Authors: Pat Murphy
—Diría que tienes razón —convino.
—Qué pena —me lamenté—. Me hubiera gustado irrumpir en el despacho del comisario. Sé cómo intimidar a los hombres jóvenes. —Bebí un sorbo de café—. Es una de las pocas ventajas de ser vieja.
Salvador dio otra larga calada a su cigarrillo.
—Hablaré con mi primo —dijo por fin—. Mi primo hablará con el comisario y le hará entrar en razón —me miró pero no desplegó los brazos—. Costará algo de dinero...
—Está previsto en el presupuesto —asentí.
—Bien.
—Si no resulta, siempre cabe la posibilidad de ir a negociar con el hombre —persistí.
Salvador tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie. Llevaba sandalias. No hizo comentarios. Tony echó otra pizca de aguardiente en cada taza.
El sol se ocultaba. El hueco tronar de las trompetas de caracol que tocaban los sacerdotes mayas sobrepasó el trino de los grillos y retumbó en la plaza. Sólo yo escuchaba el son plañidero y dulce. Ni Tony ni Salvador podían oír los ecos del pasado.
En torno a una mesa plegable, al otro lado de la plaza, tres de los cinco estudiantes de posgrado que trabajaban este verano en la excavación jugaban a las cartas. Cada tanto se oían sus risas.
—Este año los estudiantes forman un buen grupo —comentó Tony.
Me encogí de hombros.
—Es igual que cualquier otro. Cada año me parecen más jóvenes; o quieren encontrar una máscara de jade y un brazalete de oro debajo de cada roca, o desean vivir una experiencia mística en las ruinas bajo la luz de la luna llena.
—O las dos cosas —agregó Tony.
—Cierto. Algunos lo ocultan mejor que otros, pero en el fondo todos son cazadores de tesoros.
—Nosotros lo disimulamos mejor que ellos —reflexionó—. Llevamos más tiempo en esto.
Observé su rostro y no pude seguir siendo cínica al ver cómo me sonreía.
—Supongo que tienes razón. ¿Crees que este año encontraremos por fin una tumba más grande que la de Tutankamón y que lograremos interpretar los jeroglíficos?
—¿Por qué no? —respondió—. Me parece una buena idea.
Nos sentamos en la creciente oscuridad y conversamos acerca de las posibilidades que ofrecía el lugar. Tony, como siempre, era optimista a pesar del escaso éxito que habíamos alcanzado hasta el momento.
Entre 1960 y 1966 un grupo de investigadores de la Universidad de Tulane había rastreado la mitad del centro ceremonial de Dzibilchaltún, realizando extensas excavaciones en diversas estructuras y cavando orificios para tomar muestras de otras seiscientas estructuras. A diferencia del grupo de Tulane, nosotros nos dedicábamos a áreas periféricas y no al centro ceremonial. Estábamos aumentando el área recorrida y sondeada.
Cuando la Luna escalaba el cielo y la oscuridad era absoluta, Tony y yo ya estábamos planeando el tercer año de excavaciones. Salvador se había retirado, impaciente. No comprendía que nos interesaran más los planes del año siguiente que la tarea inmediata.
Terminamos con el tercer año y Tony se marchó hacia donde estaban los alumnos para unirse a ellos durante un rato.
Siempre se entendía con los estudiantes: bebía con ellos, compartía sus dificultades y se reía de sus bromas. Al final del verano le llamaban Tony y le trataban con afecto y yo seguía siendo una desconocida para ellos. Prefería las cosas de ese modo.
Bajo la luz de la luna, fui a dar un paseo hasta el cenote sagrado, la antigua fuente que antaño surtiera de agua a la ciudad. Por el camino me crucé con una mujer que regresaba del pozo. Caminaba donosa y con una mano enderezaba el cántaro que llevaba en la cabeza. A juzgar por el dibujo blanco y negro que decoraba el borde de la vasija, supe que había vivido durante el periodo clásico, unos 800 años después de Cristo.
No vivo enteramente en el presente. Unas, veces me asaltan los fantasmas del pasado.
Otras pienso que yo los asalto a ellos. Nos encontramos en las inciertas horas del alba y del crepúsculo cuando el día y la noche se confunden.
Cuando vago por la Universidad de Berkeley al amanecer, huelo el humo tenue de los fogones que se encendieron y se extinguieron unos mil años atrás. Una sombra revolotea por el camino ante mí. No... dos sombras: son niñitas enfrascadas en un juego donde interviene una pelota, una vara, un aro y mucha risa. Durante un momento las oigo reír, estridentes como aves, y luego la risa se desvanece.
Me saluda uno de los alumnos de mi seminario para graduados, un joven alto y desgarbado vestido con un chaquetón de color verde oscuro. Nos detenemos a conversar, me pregunta algo acerca del siguiente examen y sobre la fecha de vencimiento de la entrega de un trabajo. Me distraigo al ver pasar a una vieja mujer india, que acarrea una cesta de hierbas. El diseño de la canasta no me es familiar y lo estudio mientras ella avanza con dificultad.
