Authors: Pat Murphy
—Oye —propuso Barbara—. ¿Por qué no bajas y caminas por la plaza, así yo verifico la reacción? Luego bajo yo, y tú...
—La verdad es que no me apetece.
—¿De veras? —Me prestó atención por un instante—. ¿No estás mareada?
—No.
—Entonces, ¿qué te pasa?
—Estoy disgustada con Liz. —Me encogí de hombros.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Quiere que me vaya de la expedición.
—¿Sí? ¿Dónde quiere que te marches?
—A la costa del Caribe. A Los Ángeles. A cualquier sitio, dijo.
—¿Por qué?
Observé a los hombres en la plaza. Habían regresado a su animada conversación.
—Es extraño, pero dijo que la curandera había ordenado que me fuera.
—¿Liz dijo eso?
—Sí.
Barbara golpeteó los dedos nerviosamente sobre la mesa.
—¿Crees...? —Vacilé, titubeante.
—¿Qué?
—A veces ve cosas que no existen. Las sigue con su mirada y cuando uno mira no ve absolutamente nada.
—Lo he notado. Siempre lo ha hecho.
—A veces habla sola. Muchas veces me la he encontrado deambulando por la mañana y la mitad de las veces estaba hablando sola.
—Así es.
—¿Crees que está loca?
Barbara miró hacia la plaza. Los dos niños que vendían flores estaban fastidiando a una pareja americana de jubilados vestida informalmente.
—No es normal, pero eso no quiere decir que esté loca. —Se encogió de hombros—.
Quiero decir que... ¿quién es normal? ¿Esta gente? —Señaló a la pareja—. Me agrada tu madre. A veces se comporta de forma extraña, pero eso también me sucede a mí. ¿Qué le respondiste cuando te dijo que te marcharas?
—Le dije que no.
—Dice que es mi responsabilidad.
—Es justo. Así que no te irás.
—Creo que no.
Durante un momento permanecimos en silencio. La estatua de bronce de la plaza atrapó la última luz del día. Un vendedor de hamacas caminaba por allí y se acercó a la pareja, sin éxito.
—Sabes... la noche que fumamos en el cenote —irrumpí—, conocí a la curandera en la choza de Salvador. Ojalá hubiese entendido lo que me dijo. Estaba muy excitada por algo.
—Cuando lleves más tiempo aquí, verás que jamás entenderás ni siquiera la mitad de lo que sucede a tu alrededor. Aun cuando entiendas las palabras, no podrás distinguir los matices. —Barbara se encogió de hombros—. Yo no me preocuparía por eso. —Echó un vistazo a mi rostro y me palmeó una mano—. ¿Por qué no tratas de disfrutar de tus vacaciones? No te preocupes por Liz. Las cosas se resolverán solas.
Esa noche dormimos en camas de verdad. Por supuesto, desayunamos en la Cafetería Mesón, y por supuesto Emilio y Marcos —los chicos, como les llamaba Barbara— aparecieron mientras tomábamos el café. Emilio nos invitó a otro y traté de olvidarme del campamento.
—¿Qué vais a hacer hoy? —preguntó Emilio, sumergiendo el azúcar en la taza.
—Hablábamos de ir a Chichén Itzá —dijo Barbara. Emilio levantó la vista.
—¿Queréis que vaya y conduzca vuestro coche?
—Depende —dijo Barbara—. ¿Nos corresponde algún beneficio por proveer el transporte?
La sonrisa de Emilio se hizo más ancha.
—Claro. Yo pago la gasolina.
Barbara me miró y se echó a reír.
—No te asombres tanto, Diane. Este bandido obtiene ganancias colosales en sus ventas. Aun en un mal día gana más que un estudiante de doctorado —dijo en inglés.
—¿Qué significa «bandido»? —preguntó Emilio, removiendo el café con la cucharilla.
Barbara sonrió y sacudió la cabeza.
Él la miró, agregando más azúcar todavía.
—Creo que este bandido te agrada —comentó. Dejó el azúcar y le sonrió a Marcos—.
Hoy tendremos un día de suerte.
Finalmente, todos fuimos a Chichén Itzá: Barbara, Emilio, las hamacas de Emilio, Marcos y yo. Emilio detuvo a una pareja de alemanes sobre los escarpados escalones de una antigua pirámide y le vendió dos hamacas de inmediato. Acosó a una pareja de ancianos a la sombra de las columnas de la serpiente emplumada que coronaban el Templo de los Guerreros. Discutió por cien pesos en los peldaños de una plataforma tallada con jaguares con corazones humanos entre los dientes. Le ofreció un buen precio, un muy buen precio, a un hombre, sobre los escalones que conducían a una cúpula de piedra derruida. Entre las piedras de los escalones crecía la hierba.
Barbara se dedicó a detener a los turistas por su cuenta.
—Vosotros —gritó a dos rubios estudiantes universitarios—. ¿Queréis comprar una hamaca? —Se pusieron a conversar a la sombra de una inmensa estructura de cemento que apenas era más que un cúmulo de rocas. Un oscuro pasaje conducía a los espacios interiores. Olía a orina y humedad. El que llevaba la camiseta de la Universidad de California le compró una hamaca matrimonial a doble precio del que solía ofertar Emilio.
