Authors: Pat Murphy
Una noche perdí mi virginidad en el asiento trasero de un Chevrolet prestado, después de haber bebido una botella de vino. Semanas más tarde, el periodo no llegó en la fecha debida. Nos casamos. En esa época, era la única solución razonable. Dejé los estudios y seguí mecanografiando trabajos para ganarme la vida, pero con el inmenso peso de llevar un hijo en el vientre. Después del nacimiento de Diane, mientras Robert proseguía sus estudios de medicina, yo escribía a máquina mientras cuidaba al bebé, lavaba la ropa y cocinaba sopa y pasta. Sopa, porque era económica; pasta, porque satisfacía el estómago.
Comencé a recordar con nostalgia las largas noches que pasaba sola en el pequeño dormitorio del internado, leyendo hasta el alba, y levantándome para asistir a clases. Allí, el tiempo era limitado, pero era todo para mí. Siendo madre, era inexistente. Sólo conseguía leer cuando Diane dormía. Asistí a unas charlas sobre arqueología en un centro local, pero Diane se inquietaba y perturbaba las conferencias llorando o haciéndome en voz alta preguntas ininteligibles. El profesor me pidió que no trajera más a la niña, pero no podíamos pagar a una niñera.
Me sentía cada vez más nerviosa y mis sueños cobraban vividez. Vagaba por junglas exóticas plagadas de flores brillantes, de gentes extrañas, de ruinas decrépitas. Me sentía impaciente y enojada conmigo misma y con el mundo.
Robert y yo peleábamos incesantemente: sobre Diane, sobre el dinero y la falta de dinero; sobre el orden doméstico y la falta de orden doméstico. Recuerdo con claridad una noche que estábamos en casa. Diane se había dormido y yo estaba zurciendo unos calcetines de Robert mientras veía un documental por televisión acerca de los indios de la selva brasileña. Robert estaba en casa, y despierto, cosa bastante rara. Caminaba, enérgico y nervioso. En una fiesta dada por uno de sus compañeros, un hombre presuntuoso había hablado acerca de las limitaciones de lo que él llamaba la «mente primitiva». Al parecer, para él todas las razas eran primitivas, salvo la blanca. Discutí un rato con él, y terminé llamándolo «estúpido fanático», insulto que llegó a oídos de Robert.
—¿No podrías haber tenido un poco de tacto? —me preguntó.
—¿Querías que le rindiera pleitesía a semejante imbécil?
—Quiero que tengas un poco de sentido común. Ese idiota es jefe de cirugía y en el hospital tiene muchísima influencia —dijo Robert—. Debes tener más cuidado. Antes lo tenías.
Observé cómo un indio hendía un árbol de caucho con un machete y recogía la savia que fluía en una cubeta.
—¿Qué es lo que te pasa últimamente? —inquirió—. ¿Por qué estás tan susceptible?
—No me gusta estar aquí. —Confesé con tristeza, apartando la vista del televisor.
Robert dejó de dar vueltas, mostrándose súbitamente comprensivo.
—Tampoco a mí. —Se sentó a mi lado en el sofá y me rodeó con los brazos—. Las cosas se solucionarán. No siempre viviremos aquí. Cuando tenga una buena posición nos trasladaremos a un barrio mejor.
Pensé en ese hipotético barrio e imaginé interminables vistas de senderos ajardinados, cercas blancas y niños sonrientes.
—No —le dije.
Estrechó mis brazos con suavidad.
—Ya casi estamos allí. Un año más...
Un año más me acercaría por un año más a una casa en un barrio que no deseaba.
—No —repetí—. Quiero ir a la jungla.
—¿Qué?
Hice un gesto hacia la pantalla del televisor, donde las mujeres indias se acuclillaban ante un fogón.
—Ésa es mi idea de una zona mejor.
—Está bien —dijo.
Se echó a reír. Mi padre también se había reído cuando le dije que seguiría estudiando.
—Éste no es mi sitio. No sé cuál es, pero sé que no está aquí. Sacudió la cabeza, aún sonriendo, incrédulo y divertido por la idea.
—Para ser una mujer inteligente, eres bastante tonta. ¿Qué cuernos harías allí?
Además, después de una semana entre los bichos y la mugre estarías de regreso en casa.
Lo miré con frialdad, preguntándome de pronto si alguna vez me habría escuchado cuando le hablaba de la arqueología y antropología. Lo veía con claridad pero muy distante, como si al reírse se hubiera interpuesto entre los dos una pared de cristal. Diane me llamó desde su habitación. Quería un vaso de agua. Sin decir palabra, me retiré para atender a la niña.
Robert jamás comprendió la naturaleza de mi descontento, ni después de marcharme de casa, ni cuando me corté las muñecas. Siguió esperando que volviera a ser la mujer con la cual se había casado, sin jamás comprender que era una farsa, que nunca existió.
Y así paseaba por el barrio, intentando quemar la energía que me mantenía despierta por las noches, la misma que me impedía descansar. Fue durante una de esas caminatas cuando comencé a ver sombras del pasado. Un grupo de indios partiendo de cacería.
