La mujer que caía (18 page)

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Authors: Pat Murphy

Atrás, un pequeño hacía cuentas en un cuaderno escolar.

Alrededor del recinto deambulaban algunos turistas. Vacilé apenas puse el pie adentro.

Me sentía incómoda; no era la inquietud que uno siempre experimenta al entrar en una iglesia desconocida; era cierto rechazo a acercarme a la figura de Cristo. Pero Barbara ya había comenzado a andar por una de las naves laterales, y la seguí.

Sobre las paredes de piedra blanca se veían placas que representaban los sufrimientos y la muerte de Cristo. No me detuve a contemplarlas. Recordé la observación de mi madre de que el Cristianismo era una religión de sacrificios humanos y me sentí obligada a darle la razón. A mitad de la nave hice una gran pausa para observar una estatua elaboradamente ornamentada de la virgen María. Sobre una mesa pequeña emplazada ante la estatua ardían unas cuantas velas, y el aire estaba cálido y cargado de aroma a incienso y a cera derretida. La luz de las velas titilaba sobre los ropajes de madera tallada de la virgen María.

Las manos de María se extendían generosas; su boca se curvaba apenas en una sonrisa. Pero en su expresión había algo que no encajaba. El artista que había pintado los rasgos había dado a su piel un tinte varios tonos más oscuro que el habitual blanco pálido. Los ojos eran oscuros, capturaban las sombras. Carecía de la delicadeza que había visto en otras representaciones de la Madonna; los rasgos parecían más indios que españoles. Parecía mayor que la célebre doncella María. Mayor y más sabia. Su sonrisa delataba cierto saber.

La luz de las velas arrojaba sombras espiraladas sobre sus mejillas, y la frente resultaba curiosamente aplanada. Ahora sentía el incienso con más nitidez: era un olor intenso y resinoso, como el del pino al arder. El mismo aroma que había notado esa noche en la choza de mi madre. La Madonna me observaba desde las sombras. Se había rodeado de penumbra y las velas no bastaban para que la viera con claridad. La reconocí entonces: era el mismo rostro que el de la estatua de piedra que me había mostrado mi madre en su choza.

Me sentí mareada y el estómago me dio vueltas. Aparté la mirada del rostro, di un paso atrás y me apoyé en el extremo de uno de los bancos para no caer. Cerré los ojos y aguardé a que pasara la náusea.

Los abrí sólo cuando volví a sentir el suelo firme bajo mis pies. La Madonna miraba por encima de mi cabeza, y su expresión irradiaba una aceptación benigna. No me observaba. Ese rincón de la catedral estaba tan bien iluminado como el resto.

Me apresuré a unirme a Barbara al otro lado de la iglesia. Se encaminaba hacia la puerta. Cuando salimos al sol me sentí inmediatamente mejor. Puse otra moneda en la mano de la mujer y recibí su bendición una vez más.

—Estás pálida —dijo Barbara—. ¿Te encuentras bien?

—Me mareé un poco adentro. Fue sólo un minuto.

—¿El contacto con los turistas?

—Tal vez. Ya me siento mejor.

—Te repondrás después de una siesta.

El aire de nuestra habitación estaba cargado, pero más fresco que fuera. Barbara puso el ventilador a alta velocidad, se deshizo de la ropa y se arrojó a la cama.

—La siesta... —exclamó, me dio la espalda y cayó dormida de inmediato.

Permanecí despierta mucho rato, viendo girar las paletas del ventilador, y oyendo la rítmica respiración de Barbara.

Notas para Ciudad de las Piedras,
de Elizabeth Butler

Hoy es sábado, 17 de marzo de 1984, según nuestro registro del tiempo. Una simple serie de números que designa el día pero sin otorgarle valor especial ni poder en particular.

