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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

La niña del arrozal (16 page)

En el primer piso se situaban las habitaciones en las que las jóvenes recibían a los clientes, muy cuidadas, pues cada una de ellas disponía de una salita con un sofá y dos sillones bajos, y una nevera con toda clase de bebidas, aparte de que se podía recabar el servicio de los camareros. Esta salita estaba separada del dormitorio por un biombo muy artístico y este era distinto en cada una de las habitaciones.

Estas dos plantas eran las únicas que conocían los clientes, y pocos sabían de la existencia de una tercera situada en el sótano, en la que dormían las muchachas en literas, cuatro en cada uno de los habitáculos, de los que solo salían para atender a los clientes. Estos espacios recibían la ventilación a través de unos lucernarios que daban a un patio interior y que estaban sólidamente enrejados.

El día de su llegada la señora Yuphin, que estaba orgullosa del local que regentaba, le enseñó a Wichi las partes nobles para que apreciara el encanto del lugar en el que debía desarrollar sus actividades, y luego la aposentó en una de las habitaciones del piso alto para que descansara, aunque advirtiéndole que hacía una excepción con ella por ser el primer día. También le indicó que no tomara nada de la nevera.

Cuando Wichi se quedó sola lo primero que hizo fue intentar abrir la ventana, con hermosas vistas sobre el río Chao Phraya, con intención de huir, pero la habitación disponía de aire acondicionado y aquella ventana estaba cerrada por una gruesa luna, infranqueable. Se tumbó sobre la cama, desesperada, pero procurando llorar muy bajo para no ser oída en el exterior. Al fin se durmió agotada.

La señora Yuphin cuidaba de que las niñas no se comunicaran unas con otras, e incluso la instrucción sexual la recibían por parejas o en grupos de tres. Pero por necesidades del espacio era inevitable que cuatro de ellas durmieran en la misma habitación y la que eligió para Wichi estaba ocupada por otras tres que llevaban ya dos años en el complejo, con buenos resultados. Habían entrado con doce años y con catorce ya sabían lo que los clientes esperaban de sus servicios. Dos de ellas, Duangta y Graitpason, tenían hermanas mayores en el negocio y les había parecido natural seguir sus pasos. Procedían de un pueblo de las montañas del norte en el que solo una niña no había emprendido el camino de la prostitución por quedarse cuidando de una abuela anciana, pero en cuanto esta muriera pensaba hacer lo mismo que las otras jóvenes. La tercera, Watana, procedía de la frontera de Camboya, hija de madre muerta del sida; su madrastra fue la que la vendió. Su iniciación resultó tan penosa que, cuando la compró la señora Yuphin, casi lo consideró un alivio. Al principio la madrastra quiso explotarla por su cuenta; se la llevó a una de las playas de Pattaya y se la ofrecía a los turistas extranjeros expuesta en una tienda de campaña; como ella se resistía, le pegaba unas palizas tremendas y la amenazaba de muerte. Y cuando la niña le decía: «Prefiero morir», ella le respondía: «Pues no te morirás, sino que harás lo que te digo».

Uno de los agentes del sexo, de los que abundaban en aquellas playas, reprendió su conducta a la madrastra: «Tú no sirves para este oficio. A fuerza de golpes acabarás desgraciando a la niña y te quedarás sin negocio. Mejor será que la vendas y eso que sacarás en limpio». Accedió la mujer y fue cuando, por medio de ese agente, se la vendió a la señora Yuphin por un precio relativamente alto, porque todavía no había dejado de ser virgen. Su madrastra le resultaba tan odiosa que dejar de depender de ella le pareció una liberación. Esta fue una de las que se enamoraron un poco del
thai-farang
y, aunque tenía la mente muy confusa, prevalecía en ella el temor de que, si salía de allí, su madrastra la estaría esperando a la puerta para llevarla de nuevo a la tienda de campaña de Pattaya. De esto se aprovechaba la señora Yuphin, que, cuando la veía remisa a prestar un servicio, la amenazaba: «¿Prefieres que te mande con tu madrastra de vuelta? ¿Acaso estabas mejor con ella?». Luego el
tbai-farang
le hacía caricias y tenía alguna atención con ella y así se fue resignando, o acomodando, a su nuevo trabajo. Se consideraba sucia por lo que hacía, y su obsesión era ponerse bajo la ducha como si el agua fuera capaz de limpiarla también por dentro. Las niñas se duchaban en un cuarto grande situado en el mismo sótano, después de cada servicio, porque la señora Yuphin cuidaba mucho la limpieza de sus pupilas y que no les quedase resto del olor del cliente con el que habían estado. Watana se pasaba más tiempo del habitual debajo de la ducha, alternando el agua caliente con la fría, hasta que una de las celadoras la obligaba a salir, a veces a rastras.

