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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

La música del mundo (32 page)

—¿escucháis? dijo Block

la buscaron entre las ramas, entre las hojas esbeltas y oscuras, guiándose por el sonido de su voz, y no tardaron mucho en encontrarla… la pequeña sirena, escondida entre las hojas verdes, cantaba con una dulcísima y extraña voz humana por encima de sus cabezas, muy cerca… «estás en todos los mundos», cantó la sirena… «caminas por el borde de un río de oro»… tenía los dientes oscuros, manchados de morado por las zarzamoras que había estado comiendo, y sus ojos brillaban como diamantes entre las hojas aterciopeladas y oscuras… «mira, así era la felicidad»; el pequeño pájaro volaba de rama en rama, sus palabras parecían las palabras de una mujer que no era una mujer, de una mujer que no era un ser humano, las palabras de un animal capaz de sentir amor: «mira, cantaba la sirena de labios manchados y ciegos ojos de plata, así era la felicidad»… salió de las hojas donde se escondía y voló por las alturas, por encima de las cabezas de Jaime, Estrella y Block, y luego cerca de las hojas de los árboles más altos, y de nuevo por encima de ellos, y luego se quedó inmóvil cerca de la silenciosa multitud de las hojas lanceoladas, congregadas allí por una llamada de la dorada trompa del verano, como un ejército ansioso y unánime

«¿quién eres?» preguntó Block en voz muy baja —pero la sirena le oyó… «¿quién soy?» repitió la sirena, «soy Kereptakis, Börzulavedz, Vässulaby… soy Pramagasterón, Lapriamea, soy Lirebame, Asumabap, Kenfalé, Toyedón… yo soy quien tú quieres, soy Kargande, Molendhar, Voro, Pashte, Famalir, soy Ribemependros, Lireté, Amenodea, Soydés, Zebauzematopashi, Efrem… yo soy Boligaras, Laquedripoteboros, Orcandé, Miloti, Aradilashte, Faleme, Tormendoros… soy la princesa Paragamonde Butase, la reina Sepolión, la bailarina Anamessö, la cortesana Parivuti…

—está intentando embrujarte, dijo Estrella… tú le has preguntado su nombre, y ella te dice los nombres de mujer más hermosos que conoce

—Dios mío

la sirena se llevó las manos a los ojos y empezó a llorar: «soy Ribemependros, la sirena», dijo… «tú serás un traidor»… luego comenzó a cantar de nuevo, y su voz parecía llenar sola toda la arboleda del mediodía, como una pluma perdida en el mar del amor, el mar era un único músculo azul tendido a la sombra de un árbol semihumano, derruido, y ella era una pluma de un simorgh, una uña de dios: «tú estás en todos los mundos…» cantaba Ribemependros alejándose entre las hojarascas, atravesando las troneras de luz que barrían el verde espacio; su voz sonaba en el abismo de los mundos, y Block sentía que en su castillo interior se abrían salones olvidados y se iluminaban las arañas por doquier… «mira, cantaba Ribemependros, así era el tiempo perdido»

—puede leer tus pensamientos, dijo Estrella

—nadie puede, dijo Block

—claro que puede… ahora te hablará… buscará lo más terrible, lo mejor o lo peor que tengas dentro, eso en lo que ahora estás pensando…

—nadie puede, dijo Block

entonces Ribemependros empezó a cantar de nuevo:

—tú fuiste el que una vez perdió un juguete entre la hierba de un prado al atardecer, tú fuiste un amado de las sirenas que habitan en las sombras… por las sirenas de las sombras, tú el huido, tú el maldito…

estaba tan lejos que era muy difícil oírla: «acércate», le rogó Block… y Ribemependros, volando por encima de los árboles, ya en el cielo libre, cantó una vez más y con la misma melodía, como una prolongación descendente que se inclinaba a toda velocidad a una región azulada donde todo estaba más cerca de la muerte: «mira, así era la felicidad»

—vamos a seguirla, dijo Block

—no, viejo, déjala que vuele

—me gustaría tanto hablar con ella, repitió Block

—es peligroso

—vamos, Block, dijo Estrella cogiéndole suavemente del brazo

Ribemependros había desaparecido

—ella sabe cosas de mí… vamos a seguirla

caminaban bajo los árboles, mirando hacia arriba e intentando desentrañar el complejo tramado de las ramas de los árboles, pero no había ni rastro de la sirena; algo surgía de entre las hojas volando oscuramente, pero resultaba ser un mirlo o un jilguero, algo cantaba en la distancia, pero resultaba ser un niño perdido, un animal salvaje; Jaime y Estrella intentaban convencer a Block de que no siguiera buscando a la sirena, pero él no quería escucharles, y les arrastraba por entre los árboles…

—escucha, Block, repitió otra vez Estrella, ella no sabe nada de ti, ella no sabe nada, lo único que ha hecho es leer tus pensamientos