Según el sistema maya de datación ese día tiene asignado un número y un nombre en el tzolkin, o almanaque sagrado, y un número distinto y un nombre diferente en el haab, o año vago. En el período largo, el sistema cronológico empleado en las estelas, esta fecha se escribiría 12 baktunes, 18 katunes, 10 tunes, 13 uinales y 15 kines, lo cual designa que hoy es el número 1.861.475 desde el punto inicial a partir del cual los mayas cuentan el tiempo. Según los cálculos mayas, cada uno de estos números y nombres posee un significado e importancia.

El tzolkin y el haab son parte de un sistema de ciclos entrelazados que los eruditos modernos conocen como Calendario Circular. El haab es un ciclo de 365 días; dieciocho meses de veinte días y un mes de cinco días malignos al final. El tzolkin es un ciclo de 260 días: trece meses de veinte días. Los dos ciclos están entrelazados: se puede pensar en ellos como dos grandes ruedas dentadas, una de 260 dientes y otra de 365. Cuando gira una rueda, también la otra lo hace. Cada cincuenta y dos años vagos, ambos ciclos comienzan un nuevo año en el mismo momento.

Éste es uno de los sistemas para contar el transcurso del tiempo. El otro es el período largo, según el cual se cuenta a partir de una fecha establecida mucho tiempo atrás.

Nuestra notación del año 1984 indica el número de años que han pasado desde el nacimiento de Cristo: un período de mil años, nueve siglos de cien años, ocho décadas de diez años, y cuatro años de 365 días. El período largo indica cuántos días han transcurrido desde el comienzo de la cuenta que los mayas hacen del tiempo, y según ella se anota el paso de baktunes, o períodos de 144.000 días; de katunes, o períodos de 7.200 días; de tunes, o años de 360 días; de uinales, o períodos de 20 días, y de kines, o días.

Todo esto es importante, pero la esencia de la cuestión reside en el poder de los días, no en los métodos empleados para calcularlos o registrarlos. Muchos años atrás, aprendí la importancia de estos números y nombres gracias a una mujer marchita con un pie deforme quien, por razones que jamás determiné, se había trasladado desde una aldea montañosa a la ciudad de Mérida.

Estaba regateando hierbas en el mercado cuando la conocí: me miró con ojos agudos y brillantes y le comentó a la vendedora lo mal que yo estaba comprando, tras lo cual acotó que las gringas no sabían ir de compras. Hablaba en maya y yo, pegajosa y cansada de una larga jornada de compras, le contesté en la misma lengua, diciendo que estaría muy contenta de aprender a hacer bien las compras si alguien se ofreciera a enseñarme. Me sonrió y me hizo un gesto.

Durante una hora la acompañé de puesto en puesto. Me enseñó a sacudir el dedo para mostrar falta de interés, me dijo cuándo regatear por un precio mejor, cuándo ceder un poco, cuándo alejarse, cuándo bromear. Los tenderos nos miraban con asombro: una norteamericana y una vieja maya; pero nadie hacía comentarios. Al final le di las gracias y le compré una coca-cola, que bebió con gran entusiasmo.

Una semana después de mi travesía por el mercado la volví a encontrar. Esta vez a última hora de la tarde y estaba en el zócalo, sentada sola sobre un banco verde en el lado oeste de la plaza. Me detuvo, haciendo señas. Había estado bebiendo aguardiente... para calmar el dolor, según dijo. No sé qué es lo que le dolía, no me lo quiso decir. Me preguntó la hora y el día. Le di la información y me aferró la muñeca con tal fiereza que sus uñas se me clavaron en la piel. Le pregunté qué sucedía, pero sus respuestas parecían sin sentido. Quería hablarme del tiempo. Explicó que ése era el último día de un año malo; estaba desencajada, mas no pude averiguar la causa de su agitación.

Le compré otra botella de aguardiente. El dolor parecía real, y ésa fue la única ayuda que me permitió brindarle. Mientras bebía comenzó a balbucir, a recitar algo.

