Authors: Pat Murphy
No necesitaban mi ayuda.
Las oí reírse de algo. Era una risa aguda, como la de las aves exóticas que pueblan los árboles, y cerré los ojos por el sol, celosa de la camaradería que Barbara tenía con mi madre y de sus conocimientos de arqueología... Ella era la hija de mi madre, y yo, un pájaro de ciudad fuera de lugar allí entre tantas moscas y espinos. Una sombra cayó sobre mi rostro y abrí los ojos. Mi madre estaba de pie a mi lado.
—¿Cómo estás? —me preguntó vacilante. Me acomodé sobre un codo.
—Bien. Bastante bien.
—Cuando regresemos al campamento, ponte un poco de antiséptico sobre los rasguños —sugirió.
Eché un vistazo a los brazos lacerados.
—No es para tanto...
Barbara seguía al lado de la estela, haciendo fotografías con la cámara que mi madre había traído consigo. Maggie estaba dando consejos que nadie le había pedido. Robin dormitaba al otro lado del claro.
—Lo estás haciendo muy bien para ser alguien que jamás había estado en una excavación —dijo mi madre en voz baja, y sin mirarme. Su mirada se posaba sobre algo al otro lado del claro, pero cuando seguí el trayecto no vi más que árboles y la luz del sol—. No te compares con Barbara. Hace años que está haciendo este trabajo.
—Lo sé.
—Me alegro. Recuérdalo. —Apoyó la mano sobre mi hombro con suavidad—. Ven a mi choza a buscar el botiquín de primeros auxilios cuando regreses al campamento.
Después de varias horas de polvo y calor, con nuevas picaduras y laceraciones, fui a la choza de mi madre. Estaba sola, sentada a la mesa que hacía las veces de escritorio, examinando unas pocas páginas mecanografiadas.
—He venido a por el botiquín —me disculpé—. Lamento interrumpirte.
—No tiene importancia —dijo, y señaló el estante que contenía una caja metálica pintada con una brillante cruz roja—. Lávate los rasguños con agua oxigenada. Mientras estés fuera deberás cuidarte...
La mitad del fresco espacio interior estaba repleto de provisiones y equipos: un conjunto de bolsas de arpillera liados con cordel; una pila de cajas de cartón plegadas, una caja llena de bolsas de papel doblado, otra con un revoltijo de bolsas de papel señaladas con números y letras.
Estaba curando mis heridas cuando mi madre volvió a hablar.
—Quiero pedirte disculpas por haber retirado a Carlos de tu grupo.
—Da igual.
—No sé tratar muy bien a la gente.
Levanté la vista y la miré. Tenía el rostro curiosamente rígido; las manos sostenían un lápiz que rodaba entre sus dedos, en un incesante movimiento sin sentido.
—De verdad, da igual —dije, esta vez con sinceridad—. Fue un error. Eso es todo.
Asintió, apoyó el lápiz sobre la mesa y sonrió con inseguridad.
—¿Has visto el último hallazgo? —Señaló la cabeza de piedra que miraba desde las sombras, desde un rincón lejano de la choza.
Dejé el botiquín de primeros auxilios abierto en el estante y fui a examinar la cabeza más de cerca. Yacía sobre una envoltura de arpillera y miraba hacia arriba. No me gustó la expresión de su rostro. Me observaba con desdén, con los labios retraídos hacia atrás y los ojos hostiles, bien abiertos.
Me puse en cuclillas al lado del rostro y posé la mano sobre el tocado ornamentado.
Era frío al tacto. Con un dedo seguí la fisura que le atravesaba el rostro. Me estremecí, sin ninguna razón en especial.
—La han traído hoy de las excavaciones —dijo mi madre a mis espaldas—. Me sorprende que haya sobrevivido al traslado con semejante grieta.
—¿Era parte de una escultura?
—Es más probable que haya sido parte de la fachada de algún edificio. Está hecha de estuco de piedra caliza —aclaró.
Asentí y me puse en cuclillas.
—¿Quién era?
Mi madre se encogió de hombros.
—Es difícil de saber. De vez en cuando han surgido evidencias de unas pocas mujeres que ejercieron el poder. Pero me inclino a pensar que se trató de una sacerdotisa. Sobre la costa del Caribe, en Cozumel y en Isla Mujeres, había templos en honor de una deidad llamada Ix Chebel Yax, diosa de la luna. Querría pensar que la estructura que estamos excavando fue un templo erigido a la diosa. Si es así, se trataría del primer caso de un culto de este tipo en esta costa. —Se acuclilló a mi lado y deslizó un dedo por la espiral de la mejilla—. Es un tatuaje ritual —dijo suavemente—. Muy común entre los sacerdotes y la nobleza. —Tocó una larga púa entretejida con las conchillas en el cabello de la mujer—. Es una púa de raya —dijo—. Por lo general, se usaban en las ceremonias donde había derramamiento de sangre. El devoto se atravesaba los lóbulos de las orejas o la lengua con espinas o agujas y ofrecía la sangre a los dioses.