—eso no es posible, dijo Block, pero aunque hubiera sido así, no me importa

ya estaban muy lejos del estanque de las sirenas cuando, de improviso, vieron surgir a Ribemependros de entre las hojas, volando en círculos en las alturas; una bóveda, una gruta de hojas la contenía en su sombra verde y aniquilada, y ella volaba por esa verde oscuridad sonriendo con la extraña sonrisa de las sirenas y cantando con una nueva dulzura, o quizá con la misma música que antes, pero ya teñida por el temblor del reconocimiento en el palacio de las hermosuras de la memoria: «mira, así era la felicidad» y Block sentía la proximidad de la felicidad, toda la gravitación del planeta de la felicidad rodeándole y rozándole los hombros, flechas de un ejército atravesando su cuerpo hecho sonido y transparencia, hecho ola dorada; a su pecho venían todas las ramas y las flechas y las bocas del amor… «yo fui un día un rey», pensó, y caminé por las calles de Alejandría, al atardecer…

había vuelto a desaparecer, y ellos daban vueltas sobre sí mismos

—Block, dijo Jaime por fin, no puedes pasarte toda la tarde persiguiendo a ese animalito

a pesar de todo, continuaron caminando y mirando a lo alto para ver si descubrían a Ribemependros, gracias a lo cual Estrella se hirió en la pierna con un alambre espinoso y Block estuvo a punto de caer rodando por una pendiente cubierta de rosales salvajes cuando metió el pie en una zanja sin fondo… discutieron sobre cuál era la razón de que Block se hubiera sentido tan impresionado por las palabras de Ribemependros, y Estrella sugirió que ella ya había oído antes esas palabras: «mira, así era la felicidad» —claro, había contestado Jaime, todo el mundo ha oído eso alguna vez, y añadió que para él esas palabras eran, utilizando la terminología del Lenguaje Perdido, palabras «cabezal», cosa que no acabó de gustar ni a Block (que entendía vagamente lo que Jaime quería decir) ni a Estrella (que no lo entendía en absoluto)… para Block, la razón por la que la canción de la sirena le había conmovido, era tan misteriosa e inexistente como la razón por la que le emocionaba la música: ¿por qué… por qué? había balbucido Block torpemente, ¿por qué entonces nos emociona, por qué nos conmueve tanto…? la música, por ejemplo, ¿por qué nos emociona?… Jaime, olvidados ya los tres de poner sus vidas en peligro escudriñando las ramas de los árboles, se alistaba de nuevo en el ritmo y en la peculiar prosodia del «paseo entre los árboles», vivificante y ligero, y contestaba fácilmente, con un dejo lánguido: «es cabezal… se limita a estar»… «eso no responde nada, había dicho Block, o lo responde todo»… en cierto modo, los tres habían olvidado su «proyección arbórea» (vid. Lenguaje Perdido) y hacían coincidir suavemente los ángulos de sus miradas hasta formar de nuevo el isósceles flotante que les reunía en una geometría amistosa y divertida, llena a partes iguales de atención y sarcasmo… «pero todas las cosas son así, había dicho Block… es lo mismo, siempre, ¿por qué entonces?» —se debatía, en los límites del Lenguaje Perdido… de pronto, sus palabras parecían las de un personaje de Dostoievski: «padrecito, ilumínanos, ¿por qué nos emociona, entonces…?» —y esta clase de efecto ¿qué nombre absurdo recibiría dentro del Lenguaje Perdido?… «y lo más extraño, ¿por qué nos emocionan esas frases, esos pequeños nirvanas —igual que la "pequeña frase" de la sonata de Vinteuil…? ¿por qué nos emociona, por qué nos revela el sentido del mundo, por qué nos parece que entonces todo se explica…? ¿qué es lo que oímos en esos diminutos nirvanas, en esas "ventanas mágicas, abiertas a la espuma de peligrosos mares…?"» no había nadie que pudiera contestar a tales preguntas, y así, en silencio, salieron de la espesura de árboles, decidiendo ya definitivamente olvidarse de la misteriosa Ribemependros, que hacía rato que debía de haber vuelto a su estanque para seguir engullendo moras o ciruelas rojas, buscando otra alma sensible para embrujarla con sus artes, y se encontraron a las orillas de un extenso
green
muy bien cuidado, vagamente clareado y amarilleado por el verano aquí y allá… no era tan fácil, sin embargo, desprenderse de la sirena y de su música maligna, y Block parecía todavía enredado en las ramas de los árboles del bosque, llamando desde superpuestos balcones de su pensamiento, llamando como un amante desdeñado, como un ciervo perdido en medio de peligrosas rosas, y contemplando la desconsolada inmensidad de los reinos del aire, cruzados de petirrojos y ardillas, sin serpientes voladoras, sin sirenas…

