Mantuvo su mano posada sobre mi hombro y me observó con preocupación. Algo debía decir.
Comencé temblorosa:
—¿Alguna vez... has visto que tu vida se caía a pedazos como si de pronto todo y todos en los que confiabas ya no estuvieran? Es como si la tierra se moviera bajo tus pies, como si el mundo girara y una ya no tuviera adonde ir.
Mi voz se quebraba. Crucé los brazos sobre el pecho como para abrigarme. Mis pensamientos eran confusos; traté de aferrar las imágenes fugaces: los ojos azules de Brian estudiando mi rostro mientras me decía que lo nuestro había terminado; el ataúd de mi padre hundiéndose en la tierra; la foto de la familia de mi jefe sobre su escritorio; no poder mirarlo a los ojos. Cuando le dije que renunciaba clavé la mirada en esa instantánea. Y antes de eso, la voz de mi padre que me decía que mamá se había ido.
Que nos había dejado. Fragmentos, piezas sueltas, restos, formando un confuso rompecabezas. Cerré los ojos y continué.
—Una pasa por todo eso y luego siente que las cosas han vuelto a estar bien. Pero a la vez sigue pensando que sucederá nuevamente. Una observa y advierte ciertos signos que sugieren que debajo de la superficie están sucediendo cosas. Y una no sabe qué clase de cosas. Alguien se enfada, y una sabe que desaparecerán para siempre. Todo está demasiado cerca de la superficie...
Sacudí la cabeza. Las palabras habían explotado de pronto. No había sido mi intención decir todo eso.
—No sé cómo hacer que todo vuelva a su cauce —confesé—. No sé cómo dejar de sentirme así. Es una locura, una locura...
Ésa era la otra parte. La gente normal no se sentía como yo. Yo mantenía una barrera entre mi persona y la oscuridad: eso me mantenía sana. Si la barrera se franqueaba, sabía que el mundo podía ser arrastrado en un caudal sangriento de emociones. Lo sabía. Y la gente normal no es así.
Volvía a controlar la respiración. Estaba enfrascando los sentimientos, volviéndolos a poner por detrás de la barrera. Aflojé los puños con deliberación y con las manos abiertas aparté el cabello hacia atrás. Casi le sonreí.
—A veces a uno le responden más de lo esperado...
—Bueno —dijo—. Parece que te sentará bien tomar esto. —Fue hasta el interior y oí el sonido de un líquido en el vaso. Me dio un gin-tonic tibio y regresó a su asiento.
—¿Puedes decirme cómo comenzó todo?
Respiré hondo.
—Liz quiere que me marche de la excavación. Me dijo que me fuera. —Sentí que el rostro se me coloreaba. Me detuve un instante—. No quiero irme.
—¡Qué extraño! Pensaba que te estabas adaptando muy bien. —Frunció el ceño.
—Así pensaba yo.
—¿Qué te dijo?
—Que en su opinión, no debía desperdiciar mis vacaciones aquí.
—Comprendo su punto de vista. Muchos estarían totalmente de acuerdo con ella.
—Dijo... —Vacilé. En cierta forma, no deseaba contarle a Tony lo que mi madre había revelado acerca de ser una bruja—. La curandera, esa anciana, le dijo que yo debía irme.
Tony se reclinó contra el respaldo de la silla, sacudiendo la cabeza.
—Hablaré con ella. Hasta entonces, no la presiones. De nada sirve presionar a Liz. Si lo intentas, se cerrará como una almeja. Yo suelo esperar, y a veces me cuenta sus cosas. Otras veces, no. —Se encogió de hombros—. Tú y tu madre sois dos mujeres muy obstinadas.
—A mí no me incluyas.
—Si no eres obstinada, ¿por qué no estás empaquetando tus cosas para marcharte de aquí? Si no quiere que estés aquí, ¿por qué quedarte? —Se quitó la pipa de la boca e inspeccionó las cenizas. Acercó una cerilla y aspiró hasta que se encendieron. Luego me miró—. Obstinada.
—Estoy preocupada por Liz —confesé entonces.
—¿Por qué razón?
—Habla sola.
—Hace años que lo hace.
—Se levanta al amanecer. No creo que duerma bien.
—Hace años que lo hace. Cuéntame algo nuevo. —Aguardó, chupando su pipa.
No me agradó el timbre de mi voz: débil, delgado, tenso.
—Creo que... ¿no te parece que está loca?
—Creo que todos nosotros estamos locos: vivimos entre los bichos y el polvo, bebemos ginebra caliente, escarbamos cosas que a la mayoría de la gente le importan un rábano.
Lo normal es lo que hacen los demás. Ninguno de nosotros es normal, conque debemos estar locos...
—Yo me refiero a que esté loca de verdad.
Revolvió las cenizas de la pipa con una pajilla.
