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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

La música del mundo (34 page)

bajando nuevos tramos de escalera llegaron a la siguiente terraza, donde continuaban las representaciones de Ajanta… la historia, el Campeyyajataka (
jataka
del rey Campeyya) comenzaba en el extremo inferior derecho, donde el
boddhisattva
, reencarnado en una humilde familia a orillas del río Campa, paseaba por el borde de las aguas verdosas… Estrella, con ese tono a la vez tímido y apasionado que ya había sorprendido antes a Block, les iba desentrañando las sucesivas escenas de la historia: aquí el rey Campeyya surgía de las aguas con todo su esplendor y asombraba al pequeño hasta tal punto que le hacía desear ser, como él, un
naga
… pasa una vida entera, el brillo de los
naga
perdura en los ojos del señor de los mundos, cuyo deseo es, ahora, renacer como Campeyya… la parte de la pintura que representaba la corte
naga
había desaparecido casi por completo, y sólo quedaba, igual que un resto de perfume en el aire o el eco de una melodía cuando ya los músicos se han ido y el prado está vacío, una hermosa exaltación del color dorado, con nenúfares, formas verdosas y atrios rojizos; el cansancio de Campeyya, los remordimientos, la extenuación de la voluptuosidad, ascendían por la pared hasta encontrarse con Sumana, la bella
nagi
, que devolvía al rey su amor a la vida… los siguientes episodios, el de la renuncia del mundo, el hormiguero y el encantador de serpientes, eran bastante difíciles de comprender; también la reunión de los dos amantes frente al rey de Benarés: balcones llenos de braceros de cuerpos dorados, grandes hojas de acanto, gacelas de cuernos retorcidos, estanques llenos de muchachas desnudas que se miraban en pequeños espejos bajo las trompas de los elefantes blancos y las inclinadas copas de los árboles del pan, llenaban todo el espacio… la fiesta final, donde Campeyya es ya un hermoso joven humano, y Sumana una mujer, era la parte más brillante y atractiva de la pintura: el esplendor de la corte de Benarés estaba representado por jardines salpicados de flores donde corretean gacelas rosadas y ciervos color canela, columnatas color azafrán, jardines de sarmientos florecidos, capiteles floriformes, cortinas ondeantes, los jóvenes más bellos del mundo, con coronas y tiaras de oro y largos cabellos rizados, jóvenes desnudas y enjoyadas, con collares de perlas deslizándose entre sus pechos redondos, las mujeres más bellas de la tierra, con negros ojos de almendra y piel de cúrcuma, estanques,
toilettes
reales con desnudos reales duplicados en grandes espejos, terrazas llenas de guerreros con lanzas de oro, elefantes azules,
gandharvas
empuñando ramos de flores de loto, cascadas entre cuyos remolinos los
nakara
cubiertos de escamas enseñan los colmillos…

qué hermoso era oír a Estrella hablar de las flores, las criaturas semicelestiales, las joyas, los reyes; hablar de los cielos, de los mundos, de los mundos de fuego, de la belleza de los hombres desnudos y las mujeres desnudas, de los collares de perlas que rodean los dorados miembros y de tanta belleza de vivir, tanta felicidad… porque ellos intentaban, decía Estrella, representar en estas pinturas lo más hermoso del mundo: los hombres y mujeres más hermosos, las flores y animales más hermosos, las más hermosas personas… esos ojos ligeramente entornados, en los que el párpado superior parece doblarse hacia abajo cubriendo en parte la pupila, representa la moderación, la vía intermedia, la serenidad, porque para ellos «lo más hermoso del mundo» no era un exceso o un éxtasis, sino la realidad del mundo, la mirada del sabio… su sabiduría era dulce: nada hay tan grato en el arte universal como estos jardines, estos jóvenes que charlan sentados en bancos de piedra, estas muchachas que se bañan juntas entre los nenúfares, se muestran espejos unas a otras y extienden muselinas, nunca se ha representado así la amistad, la suprema felicidad de vivir con los otros… aquí, esta última figura, continuó Estrella, representa al
bodhisattva
Avalokiteśvara («el que mira hacia abajo con compasión»), el famoso «buda del loto azul»: esa mirada ya la hemos encontrado en los ojos de Mahajanaka (cuando el que sería después de muchas vidas el príncipe Gautama se reencarnó como hijo del rey de Mithila), saliendo de su castillo rumbo a las soledades de las montañas, y también sentado en su gaddi real en la postura
pralambapadasana
, cuando se reencarnó en el cielo Tusita, y cuando fue Campeyya, y cuando fue Vessaranta, que regaló el elefante mágico que traía la lluvia al reino de Kalinga, que sufría una sequía espantosa, y fue por eso arrojado de su palacio junto con su mujer Maddi desnudos como ladrones —pero ahora es realmente Avalokiteśvara, y sus ojos miran hacia abajo llenos de la suprema compasión y la suprema ternura hacia los seres del mundo… su sonrisa revela la felicidad de la iluminación, el amor que mueve al sol y a las otras estrellas, porque su sabiduría era alegre: ellos unían la felicidad a la Realidad, la belleza a la sabiduría, la compasión a los placeres del mundo, y me parece que no se puede decir más, que no se puede expresar nada mejor, no hay nada más profundo ni más sabio… éste es, en realidad, el mejor de los mundos posibles, con mujeres de pechos fértiles y pliegues de grasa en el vientre, con animales encadenados y dolorosos monstruos intermedios, es lo máximo que podemos expresar, la sustancia de todo lo viviente, la vida… la sensualidad y la compasión —porque en esta belleza radiante que reina en estos jardines, en estas cámaras nupciales, en estos bosques nupciales donde los dioses se hacen hombres o mujeres y los hombres o mujeres se hacen animales, y los animales se hacen dioses, anida el secreto dolor que entrelaza como una ananta, como una supercuerda cósmica, todos los objetos del universo, aquellos que constituían, según Novalis, el objeto de nuestro estupor que anhela el infinito… tanta belleza expresa el dolor, tanta felicidad expresa la compasión por la dulce juventud que muere, por la vejez y el desengaño que nos esperan; para ellos la iluminación llegaba a través de una extenuación del placer, y era más sabio el que mejor sabía obtener placer… éste es todos los mundos posibles, los mundos que fueron y los que serán, los mundos idos, los continentes sumergidos —el mundo de los que murieron, que perdura en el aire como vibración, animal y melodía, y el mundo de los hijos, el de los hombres futuros, el de los invisibles habitantes de este planeta, entre cuyos ejércitos nos movemos ignorantes, el mundo de las viejas batallas, las antiguas piedras y las antiguas flores… ¿quién no estuvo alguna vez en este jardín? ¿quién no fue una vez uno de estos jóvenes que sonríen? muere la muerte, sólo perdura la sonrisa