Jaime y Estrella le llamaban desde el borde del
green
, y por un instante Block pensó que quizá lo que él deseaba (ya que en el fondo había perdido ya por completo el interés por la pequeña sirena) era que Estrella volviera a cogerle del brazo con la misma firmeza suave, con la misma sorprendente firmeza de hacía unos minutos —ya que él daría la mitad de sus tierras y de su oro por hallar un timonel así
(oh, thou, most beautiful of pilots)
, para dejar la barra en sus manos y abandonarse al sueño de adormideras de su alocada y mística juventud; o al menos ésta era la peculiar interpretación que Block daba a una frase favorita de Agustín de Hipona que todo lector de Forster (al menos) conoce perfectamente… salió Block al
green
, del que Jaime y Estrella se levantaron al verle, sentados allí para esperar a que su loco amigo terminara de librarse de las «muchachas-flor» que al parecer infestaban esa parte del bosque, y de nuevo los tres echaron a andar, de nuevo en silencio —pero en un silencio poblado, elocuente y casi excesivamente expresivo, casi falto de pudor… Block no estaba acostumbrado a revelar sus sentimientos con tal ardor ante personas casi desconocidas (ya que, al fin y al cabo, Estrella lo era), como había hecho mientras seguían a Ribemependros, y por eso este silencio de ahora le sorprendía y casi le hacía ruborizarse, «palabras tiene el silencio (escribía Balman, en una carta a su amante L… —quizá una duquesa licenciosa, quizá una cortesana-poetisa) que te sonrojarían de vergüenza y te harían estremecer de terror… tu almohada vacía me habla con palabras dulces e incansables, tus cartas son frías como las sábanas al amanecer, e igual de arrugadas y tristes»… en el
green
, un globo aerostático pintado de alegres colores se disponía a despegar, en medio de una multitud de curiosos; la banda de música tocaba
Home, sweet home
a toda velocidad, y enlazaba con
Ramona
y con una fugaz cita de la
Marcha de los gladiadores
para volver de nuevo a la melodía inicial, esta vez tocada más despacio y
espressivo
… cuando por fin soltaron las amarras y el globo comenzó a elevarse a toda velocidad, se oyeron aplausos, silbidos y «bravos», y la banda de música atacó
Aquel sombrero de monte
con una pasión en cierto modo insincera, un poco artificial, que parecía arrojar un velo de falsa magia sobre la divertida escena, un velo gris… y entonces hubo chispazos y festivas explosiones y malolientes nubes de azufre en el parque Servadac

—¿adónde vamos ahora? preguntó Block

—bueno, ésta es mi parte favorita del parque Servadac, dijo Estrella, sin contestar directamente a su pregunta… hay un poco más abajo unas pinturas indias que me gustaría que vieras; son reproducciones de los frescos de las cuevas de Ajanta

—Estrella flota a través de los mundos cuando bajamos hasta esas pinturas, dijo Jaime, recibiendo a cambio una rabiosa mirada de Estrella… son su rincón privado en el parque Servadac —y hay que oírla explicando las pinturas, hay que oírla

a Block le sorprendió descubrir que en realidad Jaime admiraba a Estrella; aprendía lo primero que debía saber de Estrella, lo más importante, lo que la haría siempre objeto de amor: la pasión con que ella se entregaba a las cosas, su expresión absorta, su sonrisa ante la belleza… quizá esto era lo que Jaime admiraba o amaba en ella: su forma de sonreír a la belleza, la facilidad con que las cosas la atrapaban y la fuerza delicada con que ella se lanzaba una y otra vez al océano de las cosas, siempre joven, débil entre las aguas del verano…

al otro extremo del
green
había una escalinata de dos cuerpos, en uno de cuyos lados se leía: «CARTHAGO»… bajaron tres tramos de escaleras y llegaron así a una amplia terraza de mármol, con hierbas .y campanillas color malva naciendo en las junturas de las losas, desde cuya balaustrada se contemplaba un hermoso paisaje… eran muchos los que habían bajado hasta allí para contemplar las verdes inmensidades del parque Servadac, que continuaba hacia oriente sus praderas, barrancos y laderas cubiertas de pinos, sus enormes roquedales dorados, con largas cascadas de cola de caballo cayendo entre abetos y cedros del Líbano gigantes… por una de las laderas verdes, un grupo de diez o quince galgos corría blandamente cuesta arriba por entre las altas hierbas, seguidos de un jinete que soplaba una corneta dorada (¿dónde estaba la liebre?)… desde allí arriba era posible sentir eso que los antiguos llamaban la
cogitatio spatii
, el terror del espacio, y también un suave estremecimiento platónico (cf.
Timeo
) por tal ilimitación de la mirada: desde allí arriba, el alma escapaba por la boca en forma de pájaro blanco y deseaba fundirse con el vacío, con el inmenso frío del aire, con la increíble redondez dorada del horizonte, y la imaginación, como si un rayo cósmico hubiera destrozado momentáneamente la esfera cristalina que mantenía encerrado al peligroso
slang
, era ocupada por cedros de Brobdingnag, roquedales, helechos, cascadas de plata, galgos saltando entre las margaritas… ésta es la terraza de Dios, pensó Block, el que mira desde tal altura se hace dios… los visitantes se acercaban a las terrazas y se miraban unos a otros con una vaga sonrisa, como preguntándose lánguidamente: ¿acaso no nos envidian las águilas? ¿acaso no es éste nuestro mundo y nosotros los reyes de la creación? ahora comprendía Block por qué Yahvé había prohibido la torre de Babel… a lo lejos, el viento movía las nubes bajas a toda velocidad, y sus sombras alargadas se deslizaban sobre la verde tierra como una manada de delfines

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