Authors: Pat Murphy
Nos montamos en dos vehículos espaciales rojos y dorados, pasamos por sobre el estanque y arrojamos patatas fritas a los estudiantes y, accidentalmente, al padre, quien proseguía valientemente remando, en un vano e inútil intento por llegar hasta la lejana costa.
Vimos patinar a un grupo de estudiantes sobre una pequeña pista de cemento. Marcos compró un globo a un viejo arrugado y me lo obsequió. Barbara y Emilio trataron de vender una hamaca a dos jóvenes norteamericanos.
Al lado del puesto de refrescos, sentadas a una mesita de metal, dos ancianas en huípiles bebían coca-cola y comían patatas fritas. Una jauría de niños ruidosos correteaba por los caminos; los perseguía una mujer que cargaba un bolso demasiado grande.
Cuatro estudiantes paseaban por el sendero con las manos en los bolsillos y los ojos ocultos tras las gafas de sol. Emilio nos compró unos sorbetes fríos y dulces que llevaban semillas de melón desmenuzadas Con el zumo de la fruta. Marcos cogió mi mano pegajosa por el helado y paseamos detrás de los estudiantes, disfrutando el ritmo del día.
El zoológico era pequeño y olía a animales sudorosos, a heno caliente, a estiércol tibio.
A lo lejos, una lechuza pendía del último rincón de su jaula. Era un ave pequeña de plumaje pardusco y delicados penachos en las orejas. Cuando Barbara le aulló suavemente, imitando el sonido que oíamos de noche en el campamento, la lechuza parpadeó, se acomodó las plumas y volvió a cerrar los ojos.
El jaguar paseaba en su jaula; avanzaba tres pasos en una dirección, cruzando un pie por delante del otro, y luego daba tres más para volver, siguiendo una interminable rutina.
Me devolvió la mirada. Marcos se inclinó sobre la baranda a mi lado.
—¿Hay jaguares en el monte? —le pregunté—. No me gustaría toparme con uno de ellos por la noche en el campamento...
Sacudió la cabeza.
—No cerca de Mérida. Ya no. —Rodeó ligeramente mi cintura con su mano—. ¿Tienes miedo de estar sola en el campamento de noche? Regresaré contigo y te protegeré.
Eché a reír.
—Ah, tal vez no haya jaguares en Mérida, pero sí lobos...
—Te entiendo. —Frunció el ceño.
Volví a reír.
—Nada. No tiene importancia. —Vi a Barbara y a Emilio cerca del recinto del camello y nos encaminamos hacia aquella dirección. Aferró mi mano y me empujó nuevamente hacia él. Posó la mano con suavidad sobre mi nombro y me besó fugazmente en los labios.
—No debes reírte de mí cuando no comprendo —advirtió—. Yo no me río de ti cuando eres tú la que no comprende.
Creo que me sonrojé.
—Lo siento —me disculpé—. No quise... —Volvió a besarme, y luego se acercó hacia donde Emilio y Barbara alimentaban con palomitas a los camellos a través de los barrotes.
Cuando regresamos a Parque Hidalgo, el día tocaba a su fin. La cola, que salía del cine se extendía por un lado de la acera, y los vendedores ofrecían globos a la gente que salía por la esquina de la iglesia. Marcos y yo nos sentamos en un banco de cemento para enamorados, a un lado del parque; Emilio y Barbara compartieron otro. Los asientos para enamorados en los parques de Mérida son dos bancos de cemento unidos por una curva en «S»: la persona que se sienta en uno queda mirando a la otra, pero ente ambas se interpone un ancho brazo de cemento. Intimidad y distancia. Seguía con las gafas de sol puestas, y el mundo me parecía oscuro y lejano.
Marcos sostenía mi mano amistosamente y yo observaba a Barbara y a Emilio. Emilio trataba de persuadir a ésta de que se quedara una noche más y que se acostara con él.