Cuatro mujeres cargando cestas de mimbre llenas de raíces desconocidas. Recuerdo haber visto a un fraile español, montado en un burro cansado, cruzándose en mi camino rumbo a algún lugar importante. Una tropa de soldados a caballo levantaba una polvareda al trotar por la calle asfaltada, y desaparecía al atravesar un edificio que obstruía su camino.
Recordé claramente un día en que no salí a caminar. Diane tenía cinco años y estaba con gripe. Me quedé en casa para cuidarla, dando vueltas por el apartamento. Era agosto y la temperatura no bajaba de los 38 grados. Era una ola de calor que el locutor del informe meteorológico prometía que descendería. Después de horas de rezongar y quejarse, Diane finalmente se durmió. Robert trabajaba de noche en el hospital. Me senté en la mesa de la cocina en una silla de madera que tambaleaba. Hacía calor, mucho calor, y había estado bebiendo cerveza toda la tarde con una vecina, una mujer desaliñada que no tenía nada bueno que decir sobre nadie. Había bebido con ella sólo porque no podía tolerar estar sola. Yo tenía veintiséis años, y me parecía mal estar sola, bebiendo una cerveza tras otra. Pero a las seis, cuando la vecina se marchó, seguí bebiendo cerveza fría y mirando las paredes.
En ese viejo apartamento, el calentador retumbaba, el refrigerador rechinaba, el suelo se resquebrajaba sin ninguna razón visible. Cuando me detuve a escuchar el ruido de la nevera, advertí voces. Parecía una conversación lejana en una fiesta.
Después de irse la vecina, tomé conciencia de que no estaba sola. Muy lentamente, pude ver a la mujer que estaba sentada a la mesa en el sitio que la otra había dejado vacío. Me observaba. La luz de la cocina era tenue. No había encendido la luz del techo y la iluminación crepuscular se filtraba entre la suciedad de las ventanas. El rostro de la mujer estaba en la penumbra, por lo que no lograba reconocerlo.
Sostuve su mirada durante un instante, preguntándome vagamente cómo habría hecho para entrar.
—¿Quiere una cerveza? —le ofrecí.
Rehusó con un gesto.
—¿Qué cree que debo hacer? ¿Huir, o quedarme aquí para cuidar a la niña?
Le había dicho a mi vecina que pensaba dejar a Robert. Se había echado a reír. Según ella, después de unos meses de soledad regresaría corriendo a casa.
La mujer cuyo rostro no lograba distinguir no se rió.
—Huye.
¿Había hablado o se trataba del murmullo del calentador? Las sombras nunca se habían dirigido a mí de ese modo.
Sentí algo frío en el estómago. La cerveza me había sentado mal, el calor me mareaba.
—No puedo abandonar a la niña.
Me esforcé por verle el rostro, pero estaba oculto en las sombras.
—¿Por qué te escondes? —le pregunté—. Háblame. ¿Qué debo hacer?
—Huye. —Otra vez, oí el susurro.
—No puedo huir. Debe haber algo más que pueda hacer. Debe haberlo.
Miró sus manos y las levantó por encima del borde de la mesa para mostrarme lo que tenía entre ellas. En sus palmas abiertas, como una ofrenda ante un altar, había un cuchillo, una afilada hoja de obsidiana que destelleaba bajo la tenue luz.
En algún lugar lejano oí el llanto de un niño y me sobresalté. Reconocí la voz de Diane.
Había despertado de su larga siesta y me llamaba. Miré hacia las sombras y la mujer había desaparecido.
Estaba sentada sola en la plaza. Una enorme polilla —acaso la hermana de la otra, que tanto había luchado por llegar hasta la luz y morir— voló de la oscuridad, se arrojó a la llama pálida de la linterna Coleman, se alejó del cristal y regresó de nuevo a la noche. Me puse de pie; ya no deseaba estar quieta. No quería recordar. Caminé hacia el Templo de las Siete Muñecas, en busca de Zuhuy-kak.
El monte jamás estaba mudo. Al caminar, los arbustos se agitaban a mi alrededor con los suaves y cautos movimientos de los animalitos. Se oía el son de los insectos y a veces el aleteo de los murciélagos nocturnos. Sonidos inofensivos: estaba acostumbrada al monte de noche. Crucé la choza de Salvador y seguí la senda que se perdía en las antiguas ruinas.
Oí un roce, como el de una falda contra el suelo. Miré a mis espaldas: sólo el viento.
Un joven médico arrogante del manicomio me había explicado que me costaba discernir entre mis fantasías y la realidad.
—Usted lo objeta porque no reconozco su realidad —le dije—. Pero yo no tengo problemas para reconocer mi propia realidad.
Por aquel entonces, el doctor sería pocos años mayor que yo, tal vez tendría veintinueve o treinta años. Llevaba el pelo cortado a la usanza militar, estaba bien afeitado, bien bañado, y su consultorio olía a crema de afeitar.
—No veo la diferencia. Hay una sola realidad.
—Ésa es su opinión.
Aún tenía las muñecas vendadas con gasa quirúrgica hasta el codo. Las heridas casi habían cicatrizado pero todavía sentía los brazos rígidos e hinchados. Los crucé sobre el pecho con aire desafiante.