se habían quedado en silencio; el aire estaba todo lleno de presencias invisibles

en la quinta terraza había también pinturas al fresco, pero estaban muy estropeadas por la lluvia; sólo eran visibles algunas flores extrañas e hipertélicas, parecidas a orquídeas, de extrañas tonalidades del carmesí y el azul turquesa, y el resto del cuadro parecía invadido por una niebla verdosa, los reflejos del año pasado en un viejo estanque del medio-oeste, demasiado mefítico para agradar siquiera a los cisnes salvajes (tres cuellos de cisnes, cercenados por una oscura y brutal mancha de humedad orlada de floraciones color lila, moviéndose sin cuerpo…); en lugar de los extravagantes cuervos de piedra, había ahora gnomos, deformes, mal encarados y cojeantes gnomos de miradas aviesas, cuyos rostros intencionadamente afeados por verrugas colocadas en los sitios más inesperados, resultaban casi simpáticos al lado de los siniestros pájaros de más arriba… hiedras y lianas se enroscaban en la balaustrada y recorrían los escalones; los tramos de escalera parecían cada vez más largos, quizá por la incomodidad de tener que pisar gruesos tallos florecidos y llenos de hojas, en vez de escalones de piedra… en la sexta terraza había grifos rampantes esculpidos en la pared, y en las esquinas de la balaustrada había estatuas de monos ejecutadas en piedra ocre… desde allí se veían ya los árboles muy cerca; la séptima terraza estaba ya a la altura de las copas de los árboles, y desde allí, dos largos y esbeltos tramos de escaleras conducían por fin al espacio abierto, a las praderas del parque, tan anheladas… ahora les temblaban las piernas después de bajar tantas escaleras; casi no hablaban, en realidad, desde la cuarta terraza apenas habían hablado, y la voz de Estrella, ronca y temblorosa, seguía todavía resonando en sus oídos, con sus encantaciones de mundos flotantes, dioses y animales que sonríen, nubes de oro y espíritus del aire…