Barbara decía que volvería a verlo la semana siguiente. Sabía de qué hablaban porque la conversación se había iniciado en el autobús, mientras regresábamos del parque. Ella reía y desistía moviendo la cabeza.
El calor del día me abrumaba. En la plaza de ladrillo, dos palomas se cortejaban. El macho rodeaba a la hembra, arrullándola e hinchando el plumaje del cuello para que atrapara la luz. La hembra buscaba migajas de pan, indiferente a su reclamo.
Dos pequeñuelos, un varón con vaqueros y camisa azul y una niña con vestido desteñido se acercaron con un ramito de flores. Marcos me compró una y la sujeté detrás de la oreja. La niña sonrió: tenía los dientes sucios y el cabello necesitaba un peine. La palmeé en el hombro, como se palmea a un gatito o a un cachorro, y le di una moneda.
—¿Vendrás el próximo fin de semana? —me preguntó Marcos.
—Seguro —dije—. Creo que sí.
Me estrechó la mano ligeramente.
—A veces —comentó— parece como si estuvieras a gran distancia de aquí. ¿Qué te ocurre en esos momentos?
—Pienso. Nada más. No sabría explicarlo.
Estudió mi rostro y luego se encogió de hombros.
—Sea lo que fuere, no hay problema. Estás en Mérida con nosotros. —Volvió a estrechar mi mano—. Qué bien. Seremos buenos amigos.
Al otro lado del camino, los intentos de Emilio por persuadir a Barbara habían sido interrumpidos por los niños de las flores. Emilio trataba de ahuyentarlos y de proseguir su conversación con Barbara pero el niño no hacía más que sonreír y aparecer nuevamente con las flores. Qué pillos, no paraban de sonreír y de ofrecer las flores, viendo cómo reía Barbara. Finalmente Emilio levantó las manos con impaciencia, compró una flor al varón y sobornó a la pequeña con una moneda.
—No estés tan triste —dijo Marcos—. Volverás en una semana. Una semana pasa volando. —Movió la mano por el aire.
Barbara caminaba hacia mí, haciendo girar una flor blanca entre el pulgar y el índice.
Emilio, derrotado, pero sin perder las esperanzas, andaba a su lado. Barbara y yo partimos en un automóvil perfumado de flores marchitas.
Diane y Barbara regresaron al campamento el domingo por la noche, a toda marcha, una hora después de la puesta de sol. Tony, John y yo estábamos sentados al lado de la choza de Tony cuando apareció el coche. Barbara nos hizo señas y de inmediato trajo una botella de vino tinto que había comprado en Mérida. Insistía en que la compartiéramos entre todos. Se la veía exuberante, feliz de haber ido a Mérida, feliz de regresar. Diane estaba algo más alicaída.
Barbara acercó unas sillas plegables, bebimos el vino y escuchamos lo relatos de Barbara sobre cómo vendía hamacas a los turistas. El vino era demasiado dulce. Diane habló muy poco, y me encontré viendo el movimiento de las sombras. La mujer que bailaba no regresó. Me sentía inquieta y fuera de lugar. Me disculpé después de terminar un vaso de vino y me marché sola al cenote.
Acaricié el amuleto que llevaba en el bolsillo. Tony me había regalado la moneda el mismo día que me confesó su amor por mí. No recuerdo qué fue lo que le dije. Tengo mejor memoria para lo que dicen los demás que para mis propias palabras.
Regresábamos a casa después de haber ido al cine. Tony había insistido en llevarme. Me dijo que estaba trabajando demasiado, que necesitaba distraerme un poco. Cuando llegamos a mi apartamento, extrajo de su bolsillo una caja azul oscuro y me la dio.
—Te he comprado un obsequio —dijo—. ¿Te das cuenta —prosiguió, mientras yo la abría— de que significas mucho para mí? —Era tímido y algo torpe.