Emilio nos condujo a Viejo Chichén, el sector más antiguo del lugar, donde el monte había sido talado y los edificios todavía no se habían reconstruido. En un oculto rincón detrás de las ruinas principales, donde los únicos sonidos eran los de las hojas en el monte, fumamos un cigarrillo de marihuana y oímos el canto de las aves en las ramas.
Barbara insistió en que fuéramos a la Fuente Sagrada.
Marcos nos señaló el camino. Emilio abrazaba a Barbara y los dos caminaban lentamente, deteniéndose a observar las piedras talladas y los edificios. Pasamos un muro de piedra caliza, donde cada uno tenía un cráneo tallado en relieve. Las piedras estaban cuidadosamente apiladas, de forma que fila tras fila de cráneos sonrientes nos observaba mientras comprábamos algo de beber en el puesto de refrescos y caminábamos hasta la Fuente Sagrada para saciar la sed.
Nos sentamos al borde de un precipicio, desde donde veíamos las verdes aguas, que abajo formaban un pequeño estanque. Emilio reclinó la cabeza sobre el regazo de Barbara. Próximos a la superficie del agua volaban unos pájaros de color verde azulado con largas plumas en la cola. Marcos los llamó motmotes. Luego se posaron sobre los árboles que se adherían a los derruidos riscos de piedra caliza al otro lado del estanque.
La distancia que nos separaba del agua parecía ser de unos treinta metros. Marcos señaló la plataforma desde la cual los sacerdotes mayas arrojaban ofrendas al agua: era una pequeña cornisa de caliza, en el lado sur.
—Arrojaban gente también, ¿verdad? —pregunté ociosamente, reclinándome en una gran roca.
Marcos asintió. Miré la cornisa con ojos escrutadores. No me gustaría arrojarme desde semejante altura y menos aún que me lanzaran. Marcos me ofreció un cigarrillo, y luego encendió uno para él. Los riscos brillaban bajo la luz del sol y la marihuana hacía que el mundo se viera resplandeciente.
—Qué hermoso, ¿verdad? —exclamó Marcos.
Asentí, con los ojos aún entrecerrados, observando la cornisa. Vi que algo se movía allí: un destello azul, del color del manto de la virgen María, y algo que caía. Entonces Marcos me tomó de la mano, se inclinó y me besó tiernamente, interceptando la visión.
Esa noche, de regreso en el hotel, Barbara y yo comparamos nuestras perspectivas.
En el camino de vuelta, Marcos me había preguntado si quería ir a la playa de Progreso con él, el domingo. Barbara dijo que Emilio la había invitado a nadar al pueblo de Tixkokob.
—Al parecer, se trata de «divide y vencerás» —fue el comentario de Barbara.
—Así parece.
Se encogió de hombros.
—Yo le dije que sí. Es una oportunidad para ver una aldea maya con un guía nativo. Y el lugar parece suficientemente seguro. Niños alegres jugueteando en las aguas. Mujeres lavando la ropa contra las piedras...
—Ya entiendo. —Me recliné contra la cama y puse las manos por detrás de la cabeza—. Una infrecuente oportunidad antropológica.
El ventilador del techo traqueteaba rítmicamente, como si un niño caminara al lado de una cerca de rejas golpeándolas con una ramita.
—Así es. —Se quitó las sandalias y se sentó en el borde de la otra cama—. Busca problemas y a veces los encontrarás. Vayamos por ellos. ¿Qué inconveniente puede haber en que una vaya a una fuente en el corazón de una aldea rural? ¿O a una playa pública?
—Ya lo averiguaremos.
El autobús a Progreso era de la misma clase que el urbano. Se detuvo a una manzana de la playa.
Bajo un cielo cubierto, una interminable hilera de palmeras se extendía paralela a la arena blanca. Cascaras de cocos y conchas rotas flotaban en la marea junto a una multitud de niños trigueños que reían. Los hombres más jóvenes cortejaban a las adolescentes persiguiéndolas hasta la orilla. Una mujer de edad madura se mojaba, de pie con el agua hasta los muslos. La pequeña falda de su traje de baño se levantaba cuando las olas la golpeaban y se adhería a sus piernas cuando la marea se retiraba.
Cada vez que el agua llegaba hasta ella, le gritaba al marido en excitado español.
El sol se ocultaba, y los colores eran opacos y apagados: una acuarela de aficionado en la que los tonos parecían agua de charca. Cerca de la costa, el agua del golfo era de un tono turquesa, de un opaco azul lechoso. Más allá, se enverdecía. No se veía por debajo de la superficie.
Mi madre vería esta playa con otros ojos. ¿Qué observaría? Mujeres mayas recogiendo nácar para convertirlo en alhajas. Hombres mayas secando sal para el trueque. ¿Habría visto a esa mujer que caía desde la plataforma de la fuente sagrada?
—¿Qué piensas? —preguntó Marcos en español. Caminaba a mi lado.
Hice un gesto indiferente.
—¿No sabes en qué piensas?
—No puedo explicártelo.