—Me parece una forma cruel de vivir. Sacrificios humanos, ofrendas de sangre a los dioses... Se sentó en el suelo.
—Ah, ahora empiezas a parecer tan estrecha como Robin. No me digas que tú también les temes a los huesos que hay en el fondo del cenote.
Hice un gesto de impaciencia.
—Yo no he dicho eso. Sólo que me parecía una forma cruel de vivir.
—La gente siempre piensa en los sacrificios humanos como si fueran una actividad aberrante e inusual —caviló reflexivamente—. A lo largo de los siglos, ha sido algo común en cierto número de sociedades. Piénsalo. En los Estados Unidos hay religiones cuyo culto se centra en un sacrificio humano en particular. —Me miró a los ojos.
—Jesucristo en la cruz —dije lentamente.
—Cierto. Miles de personas consumen la sangre y el cuerpo de Cristo cada domingo.
—Es distinto.
Se encogió de hombros.
—No creas. Cristo murió hace mucho tiempo en un lugar lejano, y eso puede que haga parecer distintas las cosas. Sus adoradores sostuvieron que se trató de Dios encarnado, pero los aztecas dijeron lo mismo del rey dios que sacrificaron. Sucedió una sola vez, lo cual habla de moderación por parte de los cristianos, pero eso no es una diferencia fundamental, sino de grado. —Me sonrió, obviamente disfrutando el momento—. Además, sospecho que la gente sobreestima el número de sacrificios humanos realizados por los mayas. Uno a veces tiene la impresión de que los sacerdotes mayas pasaban casi todo el tiempo dando garrotazos en la cabeza a sus pares y arrojándolos a la fuente más cercana, por las buenas o por las malas. Y no fue así. El sacrificio era una ocasión importante e infrecuente. Y debes cuidar de no aplicar tus parámetros a otra cultura. Ellos tuvieron reglas propias. Esta mujer tal vez haya participado en sacrificios humanos, pero según sus normas, eso era algo bueno. Las víctimas de los sacrificios iban a una especie de paraíso, y todo estaba bien.
Se puso de pie y fue hasta su escritorio a buscar un cigarrillo. Lo sacó del paquete y lo sostuvo entre los dedos sin encenderlo. Seguía mirándome.
—El carácter cruento del acto es fundamentalmente el mismo, se trate de soldados romanos atravesando las manos de Cristo con clavos o de h'menob arrancando el corazón de algún soldado cautivo. La sangre ejerce un poder, una fuerza, una magia.
Se había recogido las mangas de la camisa y pude ver las cicatrices sobre la piel blanca de sus muñecas. Encendió el cigarrillo, inhaló el humo profundamente y arrojó una nube de volutas. Luego me sonrió.
—Lo siento. A veces me dejo llevar. Es el riesgo de ser profesora.
—Parece como si prefirieras los mayas a los cristianos.
Se echó a reír.
—Digamos que los comprendo mejor. —Apoyó el cigarrillo sobre el borde de un frasco que hacía las veces de cenicero y caminó hacia el botiquín de primeros auxilios—. Sería mejor que me dejaras vendarte las heridas —dijo, y por esa noche no oí hablar más de los antiguos mayas.
Los rigores cotidianos de la inspección me dejaban exhausta, pero la inquietud que me había mantenido de un lado para el otro en la casa de mi padre no había desaparecido.
Aquí tenía más sitio para caminar. Cuando despertaba por las mañanas antes de que se oyera la bocina o cuando me sentía intranquila después de cenar salía a caminar, más allá de la cocina, donde el aire siempre tenía un dejo de olor a humo, más allá del cenote y hasta la excavación de la tumba, más allá del arco de la capilla española y hasta el Templo de las Siete Muñecas, donde podía mirar desde arriba las copas verdes y pardas del monte. A menudo me encontraba con mi madre en estas caminatas. La hallaba en la capilla española, sentada en un resto de pared y mirando hacia el templo. Sola en el cenote, chapoteando con los pies dentro del agua y observando las aves que volaban rozando la superficie. La veía en la excavación de la tumba, musitando para sus adentros mientras inspeccionaba el lugar. Cuando nos encontrábamos, parecía contenta de verme.
El aire era más fresco al amanecer y en el ocaso, y mi madre se volvía más contemplativa, más serena. En esas ocasiones en que nos veíamos caminábamos juntas.
Le hablaba un poco de mí misma; la vida de Los Ángeles me resultaba distante e intrascendente, como una instantánea velada donde los colores y las formas no eran nítidos ni correctos. El mundo de mi madre estaba pintado en vividos tonos, con líneas claras y contornos definidos. Mientras andábamos juntas, conversaba lentamente y con cuidado, como si al hablar fuera acomodando las ideas, o buscando el siguiente fragmento para ubicarlo en su sitio. Sus frases parecían letra escrita, cuidadosamente redactada, pero sin imprimir.
Se explayaba sobre los mayas y sus dioses.
