La mujer que caía (6 page)

Read La mujer que caía Online

Authors: Pat Murphy

—... el Templo de las Siete Muñecas —estaba diciéndome mi madre—. Es el único edificio que se ha reconstruido. Estamos trabajando sobre algunos templos aislados por allá. —Otro gesto vago de su mano en dirección al sol poniente.

Seguí sus pasos hacia el Templo de las Siete Muñecas. Dos palomas volaron a medida que nos acercábamos a la cima.

—Verás algunas abejas —me anticipó—. Hay una colmena en una de las vigas.

Llegamos arriba. Mi madre se sentó en el escalón superior, a un lado de la puerta abierta, donde el edificio la resguardaba del sol.

—Descansa —sugirió.

Vacilé un momento, preguntándome si no sería una especie de prueba. Tal vez debía explorar el edificio antes de descansar. Tal vez debía hacer preguntas, y no sentarme.

Me senté al otro lado de la puerta y miré hacia el campamento.

Mi madre sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos. Extrajo uno y me convidó.

Negué con la cabeza y apoyé el paquete sobre los escalones, a su lado.

—Mala costumbre, lo sé —dijo, encendiendo el cigarrillo y reclinándose en la puerta—.

Hace cinco años que Tony intenta hacerme dejar de fumar. —Se encogió de hombros—.

A mi edad, ya no parece valer la pena.

Capítulo 3: ELIZABETH

Sobre los escalones del Templo de las Siete Muñecas, un adivino de mediana edad arrojaba los mixes, esos porotos rojos sagrados que anuncian el porvenir. Su cliente era un mercader, un hombre de rostro anguloso cuyos brazos y rostro lucían un tatuaje en espiral. Un saco lleno de granos de cacao yacía sobre los peldaños, a su lado. El viejo adivino señalaba los porotos rojos sobre el lienzo que tenía enfrente y hablaba con suavidad. No pude distinguir las palabras.

Di una larga calada a mi cigarrillo y me pregunté qué podía decirle a esta joven que había aparecido en mi vida de forma tan inesperada. ¿Qué querría de mí?

Apoyó la espalda en el vano de la puerta; tenía las rodillas encogidas y los brazos a su alrededor. Era más hermosa que lo que cualquier hijo mío merecía ser: cabello rojo, piel clara y contextura esbelta. Todo delataba que era hija de Robert. Vestía pantalones vaqueros y camisa blanca de cuello abierto. Mantenía los ojos ocultos tras unas gafas de sol, y el cabello recogido en una sola trenza.

—¿Es esto lo que esperabas? —le pregunté, señalando con el cigarrillo el campamento, la jungla, los montículos, el adivino y el cliente.

—Realmente no sabía qué iba a encontrar —dijo con cautela.

Era hija de Robert. Probablemente le había enseñado a ser discreta y a confesar poco.

Ése había sido su estilo: él era cauteloso, siempre quería ir sobre seguro. Siempre se había mantenido alerta, siempre bajo control.

—¿Quieres hablarme de la muerte de Robert? —le pregunté. Intenté hablar con amabilidad, pero las palabras sonaron ásperas. No soy muy buena para estas cosas: me llevo mejor con los muertos que con los vivos.

Diane miraba el campamento, con el mentón levantado, desafiante.

—Murió de un ataque cardíaco... del tercero. Mientras jugaba a tenis en el club.

Era una forma apropiada de morir para Robert. No lo había visto durante los últimos cinco años, pero lo imaginaba a los cincuenta: en la pista de tenis, vestido con un blanco atuendo deportivo, sonriendo con un gesto profesional, el cabello plateado en las sienes y sólo ahí... Me pregunté con quién habría estado jugando: con algún colega del hospital, con alguna hermosa jovencita. Daba igual. No sentía gran pesar por su muerte. Durante los trámites del divorcio, Robert y yo nos habíamos llegado a tratar con una cortesía entre tensa y esmerada. Durante los últimos veinticinco años nuestras esporádicas relaciones se habían caracterizado por una amable educación, hasta que por fin ése pareció ser el trato natural entre los dos. Era un extraño, un allegado que en otra época había conocido mejor. No lo odiaba ni siquiera me desagradaba, aunque me resultaba pesado y testarudo. Recordaba tiempos lejanos en que las discusiones con él me enfurecían, pero el fuego se había convertido en cenizas, y las cenizas se las había llevado el viento del atardecer. Me era indiferente.

