La mujer que caía (4 page)

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Authors: Pat Murphy

No se me ocurría ninguna otra cosa que decir. Mi padre había fallecido, podría señalar.

Acabo de terminar una mala relación sentimental o he renunciado a mi empleo como artista gráfica. Podría contarle eso. Me dirijo a ver a mi madre, a quien hace quince años que no veo y creo que me voy a volver loca. Entonces me echaría a llorar y escondería el rostro en el hombro de su chaqueta deportiva y dejaría una enorme mancha húmeda.

Parecía muy serio y muy preocupado por mí.

—Estoy bien —dije, y volví el rostro hacia la ventanilla.

—¿Pasará mucho tiempo en Mérida? —preguntó—. Si es así, puedo sugerirle buenos restaurantes.

Sonreí con cortesía: era una sonrisa de plástico, de muñequita Barbie, una mera curva de labios sin ningún propósito que la sostuviera.

—Gracias, pero estaré en las excavaciones arqueológicas de las afueras de Mérida. No pienso pasar mucho tiempo en la ciudad.

—Seguramente debe de ir a Dzibilchaltún —aventuró, y sonrió cuando asentí.

—¿Cómo lo sabe?

Se encogió de hombros.

—Mérida no es tan grande. Es la única excavación arqueológica del lugar. He oído hablar de la doctora Elizabeth Butler, la mujer que dirige el grupo.

—¿Qué ha oído?

—Que escribe libros.

—Lo sé. —Sonreí muy a mi pesar. Había leído todos los libros de mi madre, cuyos ejemplares de tapa dura compraba apenas salían a la venta.

—¿Cuánto tiempo se quedará?

—No lo sé.

Me recliné contra el respaldo del asiento y cerré los ojos para desalentar toda conversación. Por una vez, el mundo de mi mente quedó en silencio y a oscuras. El avión me llevaba al sur, y no había nada que yo pudiera hacer para acelerarlo ni retrasarlo.

Ahora no se requería nada de mí. No podía detenerme aunque quisiera.

Mis recuerdos de las dos semanas pasadas eran difusos, pero algunas escenas permanecían claras. Recordé la noche anterior al funeral de mi padre. No podía dormir, y en cierto momento, creo que a medianoche, tomé la botella de whisky del estante de licores de mi padre y comencé a beber. El alcohol no detuvo el ruido que latía en mi cabeza, pero su efecto me ayudó a ahogar las voces rezongonas que me decían lo mal que me estaba comportando, y lo avergonzado que estaría mi padre si pudiera verme.

Encendí el televisor y cambié ociosamente de canal, sin detenerme tras el primer anuncio, hasta que sólo quedó un canal en el aire, que transmitía viejas películas hasta el amanecer.

Me senté en el sillón de mi padre y observé a una hermosa actriz platinada discutir con un hombre de rostro escabroso. No necesité ver el resto de la película para saber que la disputa terminaría en nada. Tarde o temprano el hombre de rostro escabroso estrecharía a la rubia entre sus brazos y ella se dejaría estrechar, olvidando todas las desavenencias del pasado. Supe que al final se besarían y se reconciliarían. En las películas siempre se besaban y se reconciliaban.

Mi madre y mi padre solían pelearse, pero por alguna razón nunca llegaban a besarse ni reconciliarse. Cuando discutían jamás gritaban, pero aun cuando mi madre mantenía la voz baja, sus palabras tenían una intensidad aguda y brillante, como el efecto del alcohol sobre una herida abierta. Mi padre también era obcecado, no daba el brazo a torcer.

Recuerdo la vez en que me dijo que mi madre estaba loca. En su tono había un duro deje de reproche, como si de algún modo esa demencia hubiese sido culpa de ella.