Recuerdo que al abrir la caja esperaba que saltara una serpiente de goma, o que sonara una campanilla chillona, o cualquier cosa que indicara que se trataba de una broma. La moneda resplandeció bajo la luz.
—Te amo, Liz. ¿Sabes? —declaró Tony lentamente.
Lo sabía, aunque no lo había querido admitir hasta entonces. Dije, creo que dije «no quiero nada de esto. Lo siento». Creo que le tendí la moneda, esperando que la guardara.
Cogió mi mano y la posó suavemente sobre el obsequio. Permaneció así un instante.
—Piénsalo —sugirió. Dio la vuelta y se marchó, dejando la moneda en mi mano.
Recuerdo haberme quedado sentada en el apartamento. No encendí la lámpara. La luz de la calle me permitía distinguir el contorno difuso de los muebles. No quería más luz que la que se filtraba a través de las persianas. Lo que le había respondido a Tony era verdad: no podía amarlo. Había ocluido esa parte de mí que sabía cómo amar. Quedaba muy cerca de la parte que sabía cómo odiar, que se erigía en el centro de la locura. Lo había ocluido todo, dejando en su lugar un sitio muerto, un sitio donde nada dolía porque no había sensibilidad. Había cortado los vínculos, había cauterizado la herida. Me senté a la pálida luz, en un horrible apartamento que necesitaba pintura. Traté de contactar con el punto muerto, de pensar en Roben, de pensar en el dolor de la locura. Nada.
No creo que hubiera llorado. No recuerdo haber llorado. Sí recuerdo haberme dado una ducha y dejar que el agua tibia corriera por mi cuerpo. Pensé: siento el agua, de modo que debo de estar viva. Pero el agua no llegaba hasta esa parte de mí que yo había cercenado.
Tony y yo seguimos siendo amigos, muy buenos, amigos. Traté de devolverle la moneda, pero insistió en que me quedara con ella. Cada tanto salíamos a cenar juntos, a almorzar juntos. Con el tiempo me comentó que estaba saliendo con Hilde, una de las secretarias que trabajaban en el departamento.
El cenote estaba silencioso y oscuro. Me detuve en el borde del estanque y sostuve la moneda ligeramente en la mano. Algo se agitaba en mi mente, algo que no quería examinar de cerca. Sentimientos que había enterrado mucho tiempo atrás se asomaban a la superficie. Di vueltas a la moneda en la mano una y otra vez.
Oí un crujido de telas a mis espaldas. Zuhuy-kak dio un paso a mi lado, sonriendo a la luz de la luna.
—Ah, conque estás aquí —dijo—. Está bien: éste es tu lugar. Le devolví la sonrisa.
Verla me ayudaba a calmar mi inquietud. Ése era mi lugar. Siempre lo había pensado.
—Vine a decirte que se acerca un día de mala suerte —vaticinó—. El día Ix, dentro de tres días, no será favorable. Lo rige el dios jaguar, que no desea que la diosa regrese al poder. Debes ofrendar a la diosa para que tenga más fuerza y te pueda ayudar contra sus enemigos.
—¿Qué puedo ofrecer?
—Algo que valores.
Zuhuy-kak observaba la moneda y cerré mi mano para ocultarla. Vi de pronto la imagen de la moneda arqueándose en los aires, atrapando la luz de la luna antes de hundirse en la negrura del agua.
—Dudas —observó.
—Sí —confesé—. Pensaba que jamás me has dicho qué encontraremos cuando terminemos de cavar.
Frunció el ceño.
—Te preguntabas si el resultado valdría el sacrificio. No puedes regatear con los dioses.
—En estas cosas pensamos de modo distinto. —Me encogí de hombros.
—¿Qué quieres hallar, Ix Zacbeliz?
Cavilé un instante. Tony y yo hablábamos sobre las máscaras de jade y el oro, pero no eran más que bromas. ¿Qué quería? ¿Una tumba que nos diera más conocimientos sobre los rituales religiosos? ¿Murales como los de las cuevas de Bonampak?
