Authors: Pat Murphy
—¿Estás bien? —le pregunté. Asintió—. Bienvenida al romance de la arqueología — fueron mis palabras.
«Nada hay de malo en tener miedo. Cuando uno teme, ve las cosas de otro modo.»
CARLOS CASTANEDA,
Las enseñanzas de Don Juan
Mi madre fumaba un cigarrillo tras otro. Desde comienzos de la semana se la veía de mal humor, pero desde la caída de la estela su talante era peor todavía. Tony bebía.
Maggie y Carlos trataban de persuadir a John y a Robin de que jugaran a las cartas con ellos. El aire estaba pesado e inmóvil.
—¿Quieres ir a darte un baño? —preguntó Barbara. Hice un gesto indiferente y la seguí hasta la choza para buscar los trajes de baño. Nos dirigimos al cenote. Apenas nos perdimos de vista me sonrió.
—Tengo algo que ofrecerte —dijo—. Un regalo de Emilio. —Sacó un cigarrillo de marihuana del bolsillo, lo balanceó delicadamente bajo mi nariz y lo condujo de nuevo al bolsillo—. Creo que necesitamos relajarnos un poco.
—Tal vez tengas razón.
En el borde del estanque se detuvo.
—¿Nadamos primero o fumamos?
—Fumemos.
Nos apartamos del camino y dimos la vuelta al cenote hasta una roca elevada desde la cual le gustaba zambullirse a Carlos. Si llegaba de improviso alguien del campamento podríamos huir, siguiendo el camino hacia la excavación de la tumba. Barbara lo encendió y dio la primera calada, cerrando los ojos y aspirando hondo el humo. Tomé la colilla e inhalé, luchando contra el impulso de sacar el humo, tragándolo y reteniéndolo en los pulmones.
—Emilio dijo que pensáramos en él cuando lo fumáramos —dijo Barbara, sosteniendo el cigarrillo—. Será un gratísimo recuerdo.
Asentí. Con la segunda calada el mundo comenzó a aflojar sus contornos. El aire era más fresco, y los murciélagos barrían la superficie del agua.
—Emilio es un buen hombre. Mi estima por él ha crecido inmensamente.
Acepté el cigarrillo y la miré.
—¿Te acostarás con él?
Se encogió de hombros, recostándose sobre las manos y observando el agua.
—No lo sé. No me importaría, pero tengo la sensación de que está ejecutando alguna variación de un juego que conozco. Creo que le gustaré más si no me acuesto con él. — Hizo otro gesto de indiferencia—. Seguiré mi intuición. ¿Y tú? ¿Te gusta el jugador de baloncesto?
—A veces. Pero sé lo que has querido decir acerca del juego. Las reglas son distintas.
Durante un momento nos sentamos en amigable silencio, intercambiando caladas. Por el cenote se extendían largas sombras. La superficie estaba serena, y sólo la quebraba el posarse de algún insecto o el salto de algún pez. Barbara sacó un clip de su bolsillo y lo dobló para formar una primitiva boquilla. Terminamos de fumar lo que quedaba.
—Vamos a bañarnos —sugirió Barbara.
El agua estaba fría y di varias brazadas lentas, observando el juego de la última luz del sol sobre el tenue oleaje del cenote. Floté de espaldas, mirando el azul profundo del cielo.
Me relajé y mis pensamientos fueron a la deriva. En un extremo del estanque, a un metro por debajo de la pared rocosa, sobresalía la punta de una piedra. Descansé allí un momento, sobre la saliente sumergida con la cabeza fuera del agua y las rodillas contra el cuerpo. Al otro lado del camino, sobre el montículo, brilló la última luz del día. Aquí y allá vi restos de los relieves de las rocas. Me pregunté qué aspecto habría tenido el templo antes de que las piedras se tumbaran y de que los árboles lo invadieran. Estudié la colina y dibujé la imagen en mi mente: tres portales, uno al lado del otro, en una edificación rectangular.
Barbara se me acercó.
—¿Qué miras?
Moví la cabeza hacia la colina.
—Esa pila de rocas. Liz me dijo la semana pasada que uno puede elegir ver el pasado.
Lo estoy intentando.
—Liz puede ser una persona muy extraña —dijo Barbara. Se sentó sobre el saliente, sacó los dedos de los pies a la superficie del agua y los observó solemnemente.
—Sí.
—Regresaré al campamento antes de que los dedos queden convertidos en uvas pasas. Aún debo escribir el informe de investigación de hoy —anunció.
—¿En tu estado?
—Probablemente salga mejor que los que he escrito en estado de sobriedad. Me siento inspirada.
—Me quedaré un rato más. Te veré allí luego.
Nadó lánguidamente hasta el extremo opuesto y se vistió.
—Si no regresas pronto, enviaré de inmediato una partida en tu búsqueda —me gritó.