—El funeral fue hace dos semanas —dijo—. La tía Alicia se ocupó de todo. Supuse que no te habría informado.

Recordaba a Alicia, la hermana mayor de Robert. Era una viuda de carácter suave pero inquebrantable. Dejé caer la ceniza del cigarrillo y asentí.

—Alicia y yo nunca fuimos precisamente amigas.

—Sé que debe de ser realmente extraña mi aparición en este sitio. Es que papá nunca quería que yo hablara de ti. Jamás quiso que yo supiera nada de ti —hablaba deprisa, como si tuviera que decirlo rápido o callar. Su voz delataba urgencia—. He leído todos tus libros. —Al decir estas palabras, el tono se atemperó y asomó una nota de agrado. Quería mi aprobación; quería complacerme.

No podía mirarla. Si Diane lloraba, no quería saberlo. Ahora no. La vegetación era una franja serena de color verde sucio. Sobre los peldaños, el mercader se inclinó hacia el adivino, interrogándole sobre un punto en particular.

—¿Qué crees que encontrarás aquí? —pregunté a Diane—. ¿Qué estás buscando?

—No lo sé —su voz era vacilante—. Creo que sólo quiero desenterrar el pasado y descubrir qué hay debajo de los escombros. Eso es todo.

El adivino movió su mano señalando el este, dirección gobernada por Ah Puch, el dios de la muerte. Por debajo de los tatuajes, el rostro del mercader se veía apesadumbrado.

—Quizá no encuentres más que cacharros rotos —le advertí a Diane—. Nada interesante en absoluto.

—Probaré fortuna.

La miré pero no pude escrutar su expresión. Las gafas de sol le tapaban los ojos. Tenía la espalda erguida, y sus manos Seguían aferradas alrededor de sus rodillas. Con la mano derecha sostenía la muñeca izquierda, tal vez con demasiada firmeza. Pero hablaba con calma.

—Por ahora, todo lo que sé es lo que recuerdo, y mis recuerdos no son más que piezas sueltas.

El sol estaba casi en el horizonte, y el Templo de las Siete Muñecas arrojaba una larga sombra que se alejaba del campamento. Las hileras de piedras derruidas que señalaban la posición de los antiguos muros se recortaban en un afilado relieve. Me sentía cómoda entre las ruinas, acompañada por gente muerta y edificios caídos. La luz del sol poniente brillaba sobre mi rostro; cálida y consoladora. Éste era mi lugar: entre templos en ruinas y hogares antaño abandonados. Observé al mercader pagar al adivino con semillas de cacao, echarse el saco a la espalda y bajar los escalones con dificultad. El adivino desapareció mientras el mercader se internaba en la distancia.

Oí el murmullo de las ropas de Diane al moverse y volví la mirada hacia ella.

Contemplaba el infinito con los ojos apartados de mí. No sabía qué decirle.

—¿Qué recuerdas? —pregunté por fin.

Hubo una pausa. Di una larga calada a mi cigarrillo, a la espera.

—Me acuerdo que una vez esperé y esperé a la salida de la guardería. Todos se habían ido. La maestra estaba preparada para marcharse, pero yo seguía esperando. —

Su voz era áspera, como si estuviera conteniendo las lágrimas. Su expresión no cambió.

No se movió—. Se suponía que debías venir a recogerme. La maestra fue a telefonearte, pero no estabas en casa. Llamó a papá y él me vino a buscar, pero estaba enloquecido.

Fuimos a casa y no estabas allí. Me preguntó dónde estabas, pero yo no lo sabía. —Se detuvo un momento, y cuando volvió a hablar su voz era suave, y de nuevo había controlado los sentimientos—. Te habías ido por una larga temporada. Tal vez un mes.