—No me agrada su realidad. No me gusta tampoco la realidad de mi esposo, pero él no me permite modificarla. El joven doctor frunció el ceño.
—Debe cooperar, Betty —dijo, con aspecto de genuina preocupación—. Deseo ayudarla.
—Mi nombre es Elizabeth.
—Su esposo la llama Betty.
—Mi esposo es un imbécil. No sabe mi nombre. Mi esposo intenta acabar conmigo.
El joven doctor protestó: mi esposo se preocupaba mucho por mí, mi esposo quería protegerme. El joven doctor no comprendía que la realidad tiene sombras. La metáfora es lo que quedó de la realidad. Le dije que Robert quería acabar conmigo. En realidad, quería que fuera sumisa y complaciente, tan buena como sólo puede serlo un muerto. No era malvado, pero no comprendía lo que yo necesitaba para vivir. Quería que yo estuviera muerta para el mundo. Cuando vi que las paredes de la sala se cerraban, también lo viví como una especie de verdad. El mundo en que vivía era pequeño y cada vez menguaba más.
El joven doctor creía en una sola realidad, en la que los jóvenes doctores se hacen cargo de las cosas y los pacientes se muestran muy agradecidos. Jamás admitiría una realidad en la cual los espíritus del pasado habitaran las calles de Los Ángeles. Eso no encajaría; no podría ser. En aquella época, el doctor era un joven imbécil. Probablemente ahora fuese un viejo imbécil.
Al llegar a la iglesia española fumé un cigarrillo e intenté oír sonidos de pasos sobre el sendero. Nada. Estaba sola. Acaricié el vendaje que cubría los arañazos allí donde la rama me había desgarrado la piel. La muñeca me dolía, y el dolor me evocó recuerdos. Mi hija dormía cerca y eso también traía recuerdos.
A veces, vuelvo a vivir las imágenes del intento de suicidio, llegan a mí sin que las llame ni las busque. El perfume de la loción para después de afeitar que Robert usaba, el calor húmedo del vapor que se elevaba de la bañera a medida que la llenaba, el contacto del cristal frío contra la piel de mis muñecas... recuerdos de la vez en que cerré la frágil puerta del baño y abrí el grifo del agua caliente para que borboteara en la bañera. No me agradaba la idea de abrirme las muñecas con una navaja, de sentir el frío metal contra la piel. Sostuve un largo fragmento de fino cristal en la mano y sonreí. Eso sería mejor, más apropiado.
Dolió. Lo recuerdo; pero junto al dolor había una especie de anticipación. Estaba de pie al borde de algo enorme; es lo mismo que se siente justo antes del orgasmo, cuando el cuerpo arde con intensidad nueva y cada nervio late con vida, tanta vida que cada movimiento produce dolor y regocijo. Hay sensaciones tan grandes que no pueden ser contenidas en el cuerpo. A estas sensaciones las llamamos dolor, a falta de un nombre mejor. Mientras oprimía el cristal contra la piel sentía más que dolor, más que el frío borde del cristal, y que el flujo cálido de la sangre bajando por el brazo. Podía ver cómo la sangre manaba a borbotones, al ritmo de mi corazón, y dejé que inundara y desbordara la bañera, que recorriera mi cuerpo desnudo. Podría haber luchado contra Robert, pero, cuando irrumpió en el baño yo estaba medio inconsciente. Había ido más allá de la lucha, hasta un gran sitio vacío que rugía con el sonido del mar. Estaba dispuesta a proseguir pero Robert me retuvo.
A veces lo recuerdo. Pero procuro no hacerlo.
Después de la muerte de mi padre, en esas dos semanas en que no pude dormir ni comer, mi amiga Marcia sugirió que acudiera a un psicólogo. Fui a ver a su psicóloga, una mujer de hombros cuadrados, de suaves ojos grises que contrastaban entre las líneas angulosas y rectas de su rostro. En las paredes de su consultorio, revestidas de madera, pendían unos cuadros en tono pastel, enmarcados de negro: una curiosa mezcla de severidad y suavidad. Se sentó en una mecedora. Yo lo hice en un sillón demasiado mullido.
Me pidió que le hablara de mí misma. Pensé, por un momento, en hablarle de la noche anterior al funeral de mi padre. El recuerdo me había acosado. Durante tres noches seguidas había estado soñando con el amplio valle oscuro que se veía desde la terraza de mi padre. Recordaba los sueños con mucha vaguedad, y cada vez me despertaba con una sensación de pánico y de estar cayendo. Si no dormía, rechazaba la terraza, especialmente de noche.
Pasaba los días revisando sus cosas, decidiendo qué ropas donaría a la beneficencia y qué papeles interesarían a los colegas de mi padre en el hospital. La tía Alice me preguntaba una y otra vez cuándo regresaría al trabajo. No le había dicho que había renunciado al empleo y que había rescindido el alquiler de mi apartamento. De noche bebía, veía la televisión e intentaba dormir. Pero cada vez que lograba conciliar el sueño despertaba, inquieta y apenada, huyendo de sueños extraños.