La despedí con un gesto y se encaminó al campamento. Regresé a mis cavilaciones de la colina rocosa, y la imagen mental cobró nitidez. Sobre las puertas, la pared era un intrincado enrejado de piedra, que se alzaba a gran altura del cenote. Las piedras que rodeaban las puertas estaban talladas con jeroglíficos y formaban una maraña de formas, rostros y símbolos extraños, pintados de rojos y azules brillantes. Justo por encima de la puerta principal asomaba una piedra curva; poco más arriba del muro, dos huecos oscuros hechos entre los grabados flanqueaban la piedra: el portal parecía una boca cavernosa en una inmensa cara de prolongada nariz. Una escalera escarpada conducía desde la boca hasta el borde del estanque, y las piedras de la escalinata formaban una trama de símbolos indescriptibles, pintados y grabados.
Me recliné en el agua, parpadeando en la ladera y reteniendo la imagen en mi mente.
Aún estaba cansada, como un resquicio de las noches de insomnio en Los Ángeles. El cigarrillo me había apaciguado. Oía el latido de mi corazón, firme como un tambor. Me relajé, casi adormecida, pero todavía sentía la roca debajo de mi cuerpo y el agua a mi alrededor. Escuché los grillos del monte y su chirriar parecía ir y venir, siguiendo el ritmo de mi corazón. El tono del chirrido de los grillos parecía cambiar a medida que lo oía, tornarse más áspero, como el rasguido de las bolas dentro de una sonaja.
De pronto sentí miedo. Olí humo en el aire, una esencia acre como la de la resina quemada. Tenía los ojos cerrados y temí abrirlos, por lo que pudiera ver.
Temblé y los abrí por fin. En un instante vi un templo al final del estanque, con tantos detalles como los que había imaginado. Sobre los escalones, una figura vestida de azul me observaba. Entonces, sólo quedaron las rocas, la luz, y las sombras. El templo había desaparecido.
El sol casi ya no se veía. Un murciélago voló sobre mi cabeza en errática trayectoria.
Me estremecí nuevamente, salí del agua y me vestí. Regresé al campamento atravesando la oscuridad allí donde los árboles arrojaban sombras sobre el camino. Conocía la senda de tanto ir a bañarme, pero esta vez parecía distinta: los árboles se echaban sobre ella, y la superficie parecía más escabrosa; los ruidos del monte resultaban más fuertes; me afligía no saber qué animales se arrastraban entre las malezas. Algo se movió en el límite de mi campo visual. Giré la cabeza. Nada. Tal vez un pájaro que volaba. De nuevo vi un movimiento en el extremo del ojo. Otra vez, nada. Tal vez la sombra de alguna rama que se mecía. Me apresuré hasta la choza de Salvador, donde la luz del farol espantara las sombras. Corrí al llegar a los árboles linderos y casi tropiezo con Teresa.
La pequeña estaba en cuclillas bajo la honda sombra al lado del muro del jardín, jugando con un gatito negro. Éste se acercó a saludarme, maulló lastimero y me incliné a acariciarlo. Teresa se puso de pie contra la pared; con una mano se tapaba la boca, y con la otra agarraba el dobladillo del vestido. El aire era cálido y pesado. Ya me sentía nuevamente polvorienta y pegajosa. Tenía la boca seca.
—¿Cómo se llama el gato? —le pregunté a Teresa. Al menos es lo que quise preguntarle. Creo que dije algo así en español.
No respondió. Me observaba con sus ojos castaños y redondos, como si fuera peligrosa y a la vez fascinante.
—¿El gato te comió la lengua? —dije en inglés.
Pero seguía sin hablar. El gatito ronroneaba, y bajo mi mano sentía su ruido firme y desesperado. Sonreía a Teresa, y advertí en su expresión el reflejo del pánico que yo había sentido en el cenote. Creo que quería huir corriendo al patio, pero que me encontraba intrigante.
—¿Qué tal? —pregunté en las dos lenguas.
El crujido de una puerta que se abría la hizo desaparecer por la cerca hasta el follaje del patio. Una anciana avanzaba por el portal de la casa de Salvador. María venía tras ella, hablaba rápidamente en maya, y sus manos se unían en súplica. Salvador seguía a las dos mujeres, sin decir palabra. Permanecí en mi lugar, acariciando al gato y escuchando su ronroneo.
La cerca estaba a mi lado. La anciana se detuvo en mitad del camino y exclamó algo en maya bruscamente. Levanté la mirada hacia ella y le sonreí, pero no me devolvió la sonrisa. Me habló en español y frunció el ceño al ver que no le respondía. María musitó algo, y la vieja sacudió la cabeza. Golpeó el suelo con su bastón dos veces, en un gesto de ira.
—No comprendo, lo siento —le dije—. No comprendo —repetí en español.
María se apresuró a persignarse, sin quitar la mirada de mí. La mujer se inclinó. Aferró mi brazo y miró mi rostro con detenimiento como si quisiera recordarlo luego. Su aliento olía a pimientos. Me aparté, sorprendida, pero su mano me detuvo. Traté de sonreír.
—¿Qué quiere usted? —inquirí en inglés.
