Authors: Pat Murphy
Las barreras estaban bajas. La ira que había surgido de mi interior y que me había hecho gritarle a mi madre y estrellar las manos sangrientas contra las rocas aún seguía conmigo, pero era distinta. Al principio me había hecho gritar; ahora sentía una corriente fuerte y constante, más parecida al movimiento de la marea que al romper de una ola, o tal vez al río lento e inmenso, fuerte, suave y sinuoso como una serpiente. Me arrastraba, como un bote sobre la corriente. Las aguas eran oscuras y turbias, y no podía ver bajo la superficie. Pero debía flotar en el agua, no podía resistirme.
El río inmenso me bañaba, me limpiaba de todo pecado, me conducía en la sangre de mis propias heridas, me arrastraba por túneles oscuros y cavernas hacia un camino sin salida. Entonces, la antorcha se extinguió. La mujer había desaparecido. Era el final.
Deposité a mi madre en el suelo y me senté a su lado. Sus manos estaban oscuras e hinchadas allí donde las ataduras le habían parado la circulación. Aflojé las bandas y froté las manos para que la sangre fluyera y se entibiaran. Cerré los ojos, feliz de poder descansar.
Oí el vuelo de un murciélago sobre mi cabeza, pero sin reparar en ello. Oía el suave ulular de una lechuza en algún lugar, de la oscuridad que se cernía en el exterior de la caverna. Podía detectar el olor seco y fresco del monte nocturno.
El foco de mi linterna halló la abertura: una estrecha grieta sobre mi cabeza, en el muro de la caverna. Dejé a mi madre en el suelo y comencé a trepar. La pared era resbaladiza y los salientes estaban cubiertos por los excrementos de generaciones enteras de murciélagos. Trepé casi dos metros, lancé un brazo sobre una cornisa y me impulsé por la estrecha abertura.
El monte estaba a oscuras, pero no tanto como la cueva. Me tendí de espaldas y escuché los sonidos: el roce de los animales y extraños trinos de aves. Ahora todo iría bien. De algún modo podía sacar a mi madre de allí. La lechuza ululaba a lo lejos y eché a reír a gritos.
«¿Este camino tiene corazón? Si es así, el camino es bueno; si no, es inútil. Ninguno de los dos senderos conduce a sitio alguno; pero uno tiene corazón, y el otro no. Uno elige la senda del regocijo y, en tanto la siga, será uno con ella; la otra lo hará maldecir su vida. Una nos hace poderosos, la otra nos debilita.»
CARLOS CASTANEDA,
Las enseñanzas de Don Juan
Desperté de los sueños en que caía. Estaba sola, en la habitación de un hospital mexicano, con un yeso en la pierna, un tubo en el brazo y un absurdo camisón de hospital envuelto alrededor de mi cuerpo magullado. Llamé a la enfermera, y le pregunté qué día era. Me dijo que era domingo, y calculé que era Ahau, primer día del año nuevo.
Al cabo de un rato dejaron que Barbara entrara a hablar conmigo. Parece que mi hija me arrastró fuera de la caverna con una soga que encontró en un refugio construido para comodidad de los trabajadores de la hacienda. Ésta no quedaba lejos de la boca de la caverna. Los lugareños la conocían, pero, como sucede con muchas cavernas del Yucatán, jamás había sido totalmente explorada.
Mi hija me había llevado hasta el camino y había detenido un coche conducido por un restaurador mexicano, quien lanzó una mirada a mi hija y otra a mí, y nos llevó urgentemente al Hospital Juárez. Diane fue ingresada por los cortes y las heridas múltiples, ninguno de gravedad. Una vez que la dieron de alta se puso en contacto con Barbara, aguardó a que yo me repusiera de la gravedad, y se marchó a Estados Unidos.
Barbara me miraba curiosa al contarme todo esto. No creo que me estuviera diciendo todo lo que mi hija le debía de haber contado, y quise saber más. Barbara se encogió de hombros. No tenía fuerzas para insistirle, y supongo que si mi hija quería mantener un secreto, se había ganado el derecho a hacerlo.
Volví a dormir, y cuando desperté Zuhuy-kak ocupaba el lugar de Barbara. Aquí era insustancial, un tenue indicio de mujer maya sentada en una silla tapizada de tela plastificada. A través de su imagen veía la cinta aislante que alguien había empleado para remendar un roto en el asiento mullido.
–¿Todo ha concluido? –le pregunté.
No se movió.
–Aún hay cosas que quiero saber –dije–. Todavía pienso ir a desenterrar tus huesos y a dar otra ojeada a esa vasija.
Se encogió de hombros.
–Aquí no puedo hablarte –le dije irritada–. No me permiten tener cigarrillos. Creo que esa maldita propaganda norteamericana contra el hábito de fumar ha llegado hasta aquí.
Se desvaneció cuando la enfermera abrió la puerta y sólo entonces comprendí que había estado hablando todo el tiempo en inglés.
Regresé una semana después de Tony. Él viajó en una caja; yo, con muletas. Me pidieron que hablara en el funeral, pero aduje razones de salud y pedí que me excusaran.
El titular del departamento pronunció una correcta elegía impersonal que pintaba a Tony de un tinte rosado, sin tacha e irreal como los querubines que flanqueaban el altar.
Regresé a mi apartamento en Berkeley llevando mis apuntes conmigo. Le envié una nota a Diane, donde le decía que nos pusiéramos en contacto cuando ella lo deseara. No sabía qué más decirle.
La pierna no sanó del todo. Me quedó una ligera cojera, especialmente los días de humedad, y caminaba apoyada en un bastón que Barbara me había comprado en el mercado de Mérida. La universidad me dio la bienvenida para el semestre de otoño.
Teniendo en cuenta la publicidad que se había dado a los hallazgos de Dzibilchaltún, tres empresas editoriales competían por los derechos de publicación de mi libro aún inconcluso, Ciudad de las Piedras. Ya había elaborado planes para regresar a Dzibilchaltún a completar la excavación de la tumba y del centro ceremonial. Barbara me ayudaría con el proyecto. Seguía viendo las sombras del pasado, pero ninguna me dirigía la palabra.
Un día nublado me detuve sobre un puente de madera que cruza el arroyo de la universidad para contemplar a una mujer india que tejía una cesta de juncos humedecidos en el agua. Alguien se inclinó sobre la baranda a mi lado, y levanté la vista, esperando encontrar a alguno de mis alumnos.
Diane contemplaba el riachuelo. Durante un instante no me miró. Pero cuando lo hizo, había algo distinto en ella. Una nueva confianza, una seguridad de la que antes había carecido.
–He llegado a la conclusión de que yo también estoy loca –anunció. Su voz era firme; no parecía particularmente afligida–. Me costó tiempo, pero ahora me he acostumbrado, y ya no me importa.
Hizo una pausa, y oí la canción que estaba entonando la mujer india; era una melodía sinuosa, basada en una escala que no me era familiar.
–Barbara me ha dicho que planeas otra expedición a Dzibilchaltún –comentó–. Quisiera ir.
Observé a la mujer que tejía la cesta, entrelazando con cuidado los juncos para formar un intrincado motivo de claros y oscuros.
–No sé qué encontraremos allí –dije.
–Uno nunca sabe qué encontrará cuando hurga en el pasado –sentenció.
–Es cierto –repliqué.
–¿Podré ir contigo?
–Creo que lo podremos arreglar –dijo.
Me aparté del puente y Diane me ofreció su brazo. Vacilé un instante y luego me apoyé en él.
Me dijo:
–Háblame de las sombras del pasado...