—¿Cree que podría resultar?—pregunta ansioso el joven. Me hablaba del tema que había escogido para su trabajo final, pero yo no le escuchaba.
—Hablemos de esto hoy por la tarde, en mis horas de trabajo —le propuse.
A veces los estudiantes me encuentran brusca y maleducada. Intento mostrar interés por sus inquietudes pero las apariciones del pasado desvían mi atención.
He crecido acostumbrada a mis fantasmas. No es peor, supongo, que otras incapacidades. Algunos son cortos de vista, otros oyen poco. Yo veo y oigo demasiado, y eso me distrae de los asuntos que tengo entre manos.
Normalmente los fantasmas me ignoran, atareados en sus propios asuntos. Estas sombras y mis estudiantes viven en tiempos distintos. La aldea india que veo ha desaparecido: pasado. El campus por el que paseo es el ahora: presente. Para los demás no hay superposición entre ambos. Yo vivo en el límite y veo los dos lados.
El agua del cenote era clara y fría. El aire que bordeaba el estanque olía a nenúfares y a fango húmedo. Me detuve en la orilla, me senté y recliné la espalda contra una piedra cortada que años atrás había formado parte de alguna construcción.
Por todas partes asomaban piedras de templos. Hace tres mil años los mayas habían construido uno ahí. Mil años atrás lo habían abandonado para retirarse a los bosques.
Ningún arqueólogo sabía por qué y los antiguos mayas aún no lo habían dicho. Aún no.
Las pesadas lluvias de miles de primaveras habían socavado las rocas y los vientos las habían cubierto de polvo. La hierba había crecido cubriendo las piedras y ocultando sus secretos. En la cresta de los montículos se habían levantado árboles, cuyas retorcidas raíces habían volteado y hendido la roca. La vegetación había transformado las tierras.
Me gustaba ese lugar. De día observaba las sombras de las mujeres que iban al estanque en busca de agua y de los esclavos y labriegos que se inclinaban para llenar los cántaros de agua cristalina. Luego cargaban las tinajas sobre la cabeza y se alejaban con esa gracia estática que se requiere para no verter los cántaros colmados. Hablaban, reían y bromeaban. Me gustaba escucharlos.
El viento agitaba las aguas y la luz de la luna trazaba una línea de plata sobre la brillante superficie. Los murciélagos se arrojaban al estanque para atrapar insectos.
Percibí un movimiento en el sendero que conducía al cenote y esperé. Tal vez fuera un esclavo enviado a buscar agua. Quizás una joven al encuentro de su amante.
Oí el suave golpeteo de unas sandalias contra la roca y vi que una sombra cruzaba entre el estanque y yo. La figura cojeaba ligeramente. En su cabeza se adivinaba un tocado de trenzas. Se inclinó con gracia femenina para tocar el agua. Dio media vuelta para proseguir el camino, luego se detuvo, y dirigió la mirada hacia mí.
Esperé. Los grillos chirriaban a mi alrededor. Se oyó el croar de una rana, pero ninguna le respondió. Por un momento pensé que había confundido a una mujer de mi época con una sombra del pasado. La saludé en maya, idioma que hablo medianamente bien después de diez largos años de vacilaciones y balbuceos. Mi acento no es bueno. Lucho con las sutilezas de entonación y se me escapan los retruécanos y chanzas pero suelo comprender y hacerme entender.
La persona que me observaba, de pie a la orilla del estanque, permaneció en silencio un instante. Luego dijo:
—Veo una sombra viviente. ¿Por qué está aquí?
Por el tono de su voz, calculé que sería una mujer de mi edad. Hablaba maya con acento antiguo.
Las sombras no hablan conmigo. Quedé muda un momento. Las sombras vienen y se van, y yo las observo, pero no hablan ni me contemplan.
—Háblame, sombra —dijo la mujer—. Hace tanto tiempo que estoy sola... ¿Por qué estás aquí?
Los grillos llenaron el silencio con su estridencia. No sabía qué decir. Las sombras no hablan conmigo.
—Me detuve a descansar —repliqué con cautela—. Es un sitio muy tranquilo.
No era más que una afilada sombra en la penumbra y yo no podía distinguir detalles.
Se echó a reír, con un sonido grave y tenue como el agua que brota de un cántaro.
—La paz no es tan fácil de conseguir. Si crees que éste es un sitio pacífico, no conoces este lugar.
—Lo conozco —me defendí con aspereza. Me disgustaba que aquella sombra pusiera en duda mi conocimiento de un lugar que yo consideraba mío—. Para mí es pacífico.
Permaneció inmóvil un momento e inclinó la cabeza a un lado.
—¿Así que crees que éste es tu sitio, sombra? ¿Quién eres?
—Me llaman Ix Zacbeliz.
Cuando supervisaba una excavación en Ikil, los obreros me habían dado ese nombre, que significa «mujer que transita el sendero blanco». El apodo era lo más parecido que podía tener a un nombre maya.