Pasaron un anuncio publicitario, y bebí el resto del whisky. Dejé el televisor encendido y deambulé hacia el balcón. La casa de mi padre estaba encaramada en la ladera de una colina, y desde la terraza se obtenía una vista panorámica de Los Ángeles: un manto de luces rutilantes, calles resplandecientes como mándalas distantes, luces de neón, y luces hogareñas. Permanecí contra la baranda, observando la ciudad y pensando en mi madre.

En un momento de súbito adormecimiento, cerré los ojos.

Los abrí ante la oscuridad y el silencio. No había luces, excepto la de la pálida luna creciente que pendía baja sobre el valle sombrío. Se habían apagado las luces de neón, de calles y de autos. La brisa fresca que abanicaba mi rostro traía el distante aroma de fogón de los campamentos. Oí a una lechuza ulular a lo lejos y el rápido latir de mi corazón.

Aferré la baranda con ambas manos, luchando contra una oleada de vértigo. El pánico se apoderó de mí: temí caer sobre la cerca dentro del negro hueco que se abría bajo la terraza y hundirme eternamente en la oscuridad. Cerré los ojos ante la visión y al abrirlos vi las luces de Los Ángeles, lejanas y frías, pero infinitamente tranquilizadoras.

No volví a beber. No dormí, pero dejé de beber. Y en las horas que preceden al amanecer decidí ir en busca de mi madre. La necesidad de verla parecía ligada a mi ebria visión de la caída y a la inquietud que me invadía incluso antes de la muerte de mi padre.

Me revolví intranquila en el asiento, escuchando el zumbar sereno de los motores del avión. Traté de imaginar el rostro de mi madre, dibujándolo en la oscuridad. Un rostro delgado, dominado por vivaces ojos azules. Cabello corto y desordenado, castaño con mechas grises, del color de un perro pastor inglés. Una mujer delgada, cuya ropa era demasiado grande para ella, cuyas manos siempre estaban en movimiento y cuyos ojos miraban curiosos y brillantes. Aunque la imagen mental que me había formado de mi madre era estática y congelada, la recordaba en constante movimiento: caminando, limpiando, cocinando.

Cuando era niña, tenía un ensueño diurno permanente acerca de mi madre: que regresaba a casa. Por qué venía y cómo era algo que cambiaba en cada ocasión. Unas veces llegaba en una camioneta y nos íbamos a una excavación arqueológica. Otras, rugiendo en una motocicleta y me llevaba a vivir con ella en Berkeley. Irrumpía en la ciudad montada en un caballo negro y nos alejábamos galopando hacia la puesta del sol.

Los detalles cambiaban: vestía pantalones vaqueros, atuendos mexicanos, ropa de safari, vestidos comunes... Pero los sueños siempre eran nítidos y brillantes, y el final, feliz.

Quince años atrás había dejado de soñar.

Era la época de Navidad. El aire olía a pinos; el vino de mi madre burbujeaba en su copa. Yo tenía quince años, y estaba sentada sobre la alfombra al lado del fuego. Robert, mi padre, descansaba cerca en un sillón.

Mi madre se sentó sola, en un sillón antiguo de horrendos brazos tallados y tapizado de brocado. Apoyaba el brazo izquierdo por encima del respaldo del sillón, y la manga de la camisa, muy holgada para ella, quedó replegada dejando al descubierto las cicatrices blancas que surcaban sus muñecas. Alrededor de las marcas, la piel estaba bronceada.

Robert y mi madre hablaban con toda cortesía.

—¿Te quedarás en la ciudad? —preguntó Robert.

—En el Biltmore —respondió—. Mañana regreso a Berkeley. He estado en Guatemala dos meses, y tengo mucho que hacer.

En ese momento, me preguntaba qué tendría que hacer mi madre. Parecía fuera de lugar en casa de mi padre, pero no lograba imaginar ningún sitio donde ella no estuviera fuera de lugar. Estaba un tanto nerviosa y a menudo miraba el reloj que había sobre la chimenea.

—¿En qué lugar de Guatemala estuviste? —le pregunté.