Sacudió la cabeza, soltó mi brazo y retomó su camino hacia la plaza. Salvador me observó y siguió a la mujer. María se refugió en su hogar. Quedé de pie, viendo alejarse a Salvador y a la anciana. El gatito se restregaba contra mis piernas, mirándome expectante. Noté que me sostenía el brazo allí donde la mujer lo había apresado como si quisiera detener la sangre de una herida. Exhalé el aire en una ráfaga.
Durante un rato permanecí donde estaba, nada dispuesta a seguir a la mujer y a Salvador por el camino que conducía a la plaza. Tenía el cabello erizado en la nuca, y eché un vistazo a la choza de Salvador. María estaba de pie a la entrada, con los brazos cruzados, observándome. Di la vuelta, tambaleándome ligeramente. Tomé otro camino, que nunca había seguido, y me alejé de su casa.
Me sentía inquieta y extraña. No había ocurrido nada: me lo recordaba una y otra vez a mí misma. Sólo una alucinación inducida por la droga. Un sueño, una vieja mujer maya, realmente nada. Pero las sombras que me cercaban parecían más intensas, y yo seguía tocándome el brazo con la mano allí donde la anciana había posado la suya. Deseé haber podido comprender lo que me decía.
El sendero se abría a través del monte hasta un camino de tierra que bordeaba el campo de henequén. A mi izquierda se extendía el campo: kilómetros y kilómetros de espinos. El sol se había puesto y la luna se elevaba. Bajo su luz, las plantas de henequén arrojaban sombras deformes. Cada planta formaba una maraña oscura a su lado, como una negra red de sombras capaz de atrapar al primer tonto que se aventurara a atravesarlas. El camino de tierra estaba libre de plantas y caminé por el centro entre las huellas de las ruedas.
A mi derecha crecía el monte. La vegetación que bordeaba el camino no superaba mi altura. Más allá, tal vez a quince metros del sendero, largos árboles tendían al cielo sus secas ramas. El viento hacía estremecer las hojas, pero no era tan fuerte como para agitar las ramas.
Cuando estaba en los primeros años de bachillerato, mi padre me envió un mes de campamento durante el verano. Recuerdo haber regresado por la noche entre los árboles, desde el fogón hasta mi tienda. Siempre procuraba ir por el camino, porque era seguro; estaba señalado. Los árboles que había por detrás eran desconocidos, inundados de sonidos extraños. Pero por otro lado, me fascinaban. Por la noche hallaba excusas para echar a andar a un lado del camino, y cada vez que lograba atravesar el bosque ilesa sentía haber logrado una tarea imponente.
Jamás sabía a ciencia cierta qué era el peligro. Nada en especial: no temía a los animales salvajes ni a los asesinos. Nunca lo esclarecí por completo, pero creo que lo más parecido que sentí fue la sensación de desaparecer si me apartaba del camino, la de confundirme con las sombras y ya no estar. La oscuridad me atraía y me repelía, y yo avanzaba por la línea delgada, sin jamás alejarme de la senda.
Mis pasos resonaban. Oí un búho en algún árbol. Caminé con las manos en los bolsillos, sabiendo que una vez más paseaba por una línea delgada.
La mujer avanzó desde la sombra del monte. Por un momento pensé que se trataba de la misma anciana que me había tocado el brazo. Pero no era la misma. Esta iba vestida de azul y me sonreía, mostrando unos dientes torcidos. La cabeza parecía mal formada, aunque tal vez fuera la forma en que llevaba arreglado el cabello. Reconocí su rostro: era el que había visto en la cabeza de piedra, el rostro de la madonna en la catedral de Mérida. Retrocedí.
Su sonrisa se abrió más y me extendió la mano como para darme la bienvenida. Di otro paso atrás, hacia el campamento.
Dijo algo en un lenguaje que no comprendí, y se echó a reír. Fue como el rugido de las hojas secas frotándose unas con otras. Mis manos, aún en los bolsillos, temblaban. Las retiré de allí y las comprimí para que el temblor cesara. Di la vuelta y me apresuré hacia el campamento, perseguida por el sonido de su risa.
¿Qué era lo que había dicho mi madre en una de nuestras caminatas matinales? Al amanecer y al crepúsculo las sombras revelan secretos. Yo estaba corriendo, y no sabía por qué. Probablemente ella sólo fuera una mujer de la hacienda o tal vez alguna conocida de la que acompañaba a María. Probablemente le diría a María que se había encontrado con esta gringa dando vueltas por el monte y que le había dado un susto mortal. Debo haber imaginado que su rostro me era familiar. La luz tenue juega malas pasadas.
Ya había llegado a la choza de Salvador cuando vi la luz de una linterna haciendo señales por el camino que conducía al cenote.
—¿Quién es? —grité, con voz algo temblorosa.
—Oye —respondió Barbara—. Me estaba preguntando qué pasaba conmigo. —Se acercó a mí y me alumbró con la linterna. Apoyó la mano sobre mi hombro y me preguntó—: ¿Qué te ocurre? No te encuentro muy bien.
—Nada. Salí a dar un paseo y me perdí en la oscuridad. Eso es todo —Me encogí de hombros—. Es algo siniestro ir sola por la noche. Eso es todo. —No mencione a la anciana. No quería sentirme más tonta, regresemos al campamento.