Sus compañeras de cuarto recibieron a Wichi con sorpresa no exenta de admiración, porque desde el primer momento se dieron cuenta de que era distinta. Hablaba muy bien y sus rasgos no eran los de las niñas de las montañas. Seguía con el traje de la abuela, lo cual también la diferenciaba. Al principio les pareció muy orgullosa porque apenas las saludó, ni tan siquiera las miró, sino que se tumbó en una de las literas y metió la cabeza debajo del cobertor como si no quisiera saber nada de nadie. Duangta le advirtió:

—Esa litera es la mía. La tuya es la de arriba. —Y le aclaró—: La última que llega ocupa una de las de arriba.

Wichi, sin comentar nada, se levantó y subió a su litera, dejando en medio de la habitación la bolsa con sus pertenencias. Y Duangta le insistió:

—Cada una tenemos nuestro armario, y no podemos dejar las cosas tiradas por el suelo. Si viene una de las celadoras te castigará.

Como Wichi no hiciera caso a esta observación, intervino Watana:

—Déjala tranquila. —Y, tomando la bolsa, se la guardó en una de las taquillas de la habitación.

Wichi tenía la firme determinación de escapar de allí. Como fuera, aunque se jugara la vida. Aunque tuviera que tirarse desde la ventana de un piso alto. El olor de aquel lugar, aromatizado con perfumes de contenido erótico, le repugnaba; el sótano en el que la encerraron la horrorizó, y las chicas con las que compartía habitación la asquearon. Iban medio desnudas, apenas se cubrían con unas camisetas de colorines, y las caras las llevaban pintarrajeadas, con la pintura corrida. Sobre todo el rímel de los ojos lo tenían a churretones. Estaban así porque se acababan de despertar y todavía no habían comenzado a prestar servicios, que era cuando las duchaban y las acicalaban en lo que denominaban el «salón de belleza».

Pero después del primer arrebato se dio cuenta de que si quería escapar de allí debía informarse de las condiciones del lugar y, de momento, aquellas pobres desgraciadas, o miserables, eran las únicas que le podían facilitar esa información. Se sentó en el borde de la litera, miró a sus compañeras, les pidió disculpas por no haberlas saludado y esperó a que las otras hablaran, como así fue. Tenían curiosidad por saber el motivo por el que se encontraba allí. ¿Es que, acaso, quería hacer carrera en la industria del sexo? La miraron de arriba abajo, le levantaron la falda del vestido y le dijeron que era muy guapa, y que tenía las piernas muy largas y bonitas, lo cual era de lo más apreciado por los clientes, ya que las exhibían especialmente en el baile de las barras.

La conversación se interrumpió porque fueron requeridas para el desayuno, que como en casi toda Tailandia era una de las comidas fuertes del día, pero no tanto en aquel lugar, en el que convenía que las chicas estuvieran delgadas, puesto que si engordaban perdían el aire infantil que era uno de sus atractivos. Durante las comidas era el único momento en que se permitía que estuvieran todas reunidas, unas treinta, controladas por media docena de celadoras, que cuidaban de que no se comunicasen demasiado las de unas mesas con otras. Lo que más apreciaban era el arroz, que se lo servían muy medido porque era una de las gramíneas que más engordaban, y las niñas protestaban y pedían más, pero la repartidora no les hacía caso. Incluso uno de los castigos si cometían alguna infracción al reglamento consistía en privarlas de este alimento.