aquella zona del parque era en cierto modo más salvaje, y en cierto modo más placentera: habían desaparecido los caminos de arena y los setos de aligustre, y todo el suelo estaba cubierto de césped… no había caminos: una fuente de mármol elevaba su taza, rebosante de plateados hilos de agua, a casi tres metros de altura; sobre ella, un Cupido de bronce lanzaba flechas invisibles en dirección a los tulipanes silvestres, los conejos y las palomas… entre los árboles, descubrieron los restos de un picnic: había un par de grandes mantas extendidas sobre la hierba, y sobre ellas platos de papel con trozos de tartas diversas, sándwiches casi enteros, una gran tetera de loza pintada con flores azules, tazas llenas de té, ni siquiera había dado tiempo a que empezara a derretirse la mantequilla… Jaime se acercó y tocó la tetera: «todavía está caliente», dijo, mirando alrededor; los tres empezaron a registrar los alrededores, entre los arbustos, apartando con cuidado las grandes hojas de los helechos, pero no había ni rastro de los comensales… no sólo buscaban huellas, signos de huida, algún objeto olvidado al azar, sino también (quizá) una puerta disimulada entre los helechos, una oxidada plancha metálica, una argolla de piedra, una oquedad, una sima —alguna forma de salir o de entrar; pero sólo encontraron pedos de lobo, madrigueras de conejos y botellas de cerveza hechas añicos… ¿qué era, entonces, el parque Servadac? pensaba Block, buscando entre los helechos, hundiendo sus brazos y su cuerpo entre las hojas del parque, perdido —en medio de los árboles del parque… una melodía, una sensación, pensaba; el parque Servadac era una especial sensación, la tonalidad o el perfume de una cierta textura posible del tiempo… los helechos de la posibilidad crecían por doquier, rodeando sus piernas, envolviendo a Estrella con su oleaje japonés; la sustancia de lo posible les rodeaba, como las ramas, como los rayos de luz… y qué raramente, pensaba Block, logramos lo posible, qué improbable es lo posible —quizá era éste el más terrible misterio de la vida humana… siempre imaginaba la posibilidad como un águila que flotaba en el centro de una esfera, como la muchacha medio desnuda de Ariosto que corre a lomos de un caballo por entre la espesura, en su imaginación se mezclaban el mito sumerio del «jardín de los posibles», en el que el hombre y el león no llegan a encontrarse y el hombre se encuentra con el león, le atraviesa con su lanza y también es devorado por él, junto con el mito lezamesco del sueño en la orilla, durante el cual el falo del durmiente se transforma en un árbol en cuyas ramas hay un húmedo carnero que me espera…

¿cuál era la sustancia de las cosas posibles? para Aristóteles —pero había que pensar en otra cosa muy distinta y no en Aristóteles… «la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir», pero ¿cuál era la sustancia de todo lo por vivir? órbita, giro, conciencia plena, pensamiento del reposo en el seno de la acción… ¿eran infinitos, los caminos posibles por el parque Servadac? pero aunque fueran infinitos, o casi infinitos, ¿cuánto duraría esa «sensación» que era el parque Servadac, ese perfume, esa melodía? ahora, por una especial revelación de sus sentidos, sabía intensamente lo que era el parque —como antes había sabido quiénes eran ellos deslizándose por entre los nenúfares, quién era él buscando un juguete perdido entre las hierbas del verano anterior, quién era Estrella besando a Jaime, quién era él mirando a Estrella, pero ¿cuánto duraría? ellos tres, apartando las hojas de los helechos, en medio de la dulce marejada estival, medio devorados por las hojas animadas del parque, ¿cuánto tardaría ese perfumado conocimiento en ingresar en las legiones de lo inconsciente, en los almacenes de la costumbre? sima sin fondo, reverso del mundo del espacio, torpe sombra… aunque el parque Servadac fuera inmenso, aunque sus caminos fueran infinitos, su percepción no lo era; podría pasarse una vida entera paseando por el parque sin volver a encontrar jamás esa revelación que un día le dieron los tulipanes y los pinos, o, quizá, la imagen de un león de piedra, o la canción de una sirena entre las hojas, tocando su corazón como un dedo de hielo que atraviesa las hojas y las ropas… también la juventud, el amor, su propio «yo», ese Block amado y temido, no eran sino impresiones pasajeras y condenadas al olvido… Block podía recordar un día, una tarde, un momento, en que, de pronto, al ver a una muchacha totalmente desconocida apoyada en un árbol, en Viena, había sabido «lo que era» el amor —y con todas las cosas realmente importantes de su vida había tenido revelaciones parecidas, momentos de iluminación que le duraban una mañana o una tarde de alegría insensata, y que luego desaparecían para siempre, como cometas encendidos que cruzan unos instantes el cielo de nuestro mundo y luego se pierden de nuevo en las inmensidades del cosmos… lo que sucedía era que el momento de la revelación era tan intenso y tan hermoso, que su sola sombra ya bastaba para iluminar los restantes años de la vida… sólo en ciertos momentos extraordinarios, pensaba Block, somos capaces de tener una conciencia total y musical de lo que somos nosotros mismos y de cuál es nuestro lugar en el mundo, pero bastan esos momentos para convencernos de que sabemos quién somos… la revelación de un sentido mágico de la vida, posible a través del árbol de los nervios, crecido y germinado en nuestro interior, y también a través de la memoria, a través del amor, a través de la música, debería ser el fin absoluto de nuestra vida —si queremos traer la realidad a este mundo… buscar esta revelación debería ser siempre nuestra meta, pensaba Block, ya que ella nos conduce a la realidad de las cosas, y las cosas son mejores si tienen más realidad… sí, lo que las cosas nos revelan al ofrecernos su realidad, a través de un recuerdo o a través de una impresión sensual, no es sino lo mejor de sí mismas, y por eso el amor y la música no hacen sino revelarnos el sentido de nuestra vida como algo mejor

y como se conoce

en suerte y pensamiento se mejora

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