—Imix, él es el primero: monstruo de la tierra, cabeza de dragón, raíz de todo. Rige el maíz; muy buen día para sembrar. Ik, él es el segundo y trae los vientos: muy buen día.

Akbal es oscuro, un jaguar al acecho que devora el sol. Vive en el oeste, donde bebe las aguas oscuras, y las lluvias que ocasiona no son nada buenas. Mata el maíz. Ofréndale bebida y no siembres ese día.

Mientras prosiguió advertí que los nombres que citaba, alabando a uno y aleñando contra el otro, eran los de los días del tzolkin.

—Ben es el señor del maíz, buen día para la siembra. Ofréndale atole, hecho de las mejores mazorcas. Oc lleva la cabeza de un perro; trae lluvias tristes que hacen que el maíz se pudra en la tierra y causa enfermedades a los niños. Cauac lleva la cabeza del dragón; causa el trueno y las lluvias violentas. —Sacudió la cabeza, tomó un gran sorbo de aire y me aferró la mano con más fuerza, aún. Me observaba con locura pero no creo que me estuviese viendo a mí en realidad. Recitaba el almanaque de los días para un aprendiz, para una hija, para un hijo, para alguien que lo aprendiera y se beneficiara con este conocimiento—. Los conoces, ¿verdad?

—Sí, abuela —la tranquilicé—. Los conozco.

—Está Larmat, el señor de la gran estrella que se eleva con el sol. Muluc: a él dale jade y la lluvia que vendrá favorecerá el maíz. ¡Debes recordar estas cosas!

Estrechó mi mano con fuerza entre las de ella y me arrojó a la cara el aliento aguardentoso. A nuestro alrededor, la plaza estaba en silencio. Los amantes y haraganes preferían el otro extremo, cerca de la cafetería que vendía helados, dulces de fruta.

—Debes conocerlos a todos: Etz'nab es el señor del sacrificio; lleva una afilada hoja de obsidiana. Degüella un pavo en su nombre; haz un banquete para él.

La Luna estaba alta. Su luz pálida se filtraba entre las hojas de los árboles moteando los senderos de cemento que surcaban la plaza. En algún lugar al otro lado, un guitarrista tocaba una balada, sin duda para los amantes, que en cambio querrían que los dejasen en paz. La mujer miró la Luna como si nunca antes la hubiese visto.

—Y debes conocer el día llamado Men, gobernado por la vieja diosa de la luna, Ix Chebel Yax. Es una embustera: trae inundaciones y arcoiris; curación y destrucción.

Ayuda a las parturientas, causa dolor de estómago a los niños, embauca a los locos, da sueño a los cansados, enrolla los hilos de las tejedoras. En su día se puede adivinar la suerte, mas no es de fiar.

—Descansa, abuela —le dije a la mujer, apoyando mi mano sobre las suyas—. Lo recordaré. Pero ahora debes ir a casa. Déjame llevarte.

—No importa —insistió. Su voz era más suave esta vez—. Hoy es el último de los cinco días nefastos. Cimi es oscuro y mortal; conoce a Ah Puch. Cuando se acerca a ti, jamás lo oyes llegar; sus plumas no hacen ruido. Ese día debes quemar con incienso la sangre de un pavo.

—Sí, abuela. Pero ahora te llevaré a casa.

—Moriré esta noche —vaticinó, poniéndose de pie como una niña obediente mientras la arrastraba del brazo—. Es el fin del año malo; los ciclos han regresado al lugar donde estaban cuando nací. El año ha concluido y Cimi ha venido a buscarme.

Me siguió hasta la curva y detuve un taxi. Aparentemente había terminado de recitar los días; estaba en silencio, condescendiente. Me dio su dirección y le pedí al taxista que la llevara; le di una propina para que la acompañara hasta la puerta. Quedé de pie bajo la luna llena, escuchando la serenata a lo lejos. Las uñas de la anciana habían dejado marcas al lado de las viejas cicatrices de mi muñeca derecha. Las froté ociosamente y observé alejarse el taxi.