Luego regresaste.

—Huí a Nuevo México y me inscribí en la universidad. Me mantenía mecanografiando, tal como había mantenido a Robert durante sus estudios de medicina. Él contrató a un detective privado para buscarme. Cuando el investigador me encontró, Robert me convenció de que regresara. —Aplasté el cigarrillo contra un escalón, saqué otro del paquete y lo encendí—. ¿Qué más recuerdas?

—Me trajiste una manta de Navaho cuando regresaste de Nuevo México. Estuviste un tiempo en casa, lo recuerdo. Yo debía permanecer en silencio; papá me había dicho que no hablara. Luego te fuiste otra vez. —Su voz se apagó, pero no parecía haber terminado.

—¿Qué más? Vaciló.

—Una noche, cuando estaba en la cama, oí que tú y papá hablabais en la cocina.

Hacía calor y no podía dormir. Tú hablabas cada vez más fuerte. Salí de la cama y fui hasta el vestíbulo, pero no quise entrar en la cocina. Me quedé fuera de la puerta para veros a los dos. Sostenías una tabla de madera, una vieja tabla con un asa en el extremo, por donde la aferrabas. No podía oír lo que decía papá, pero de pronto te oí decir: «No puedo soportarlo. No puedo soportarlo». Y comenzaste a golpear la tabla contra la mesa, cada vez más fuerte. Gritabas: «No puedo soportarlo». La tabla se partió contra la mesa y fui corriendo a la cama. Me tapé la cabeza con una almohada y allí permanecí, a pesar de seguir escuchando gritos. Pero por la mañana tú no estabas, y había venido la tía Alicia.

Papá parecía realmente desconcertado.

En una larga pausa, percibí las palomas en el techo del templo.

—No viniste a casa en mucho tiempo. Luego volviste, pero partiste una vez más. Papá dijo que te habías ido porque estabas loca. Eso es todo lo que decía al respecto. Más tarde me habló del divorcio y de lo demás, pero eso fue más tarde.

Recordé el contacto de la tabla en mi mano, y el golpe que daba cada vez que chocaba contra la mesa.

—Robert decía «Estás loca» —le conté a Diane—. Eso es lo que no pudiste oír. Salvo esto, todo lo demás lo recuerdas muy bien. —Hice caer la ceniza del cigarrillo—. Mientras te ocultabas en la cama, me encerré en el baño y me corté las muñecas. Robert abrió la puerta, me vendó y me llevó a un hospital privado. Estuve allí dos días hasta que recobré la conciencia lo suficiente como para comprender que no podía regresar a casa. Robert me había internado para protegerme.

Recordé que enfermeros de bata blanca me habían envuelto en sábanas frías. ¿Fue ésa la primera noche que pasé allí? Es difícil de saber. Mis recuerdos de ese año en el sanatorio eran confusos. Recordaba estar mirando fijamente el techo de una fría habitación pensando cuánto odiaba a Robert y ansiando vengarme. No sé si ésa fue la primera noche o muchas noches después, pero supongo que no importa. Las noches en la sala del hospital se confundían. Era un entorno controlado, que sólo cambiaba a medida que la gente llegaba y se iba. Los espíritus que vi allí estaban locos: una mujer gruesa y pálida que en lugar de ojos tenía dos manchones negros, como dos trozos de carbón en el rostro de un muñeco de nieve; una anciana frágil que hablaba en un lenguaje desconocido, en tonos agudos y pequeños como el pío pío de los gorriones en vísperas de tormenta; una mujer demacrada, delgada y descarnada como un profeta que regresa de una vigilia en el desierto, cuyas palmas y pies desnudos mostraban heridas sangrientas que jamás podrían sanar.

—Me pusieron en una sala para trastornados graves —le dije a Diane—. Todo el tiempo estuve allí. Me hice amiga de una mujer que pretendía ser Jesucristo. Una mujer extraña y poderosa con rostro de hacha.