—Por cada metro que los mayas tomaban del monte, hacían una ofrenda a los dioses: Un pavo, un cuenco de balche o una jícara de atole, especie de gachas de maíz endulzadas con miel silvestre. Las ofrendas a los dioses se hacían libremente con espíritu de buena voluntad. Los hombres sabios no regateaban con los dioses. El hombre mezquino que ofrendaba a regañadientes sufría de mala salud, o sus cosechas se echaban a perder. Los mayas reconocían que todo lo que realizaban era gracias a la protección y al permiso de los dioses. Las cosas sólo eran suyas temporalmente. En última instancia, pertenecían a los dioses. Nuestra sociedad tiende a considerar el monte y la naturaleza salvaje como a un enemigo. Los cristianos combatieron y sometieron a la naturaleza. Los mayas tienen una forma mucho más sana de ver el mundo, en mi opinión.
Mi madre era una mujer extraña. Cuando yo tenía quince años, fue a casa de mi padre por Navidad, pero noté que ése no era su lugar. Pero no fue entonces cuando comprendí que, en realidad, su lugar no estaba en ninguna parte. Caminaba junto a mí, pero no pertenecía al mundo que yo conocía. Mientras paseábamos no era a mí a quien miraba: siempre tenía los ojos posados sobre el monte, como si allí hubiera algo que la fascinara.
Nos sentamos en las ruinas de la capilla española y le pregunté sobre sus libros.
—En el último capítulo de tu primer libro dices «en el mundo hay más de lo que la mayoría está dispuesta a admitir». ¿Qué quisiste decir? —le pregunté.
Se quedó mirando a lo lejos, donde el sol de la mañana ya alumbraba la hierba escasa y la tierra estéril.
—Por allí, al final de la plaza, un artífice de la piedra se sentó hace tiempo a convertir terrones irregulares de obsidiana en las afiladas hojas que los sacerdotes empleaban para los sacrificios o en las puntas de flecha que utilizaban los cazadores. Se acuclilló en el suelo, bajo la sombra de un toldo de tela azul brillante. Y al trabajar, el sudor le empapaba el rostro. Era un hombre bien alimentado, entrado en carnes de tanto comer los venados y pavos con que los cazadores le pagaban. Para ser un maya, era inusualmente corpulento.
—Mi madre se inclinó hacia adelante, como para mirar mejor al artífice—. ¿No lo ves, sentado bajo el sol, afilando pacientemente un hoja de obsidiana? Yo sí. Es un trabajador muy prolijo. Uno puede elegir verlo, o ver la tierra desnuda. —Observó mi rostro—. A eso me refería. ¿No lo ves? —Su tono era ligero y hablaba como si nada.
Me sentía incómoda, viendo el lugar vacío sobre la tierra. Recordé el sueño que me había llevado a descubrir la estela. Pero eso había sido un sueño, y ahora estaba despierta. Me encogí de hombros.
—Yo veo la luz del sol sobre las rocas. Eso es todo. Asintió.
—No hay nada malo en ello. A veces pienso que para ver el pasado claramente uno debe renunciar a gran parte del presente. —Hizo un gesto de resignación—. Es una elección que hice tiempo atrás. Una especie de sacrificio.
—¿Quieres decir que lo ves de verdad? ¿Del mismo modo que me estás viendo a mí?
Permaneció tanto tiempo en silencio que pensé que no me iba a responder. Y cuando habló, lo hizo con suavidad.
—A veces creo que veo las sombras del pasado con más claridad que a cualquier ser viviente. —Sacudió la cabeza, como para librarse del pensamiento, y rápidamente se puso de pie para regresar al campamento.
No seguí todo lo que dijo. Me resistía a hacer preguntas. Éstas parecían perturbar el conjuro, violar cierta regla tácita. Si preguntaba demasiado, mi madre se encogería de hombros y permanecería muda, o sugeriría de inmediato que regresáramos al campamento. A veces parecía que nuestras caminatas matinales eran sueños ambulantes, inquietos, sutilmente perturbadores. En mi cabeza golpeteaban pensamientos y emociones que no lograba distinguir. Me agradaba mi madre, pero no la comprendía. En absoluto.
Con el calor del día, mi madre era otra persona: enérgica, veloz, impaciente al ver que la excavación marchaba con lentitud. Discutía con Tony por la distribución de los obreros, por el significado de la cabeza de piedra, por las probabilidades de que la cámara subterránea resultara ser en realidad una tumba...
Al cuarto día ya me sentía como en casa. Me parecía que había estado siempre lavándome la cara en el agua tibia y arenosa del barril negro que olía a plástico, que cada noche de mi vida había ido tambaleando al fétido retrete en la oscuridad.
Barbara me preguntó si quería ir a Mérida con ella ese fin de semana. Conocía un hotel barato que tenía piscina. Podríamos darnos una ducha caliente, tal vez ir a ver alguna película y a comer palomitas en un cine con aire acondicionado. Le pregunté a mi madre si en su opinión valdría la pena hacer un viaje a Mérida y me alentó a ir.
El sábado por la mañana me desperté temprano. Barbara no había puesto el despertador: habíamos planeado dormir hasta tarde y marcharnos del campamento a media mañana. Cuando desperté vi a Barbara, que se incorporaba para mirar el reloj.