El día siguiente, que denominaba domingo a falta de un nombre mejor, tomé un taxi hasta la dirección que la anciana había dado al conductor. Era una casa desvencijada en una hilera de casas desvencijadas. La mujer que abrió la puerta frunció el ceño cuando le pregunté por la viejecita y me dijo en español:

—Ha muerto. ¿Qué desea usted aquí?

Regresé, incapaz de explicarle la extraña noche a la luz de la luna. No estaba dispuesta a describir los sentimientos que me habían llevado hasta allí. Necesitaba preguntarle a la anciana qué día era y qué significaba, pero no dije palabra. Tomé el mismo taxi —me había aguardado en la esquina— y volví a mi hotel.

El día en que escribo esto es sábado. No sé su nombre ni su número en maya. No conozco los dioses que influyen sobre este día. Sé muy poco.

Capítulo 11: ELIZABETH

«Los dioses que han muerto son sólo aquellos que no hablan para la ciencia o el orden moral de la época... cualquier dios muerto puede ser conjurado para que vuelva a vivir.»

JOSEPH CAMPBELL,

The Way of the Animal Powers

El sábado por la mañana, antes de que despertara, Diane y Barbara se habían ido a Mérida. En cierto sentido me alivió que Diane se marchara. Esa semana que estuvo en el campamento se las arregló para interrumpir mis momentos de soledad más de lo que hubiese podido imaginar.

Todos los días, al alba y al crepúsculo, recorría el lugar. Observaba a un alfarero, un joven de satinado cabello negro que brillaba bajo el sol matinal, moldear una vasija con forma de perro panzón. Me sentaba a la sombra y oía el roce de una hoja de obsidiana contra la madera de cedro: una anciano marchito tallaba la estatua de algún dios. No vi a Zuhuy-kak. En los momentos en que más esperaba ver a la mujer, aparecía mi hija.

Por la mañana, cuando me sentaba en un resto de pared en la capilla española observando a un artífice trabajar la piedra, Diane avanzó hacia mí por el camino que venía del cenote. Al ocaso, mientras paseaba por la Estructura 701, observando cómo se congregaban las sombras, oía el sonido de las botas de Diane sobre el sendero que provenía del campamento y las sombras desaparecían. Por la tarde me detenía al borde del cenote, observando el aleteo de los murciélagos sobre las aguas. Diane me saludaba alegremente mientras andaba por el camino.

Se la veía ansiosa y dispuesta a caminar conmigo y a oírme hablar de la excavación.

Dije muchas cosas. A veces, a la brillante luz del día, pensé haber dicho demasiado.

Durante la semana, la excavación había proseguido en los montículos de las viviendas, en el Templo de la Luna, y en la tumba. El trabajo iba lento: antes de poder tocar nada había que apañar la tierra, y luego el polvo debía ser tamizado para recoger posibles cacharros o láminas de piedra tallada. Era una labor pesada, tediosa y polvorienta.

En la excavación de la tumba, los obreros habían descubierto ocho peldaños de piedra que conducían hacia abajo, en lo que parecía ser el comienzo de un pasadizo subterráneo. Los escombros que quitaron de las escalinatas habían revelado pocas cosas de interés: unas vasijas domésticas y algunas piedras talladas con jeroglíficos muy borrosos para ser leídos.

El sábado por la mañana, temprano, caminé sola hasta la excavación. Mientras cruzaba la plaza abierta, vi un destello azul cerca de la excavación. Zuhuy-kak estaba de pie al lado de los toldos que cubrían el foso abierto. Su mirada me seguía a medida que me iba acercando a ella. Estaba de pie bajo la luz del sol y su cuerpo arrojaba una sombra. La saludé en maya, me senté a la sombra de la excavación y encendí un cigarrillo. Zuhuy-hak permaneció de pie, mirando hacia el montículo.

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