Seguimos andando. A medida que nos distanciamos de la parada de autobús, fuimos dejando atrás a las familias. Sólo había unas pocas parejas paseando por la playa.
Marcos me rodeó la cintura con el brazo. Se detuvo al lado de una palmera que se alejaba del océano y miraba hacía Mérida con amplias hojas.
—¿Quieres sentarte al sol? —propuso.
—Muy bien.
Extendió el bronceador en mi espalda. Sus dedos se detenían más de lo necesario; acariciaba con cuidado la piel al borde de mi bikini para que el aceite penetrara. Comenzó a pasar la loción por el dorso de mis piernas y su mano se internó en ellas con una suave caricia insistente. La otra mano acariciaba mi espalda.
—Oye —exclamé, apartándome a un lado.
Sonrió.
—Me gustas mucho. Haces que pierda un poco la cabeza. —Miró a nuestro alrededor.
La familia más cercana estaba a unos doscientos metros—. Nadie me ha visto. No hay problema.
—Sí lo hay.
—No lo hay. —Extendió la mano y me acarició el hombro y el brazo hasta llegar a la mía—. Me gustas mucho. Podríamos pasarlo muy bien juntos. —Me sonrió, estrechándome la mano—. ¿Qué te parece?
—No muy probable.
—¿Por qué no? —preguntó en inglés y en español.
—No me parece una buena idea.
—Lo es —insistió—. Tú no sabes lo que quieres. —Soltó mi mano y se recostó en la arena, con un brazo detrás de la cabeza—. Me vuelves loco.
Me tendí y cerré los ojos. La marea iba y venía con su ritmo lento.
—¿Qué habéis encontrado en la excavación? —quiso saber.
Le hablé de la cabeza de piedra, de las manos y metates, de la tumba.
—Cuando era pequeño, encontré una pieza muy vieja en un campo que había cerca de la casa de mi abuela. Un cuenco muy antiguo, con pinturas a ambos lados. Se lo llevé, y ella me contó que traía mala suerte quitárselo a los antiguos, que estaba muy mal. Volví al lugar y enterré el recipiente nuevamente. —Por el tono de su voz sabía que sonreía—. Si hoy encontrara ese cuenco, se lo vendería a alguien como tu madre por un montón de dinero. No me preocuparía la mala suerte.
Yo estaba tendida de espaldas, escuchando la marea y pensando en la mala suerte.
—Tu amiga Barbara debe de estar pasándolo bien en Tixkokob —calculó Marcos—. Tú y yo también podríamos divertirnos. ¿Por qué no?
—Porque no quiero —repuse.
—Sí quieres.
Sacudí la cabeza y oí la marea que limpiaba la playa.
—¿En qué piensas? —me preguntó.
—En mi madre.
—¿Por qué pensar en tu madre? —Creo que Marcos se estaba impacientando conmigo. Quería que pensara en él, no en mi madre.
—No quiere que regrese a la excavación.
—¿Por qué no?
El sol me entibiaba los párpados.
—Teme a algo. No me lo quiere decir. Creo que es como tu abuela. Le teme a los espíritus de la antigüedad.
—¿Tu madre le teme a los espíritus de la antigüedad? ¡Está loca!
Abrí los ojos para protestar y vi a la anciana de pie al lado de la marea. Vestía de azul y en su mano sostenía una concha de nácar. Me volví hacia Marcos para preguntarle si él la veía también, pero él se inclinó hacia mí, obligándome a tumbarme en la arena. Sentí una mano cálida y fuerte sobre mis pechos y otra entre las piernas. Se aproximó y me besó en la boca.
—Tú también estás loca —me dijo.
Lo aparté y echó a reír. La mujer se había ido.
—Más tarde —advirtió—, en tu hotel, lo pasaremos bien. Me gustas muchísimo.
Lo dejé en la playa y me fui a nadar en las aguas cálidas y sombrías del golfo, lejos de la arena. Me volví para observar la hilera de palmeras, la franja de arena blanca. Floté de espaldas sobre el agua, tibia como la sangre, y admití para mis adentros que temía a la extraña aparición de azul. Tenía miedo. Estaba hechizada por un fantasma maya y me sentía muy sola.
Cuando era niña solía jugar a pillar con los niños del vecindario en las noches de verano. Uno perseguía a los demás. Cuando oscurecía, seguíamos jugando pero cambiábamos las reglas del juego: el perseguidor no debía correr sino ocultarse en la oscuridad y aparecer ante los demás por sorpresa, como un fantasma. Recuerdo que me sobresaltaba ante la más mínima sombra, pensando que era un fantasma que me quería atrapar. Ahora me sentía igual: estaba jugando a pillar en la penumbra, luchando con unas sombras que aparecían y desaparecían.
Finalmente tuve que regresar a la playa. Marcos sonrió apenas verme y dijo que lo sentía, que no volvería a intentar besarme. Me tumbé un rato al sol pero estaba nerviosa, a punto de estallar. Seguí mirando las aguas, en espera de que se presentara la mujer.
No volví a verla, pero tampoco conseguí tranquilizarme.
Cenamos en un pequeño restaurante sobre la playa y regresamos en autobús a Mérida.