—Cerca del lago Izabal —replicó mi madre—. Excavando una zona muy pequeña. Un centro comercial. Hallamos vasijas de Teotihuacán, cerca de Ciudad de México, hacia el norte. —Se encogió de hombros—. Discutiremos durante meses acerca de cómo interpretar los hallazgos. —Esbozó una sonrisa brillante y sincera, muy distinta a aquella con la que había saludado a Robert—. Después de todo, los arqueólogos necesitamos ocupaciones en invierno.

—¿Deseas más vino? —preguntó Robert, interrumpiendo mi siguiente pregunta. Se apresuró a llenarle la copa.

Luego él cambió de tema y habló de la casa, de sus negocios y de mis estudios.

Cuando mi madre terminó el vino, intercambiamos regalos. El mío estaba envuelto en papel marrón, y ella se disculpó por el envoltorio.

—El mercado guatemalteco no ofrece gran cosa en cuanto a papel de envolver se refiere —dijo en un tono seco que parecía implicar que yo ya había estado en Guatemala y conocía muy bien el mercado.

Era una camisa de una pesada tela tejida en hilos negros y burdeos. En los bolsillos y en la espalda se veía bordado y ribeteado un estilizado pájaro.

—En el mercado se ve a las mujeres tejer estas túnicas —aclaró mi madre—. Es un pájaro quetzal, el símbolo de Guatemala. Se les llama camisas quetzal.

Me puse la prenda sobre la camiseta. Me venía algo grande, pero la estreché con los brazos.

—Es preciosa —dije—. Preciosa.

—Es un poco grande —acotó Robert desde su silla cerca del fuego.

—Ya creceré para llenarla —respondí, sin mirarlo—. Estoy segura de que me irá bien.

Hubo más conversación de cortesía pero no la recordaba toda. Robert la felicitaba por su segundo libro, que acababa de publicarse y recibía buenas críticas. Mi padre la despidió en la puerta. Acompañé a mi madre hasta el coche. Ese día había llovido y las calles estaban algo húmedas. Pasó un automóvil y los neumáticos chirriaron sobre el pavimento. Las luces navideñas que mi padre había colocado en el porche frontal se encendían y se apagaban intermitentemente: rojas, azules, verdes, amarillas...

Me detuve al lado del coche de mi madre. Cuando abrió la puerta delantera se encendió la luz del interior y vi un tumulto de cosas en el asiento de atrás: dos paquetes envueltos también en papel marrón y atados con cintas, un sucio talego de loneta adornado con hebillas de equipaje y un sombrero de paja con una banda de cuero de serpiente que sostenía tres plumas azules. Mi madre se sentó en el asiento y cerró la puerta.

—¿Dónde pasarás la Navidad? —le pregunté.

—Con algún amigo —respondió—. Al día siguiente me marcharé a Berkeley. —Oí el sonido metálico de la llave al hundirse en el contacto del vehículo.

—¿Puedo ir? —le pregunté deprisa—. No molestaré. Pensé que tal vez... —Me detuve, atrapada en un enredo de palabras.

Las luces de colores se reflejaban en su rostro: rojas, azules, verdes, amarillas, rojas, azules. Lo recuerdo con claridad, congelado como en una foto instantánea. El aire era muy frío.

—¿Venir conmigo? Pero tu padre... —se interrumpió—. Debes pasar la Navidad con él.

—Quiero pasarla contigo —dije en voz baja—. Lo necesito.

Observé su rostro bajo la luz intermitente. Ya no estaba congelado: sus ojos se habían entrecerrado y la boca estaba tensa. Cansada, infeliz, tal vez atemorizada. Su mano aferraba el volante y las luces insistían: rojas, azules, verdes...

—Pronto me marcharé —comenzó—. Otra excavación. No puedo... Algo no había funcionado como en mis sueños. Me aparté del coche.

—No importa —respondí—. Olvídalo. Olvídalo.