Di otra calada y exhalé el humo, mientras lo veía alejarse. Curiosos recuerdos: había pasado muchas de mis noches gritando al techo que Robert quería matarme, que los doctores intentaban matarme. Al cabo de un mes quise salir. Pensé en escaparme, pero los barrotes de las ventanas eran demasiado gruesos y los enfermeros, robustos. De modo que decidí portarme bien, dejar de gritar por las noches, hacer lo que se me pedía y dar por concluidas las conversaciones teológicas con la señora Jesucristo. Decidí fingir salud, dejar de observar a los espíritus y de llamar a la Luna a través de las ventanas enrejadas.

—Transcurrieron tres meses antes de poder convencerles de que me trasladaran a una sala mejor, para pacientes menos alterados. Me costó un año convencerles de que estaba curada. —Recordé el esfuerzo de aparentar lo que ellos llamaban salud. Sonreía y me abstenía de decir obscenidades aun cuando las obscenidades se imponían.

—Robert venía a visitarme al hospital cada dos semanas sin fallar. Era amable con él.

No hubiera podido salir sin su ayuda. Mi voz era muy seca, muy fría.

—Quería estar libre de él. Quería divorciarme.

Noté que me temblaba la mano al llevar el cigarrillo a la boca; mi otra mano estaba cerrada en un puño. Intenté relajarla.

—Finalmente, dijo que nos divorciaríamos sólo si le concedía tu custodia. Tuve que acordar que jamás trataría de verte sin su permiso. No debía intentar ejercer de madre.

Creo que por entonces salía con otra mujer y quería que no lo estorbara. Como quería librarme de él, se lo prometí. —Aborrecí el tono de disculpa que afloró en mi voz.

Me encogí de hombros ligeramente.

—Cumplió su parte. Me dejó salir.

—A veces venías para Navidad —dijo Diane.

—Iba cuando Robert quería. Y según sus condiciones. En una ocasión creo que se sintió solo y quiso que volviera. Cuando le dije que no tenía intención de hacerlo, me suspendió el régimen de visitas. —Me encogí de hombros una vez más y esbocé una breve sonrisa—. No fue demasiado cruel. Me enviaba fotos tuyas.

—¿Y qué hiciste? —Su voz era controlada y serena. Tenía el rostro congestionado, pero no lloraba.

—Regresé a Nuevo México. Durante un tiempo trabajé de mecanógrafa y luego me inscribí en la universidad estatal para estudiar arqueología. Me las arreglé ese primer verano para conseguir un puesto retribuido de cocinera en una excavación y así comencé en esto.

—Odiabas a papá porque decía que estabas loca —sostuvo Diane.

—Odiaba a Robert entonces por muchas razones —dije. Aplasté el cigarrillo a medio fumar contra la piedra—. Haberme encerrado fue sólo una de sus tantas ofensas. —

Busqué el paquete y encendí otro cigarrillo—. De modo que ahora —le dije con sequedad— has hallado lo que viniste a buscar. Ya sabes por qué me marché. ¿Qué más quieres?

Observé a Diane. Sus brazos seguían rodeando las rodillas. Se balanceaba ligeramente. Me arrepentí de mis palabras. De mi tono.

—¡Vamos! —le dije con suavidad—. Es agua pasada. —Me acerqué y puse la mano sobre su hombro. Me sentía torpe y ridícula, pero no reaccionó. Deseaba que ella me diera alguna señal de que todo iba bien entre las dos, pero siguió con las manos alrededor de las rodillas y sin mirarme—. No llores por algo que ya pasó hace tiempo.

Other books

Demetrius by Marie Johnston
Through a Window by Jane Goodall
The Scorpia Menace by Lee Falk
When Sunday Comes Again by Terry E. Hill
Arrival by Ryk Brown
Choices of the Heart by Laurie Alice Eakes
The Last Days by Scott Westerfeld
Beautiful Warrior by Sheri Whitefeather
In a Killer’s Sights by Sandra Robbins
The Monk Who Vanished by Peter Tremayne