—Sé lo que quieres —aseguró Zuhuy-kak con lentitud—. Puedo decírtelo. Quieres poder. Eso es lo que encontrarás cuando llegues al final. Encontrarás el poder de la diosa.
Yo daba vueltas a la moneda en mi mano.
—Debes hacer un sacrificio para obtener el favor de la diosa. Has de ofrendar con sincera disposición.
Sostuve la moneda, reacia a dejarla ir. La iluminó la luz de la luna y brilló en mi mano.
Un sonido procedente del camino me distrajo. La voz de mi hija.
—¿Quién anda ahí? —Me volví hacia ella, resbalé en la roca, comencé a caer y moví los brazos para recuperar el equilibrio. La mano se abrió y la moneda se escurrió entre mis dedos. La oí golpear la roca, deslizarse y caer chapoteando sobre las aguas. Se había perdido.
—¿Quién anda ahí? —gritaba Diane. Mi hija se había detenido en la oscuridad, donde el camino terminaba al borde del estanque. Estaba sola—. ¿Quién es?
Caminé alrededor del cenote hasta llegar a su lado.
—¿Qué haces aquí? —Mi voz sonó algo tensa, y luché por controlarla—. Es tarde para andar vagando por aquí.
Se encogió de hombros.
—Pensé en darme un baño —explicó—. Creí que tal vez me ayudaría a dormir.
—El agua debe de estar fría. —Quedé de pie con las manos en los bolsillos vacíos, mirando el cenote.
—¿Qué hacías aquí? —preguntó Diane dubitativa.
—Pensaba —repliqué—. Es un sitio más fresco. Y más silencioso.
—Siento interrumpirte —dijo rápidamente—. No sabía que...
—Está bien —le dije—. No te preocupes. —A la luz de la luna sus ojos parecían tan grandes como los de una niña—. Ya regresaba al campamento.
—Ah —replicó con un dejo de alivio. Dio la vuelta, inclinándose ante el cenote para probar el agua con la mano.
Y de pronto, sin saber por qué tuve miedo de dejarla sola.
—Te esperaré —propuse—. Iré contigo hasta el campamento.
Frunció el ceño, intrigada.
—No hace falta. Puedo volver sola.
—No. Me quedaré. De todas formas quisiera quedarme un rato más —insistí.
Se encogió de hombros.
—Si eso es lo que quieres...
Se zambulló, e hizo añicos la luna de plata que flotaba sobre la superficie del estanque.
La luz de la luna ondeó a su alrededor. Creo que abrevió su baño porque yo me encontraba allí. Se hundió una o dos veces bajo la negra superficie, dio unas lentas brazadas hacia el otro extremo del estanque y regresó.
Al caminar por el sendero oscuro al lado de mi hija, comprendí que ella me atemorizaba. No estoy acostumbrada a cuidar de nadie. La brisa soplaba y creí oír risas en las ramas que se cernían sobre nosotras.
Esa noche soñé con la ciudad de Dzibilchaltún antes de que llegaran los ahnunob.
En el sueño, caminaba hacia el norte por el sacbe que partía desde las afueras hasta el centro de la ciudad. Ésta estaba silenciosa y en calma. La mayoría de las casas se hallaban vacías, pero la deserción parecía eventual. Podía ver las chozas a través de los portales abiertos. En una de ellas, una anciana cuidaba un fuego y agitaba un cuenco de atole. En otra lloraba un niño, y el sonido era tenue y solitario como el rasguido de una uña sobre la pizarra de la escuela una hora después del término de las clases. En un solar vi altos cántaros, elegantemente pintados de negro y rojo. Una mujer corría por el sacbe, mirando con cautela sobre su hombro. Vi a un hombre tendido en una hamaca, y una mujer sentada a su lado, con la cabeza inclinada, le mecía como si fuera un niño.
Estimé que la fecha del sueño sería alrededor del año 900, poco antes de la invasión tolteca.