—Yo me lo pensaría antes de llamar loco a cualquiera. —Su voz tenía cierto matiz duro ahora—. Yo diría que tu madre no está más loca de lo que ha estado durante todos estos años. —Estudió mi rostro—. ¿Qué quieres hacer al respecto? ¿Ponerla al cuidado de los médicos? Es lo que tu padre intentó hacer.
—Tony, lo siento. Estoy... preocupada. No sé qué hacer.
—Ya te lo dije la semana pasada —recordó—. Dale su tiempo. No te apresures a sacar conclusiones. Tómalo con calma. Y te lo vuelvo a repetir. Déjame hablar con ella.
—Pero quiere que me marche.
—Y tú le dijiste que no lo harías. ¿Qué más agregó?
—Dijo que anduviera con cautela.
—Lo cual siempre es un buen consejo. Quédate si lo deseas, pero anda con cautela. Y admite que eres obcecada. No es mala cualidad. Le hablaré de este asunto de tu partida.
Veré qué tiene que decir.
Me observaba las manos. Estaban hechas dos puños sobre mi regazo. Oí que Tony se movía. Posó una de sus manos sobre la mía, y dijo:
—Tómalo con calma. Soy tu amigo.
No le dije nada sobre la anciana del monte.
En general, no confío en los estudiantes. Me traen recuerdos de salas de conferencias colmadas de olor a tiza, de cuadernos con hojas que se arrancan, de jóvenes arrogantes con el aspecto satisfecho y relamido de los lobos en otoño, después de un verano de abundante caza.
Recuerdo las clases vespertinas en el salón atestado. Afuera, la lluvia oscurece los caminos de cemento, bate las hojas y hace crecer en despavoridos remolinos a Strawberry Creek, el arroyo de la universidad. Los estudiantes se adormecen en el sopor del aula.
Sé que no puedo dejar que vean mi verdadero yo, delgado, hambriento y empapado como un gato vagabundo que se acurruca debajo de un coche aparcado para refugiarse un instante de la lluvia. La universidad es mi refugio temporal; para conservar este cargo académico debo despertar a estas bestias somnolientas y enseñarles algo, hacerles pestañear, sacudir sus cabezotas, y buscar respuestas en sus mentes perezosas. Debo insuflar vida en el aire polvoriento.
Dicto mis clases tal como un chamán conjura las fuerzas de los espíritus para que cobren vida. Me esfuerzo: arrojo preguntas como peñascos, zarandeo anécdotas sobre mi cabeza como si fueran bolos, invoco visiones de rituales fúnebres y de ciudades antiguas; doy vueltas, camino, siempre me muevo. Tengo miedo, pero los mantengo a raya, alerta pero cautelosa, algo confundida, siempre en guardia. Nadie se duerme. Conservo mi puesto.
El viernes, día Cib, es representado en los jeroglíficos con una concha, símbolo del renacimiento, del paso por el submundo y del regreso a la luz. No sé qué dios rige este día.
El viernes, la tensión pendía del aire, corría junto a las lagartijas sobre las rocas, susurraba en el viento con los pastos. El cuerpo me dolía, y toda la noche había seguido congestionada y con escalofríos. La fiebre, aunque escasa, me ponía irritable e inquieta.
Al fumar, el pecho me temblaba y el corazón parecía latir demasiado deprisa.
Durante todo el día el viento arrastró el son de los cánticos. En algún lugar del pasado, hombres y mujeres alzaban sus voces con el batir del tambor, el murmullo de las sonajas, y el tronar de las trompetas de cuernos de caracola. No lograba distinguir las palabras.
Buscaba y buscaba, pero no hallaba la fuente de dónde provenía el sonido.
Permanecí en el campamento, bebiendo té caliente con aguardiente y tratando de descansar. Encendía un cigarrillo tras otro, hundiendo el humo en los pulmones como si la nicotina pudiera aliviarme y detener los estremecimientos. Pero éstos no cesaban.
Parecían parte del lugar, como las malezas del monte, o el polvo de las rocas. Por la tarde, deambulé hasta el Templo de las Siete Muñecas. En la plaza cercana al. templo, un grupo de jóvenes decoraba sus escudos con plumas ricamente coloreadas de alguna ave de la selva. No hablaban; trabajaban mudos y sonrientes, preparándose para la guerra.
Por la tarde, Carlos, Maggie, Barbara y Diane se marcharon a Mérida en busca de los dudosos placeres de la ciudad. Sólo Tony, John y Robin se quedaron en el campamento.
Preparamos nuestra cena en el horno del lugar y por primera vez en varios días los alimentos no estuvieron quemados ni excesivamente condimentados. Tomé té con aguardiente, y luego aguardiente sin té. El alcohol me reconfortaba, pero no detenía el temblor. Tony y Robin hablaban de vasijas.
Durante las semanas anteriores, Robin había estado ayudando a Tony en algunos análisis sencillos de cuencos. La joven parecía compartir el interés de éste por el tema: hablaba con contenido entusiasmo del color en la canilla de Munsell y de la dureza en la escala de Mohs, de barnices y composición de los pigmentos, de motivos decorativos y de picos y terminaciones.