—Toma —me dijo. Extendió la mano hacia el asiento trasero y sacó una pluma azul de la cinta que rodeaba el sombrero—. Es una pluma de quetzal. Trae buena suerte.

Permanecí de pie en la calzada, sosteniendo la pluma azul mientras ella daba marcha atrás para partir. Las luces de colores se reflejaban en el pavimento húmedo, y mientras se alejaba, las llantas se despidieron con un susurro. Arrojé la pluma a la acera. Cuando la busqué por la mañana, se la había llevado el viento.

Me despertó el sonido rasposo de la voz de la azafata por el altavoz. «Atención, por favor, ajústense los cinturones y coloquen sus asientos en posición vertical. Vamos a aterrizar en el aeropuerto de Mérida. Deseamos que disfruten de su estancia en Mérida y agradecemos su confianza en la compañía Mexicana.» La voz repitió rápidamente el mensaje en español. Capté unas pocas palabras, aprendidas en las clases de castellano de la escuela secundaria largo tiempo atrás.

El hombre que viajaba a mi lado me sonrió y dijo:

—¿Se encuentra mejor?

Asentí, le obsequié con mi sonrisa mecánica y miré hacia la ventana para eludir la conversación. A través de ella vislumbré una alfombra verde polvorienta, moteada de quemaduras de cigarrillo, y unas manchas de un gris blancuzco. A medida que el avión se acercaba para aterrizar en Mérida, la alfombra se convirtió en arbustos espinosos; las manchas, en caminos y pequeños campos. Divisé finas líneas negras que dividían la superficie: rutas que se dirigían al golfo de México o a la costa del Caribe. Luego el avión tomó tierra y sólo vi la pista y la terminal.

Me sentía desorientada y extraña. El mundo fuera del avión parecía plano e irreal, como una imagen sobre la pantalla de un televisor. El sol deslumbrada; parpadeé, pero aun así hería la vista. El avión se internó en la sombra del aeropuerto y las personas a bordo empezaban a desperezarse, a conversar y a abrirse paso entre los pasillos, ansiosas de ir a alguna parte. El hombre que había viajado a mi lado ya estaba de pie. Me miró un instante.

—¿La puedo ayudar en algo? —preguntó.

—No —le dije—. No, gracias.

No quería ayuda. Quería estar sola. No se movió, y comencé a hurgar debajo de mi asiento para dar con mi bolso. Cuando lo encontré, ya se había dado por vencido y avanzaba por el pasillo. Mientras los pasajeros descendían, extraje un espejito de mi neceser y me observé. Estaba pálida. Al levantar las gafas de sol reparé en las ojeras que enmarcaban mi mirada. Me senté un rato, esperando que saliera otro grupo de pasajeros, y me encaminé hacia la puerta tras el último.

Mientras descendía las escaleras en Mérida, advertí que nadie me detendría. Viajaba huyendo de mi casa, de mi trabajo, de mi antiguo amante. Nadie me había detenido.

Vacilé, parpadeando ante el sol estridente. La escalera de embarque me parecía demasiado alta; el aeropuerto, muy lejano. Recordé mi visión de la caída y me aferré al pasamanos, incapaz de dar un paso más.

—¿Tiene algún problema, señorita? —me preguntó la azafata a mi lado.

—No —me apresuré a decir—. Ningún problema.

Las escaleras producían un ruido metálico bajo mis pies. Mientras me dirigía a la terminal sentía el calor que despedía el asfalto.

Avancé hacia la sombra del edificio, con la cabeza erguida y la sonrisa compuesta.

Esperé a que la cinta transportadora me devolviera la maleta y dejé que la multitud se apiñara a mi alrededor. Intenté captar alguna expresión coloquial en español, pero no lo conseguí. Atrapé la maleta y salí del edificio.

—¿Taxi? —ofreció un viejo de pie ante un Chevrolet azul, viejo y sucio. Asentí y le dije en mi mejor español académico que quería ir a las ruinas, pero se negó a comprender.

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