—Hablas en maya —concedió la sombra suavemente—. ¿Pero hablas el lenguaje de los zuyúa? —Su voz era un desafío.
El lenguaje de los zuyúa es un antiguo enigma verbal. Había leído las preguntas y respuestas en los Libros de Chilam Balam, escritura sagrada maya que había sido transcrita en caracteres europeos y preservada cuando se destruyeron los libros originales que contenían los jeroglíficos. El texto que rodeaba las preguntas daba a entender que los acertijos habían sido utilizados para distinguir a los auténticos mayas de los invasores, a la nobleza de los campesinos. Si hablaba el lenguaje de los zuyúa, yo era del lugar. Si no, era una extraña.
La mujer del estanque volvió a hablar, sin esperar mi respuesta.
—¿Por qué agujeros canta la caña de azúcar?
Ése era sencillo.
—Por los de la flauta.
—¿Quién es la niña con muchos dientes? Tiene el cabello retorcido en un penacho y su aroma es dulce.
Me recliné contra la piedra, pensando en el texto del libro sagrado. Según recordaba, muchos acertijos se referían a los alimentos.
—La niña es una mazorca de maíz, asada en un hornillo.
—Si te digo que me traigas la flor de la noche, ¿qué harás?
Ese no lo recordaba. Miré sobre su cabeza y observé las primeras estrellas de la noche.
—Allí está la flor de la noche: una estrella en el cielo.
—¿Y si te pido la luciérnaga de la noche? Tráemela con la lengua del jaguar.
Este no estaba en el libro. Consideré la pregunta mientras sacaba un cigarrillo del paquete y lo encendía con un fósforo. La mujer se echó a reír.
—Ah, ya veo. Hablas el lenguaje de los zuyúa. La luciérnaga es la vara de humo y la lengua del jaguar es la llama. Seremos amigas. Hace mucho tiempo que estoy sola —
inclinó la cabeza a un lado pero en la oscuridad no logré ver su expresión—. Tú buscas secretos y yo te ayudaré a encontrarlos. Sí. Ha llegado el momento.
Se volvió y avanzó hacia el camino que conducía al sudeste, lejos del cenote.
—Espera —la detuve—. ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
—Me llaman Zuhuy-kak —respondió.
Había oído antes ese nombre, si bien tardé un momento en recordarlo. Zuhuy-kak significaba «virgen de fuego». Algunos libros se referían a ella. Según se decía, era la deificación de la hija de un noble maya. Pero he comprobado que a la hora de identificar a las sombras que encontraba en las ruinas, los libros eran muy poco fiables.
Con los ojos entrecerrados recliné la cabeza en la roca y la observé partir.
Un psiquiatra moderno —uno de esos hechiceros sin ritual— diría que Zuhuy-kak fue una alucinación y un deseo de realización, producidos por el cansancio, la comida picante y el aguardiente. Si se le insistiera, diría con un ademán que Zuhuy-kak —y otras sombras menos elocuentes que me asaltan— son aspectos de mí misma. Mi inconsciente me habla por medio de las visiones de los indios.
O tal vez diría que estoy loca.
De todas formas, jamás he hecho la prueba. Nunca hablé a nadie de mis sombras. Yo me quedo con mis hechiceros estrafalarios. Denles incienso y cascabeles, y huesos que arrojar; quítenles los libros. Que los hechiceros del mundo actual, con sus guardapolvos blancos, persigan sombras en la oscuridad. Conozco mis fantasmas. Pero ellos no hablan ni me consideran su amiga. Mis fantasmas mantienen la distancia y, cuando los observo, siguen con sus asuntos. Esta mujer maya llamada Zuhuy-kak no seguía las reglas que yo conocía. En medio de la noche perfumada de nenúfares me pregunté si las reglas estarían cambiando.
De regreso a la choza que durante la temporada me servía de morada, me recosté en la hamaca y escuché el lento latido de mi corazón. El techo de hojas de palmera murmuraba bajo la brisa nocturna.
La hamaca se meció hasta dormirme. Los sonidos cambiaron. El latido era ahora el de un tunkul, un platillo hueco de madera que se golpeaba con una vara. El canto del grillo se tornó más áspero e intenso, como el rumor de los guijarros sacudidos dentro de un sonajero de calabaza. El susurro del techo de palmera se convirtió en un murmullo de voces: una multitud me rodeaba y me oprimía por todas partes. Sentía el peso de las trenzas sobre la cabeza y un incómodo manto en torno a mi cuerpo. Una mano me empujó hacia delante y abrí los ojos.
Ante mí había un precipicio. En el fondo, el agua verde jade. El golpeteo apresurado de un tambor aceleraba el pulso de mi corazón y de pronto yo era una mujer que caía.
Desperté sobresaltada, con los dedos aferrados a la red de la hamaca. El viento estremecía el techo de palmera y arrastraba algunas hojas delgadas por el suelo de tierra apisonada de mi choza.
Desde el abismo, había reconocido los escarpados muros de piedra caliza y las verdes aguas del cenote sagrado de Chichén Itzá. El aroma, pensé, procedía del incienso copal.