Wichi sacó la impresión en aquella primera comida colectiva de que parecía el comedor de un colegio público, con la diferencia de que las niñas, en lugar de llevar el uniforme obligatorio en las escuelas de Tailandia, generalmente blusa blanca y falda azul, vestían cada una a su capricho y sus rostros, con restos de afeites pringosos, desmentían su posible condición de alumnas. El ambiente era de algarabía ya que las niñas hablaban y se reían, pero no todas.

Las mesas eran de seis y en la de Wichi se sentaron dos más, una de las cuales se negó a comer, hasta que una de las celadoras la obligó a hacerlo con amenazas cuyo significado Wichi ignoraba. Luego supo que la intimidaba con mandarla a Garuda, nombre de una deidad hindú, de no muy buena fama, con el que también se referían a un prostíbulo de carretera, de ínfima categoría, en el que las prostitutas prestaban servicios continuos a gente de la más baja condición. Esta muchacha no abrió la boca durante todo el desayuno, excepto para comer a la fuerza, e impresionaba por su delgadez, razón por la cual la celadora le dio doble ración de arroz.

—¡Qué suerte tienes! —le comentó Duangta, pero la otra ni tan siquiera levantó la cabeza del plato.

—Esta —le comentó Watana a Wichi en voz baja— cualquier día se muere. Pero no creo que la manden a Garuda porque allí no les gustan tan delgadas.

Cuando volvieron a la habitación las compañeras reanudaron el interrogatorio a Wichi, al que esta contestaba con evasivas, hasta que dejaron de asquearla y se olvidó de sus camisetas de colorines y de las pinturas de sus caras, para fijarse en sus ojos, en los que vio un interés humano muy natural. Ellas consideraban lógico encontrarse allí, pues... ¿dónde si no podían estar? ¿Watana con su madrastra en la playa de Pattaya? ¿O Duangta y Graitpason muriéndose de hambre en un pueblo perdido? Pero ella, Wichi, no parecía de su misma condición, ¿por qué estaba allí?

Wichi necesitó desahogarse de la pesadumbre que la agobiaba y les contó buena parte de la verdad, no toda, a las que hasta hacía unas pocas horas eran unas desconocidas para ella. Lo de que fuera la abuela quien la había vendido lo consideraron muy lógico y le contaron casos de otras niñas a las que les había sucedido lo mismo. Claro está que se trataba de ancianas muy pobres, que no tenían ni un puñado de arroz que llevarse a la boca. Su abuela no era pobre, les explicaba Wichi con encono; según su madre era rica pero codiciosa, y todo el dinero le parecía poco. Esto lo entendían menos, pero también conocían gente así. Cuando les contó que su madre había fallecido del sida, Watana la abrazó y le dijo que la suya había muerto de lo mismo, y por eso se había encontrado con una madrastra. ¿Ella no había tenido madrastra? No, ella había tenido una criada maravillosa que por su culpa estaba ahora presa, no sabía dónde, y al recordar esto se echó a llorar. A sus compañeras les extrañó mucho que llorara por una criada, pero cuando Wichi les contó cómo era Siri lo entendieron mejor, aunque lo que no acababan de entender es que la hubiera llevado a cultivar un arrozal, que era una tarea ínfima. Duangta y Graitpason habían trabajado unos pocos meses en uno de ellos y lo recordaban con horror; todo el día metidas con el agua hasta las rodillas recogiendo espigas, y por eso no se podían creer que el del señor Pimok fuera distinto.

Aquella mañana, que era de un lunes, resultó muy tranquila, y a Wichi le dio tiempo de contarles lo de su pretendiente Saduak, que fue lo que más les interesó, y comprendieron que Wichi quisiera escapar de allí para ir en su busca. ¿Cómo podía huir?, les preguntó. No era imposible, pero lo que sí era imposible es que no la volvieran a coger, ya que estaban conchabados con la policía, y en tal caso, con suerte, la mandaban a Garuda. Porque también se contaba el caso de una niña muy rebelde que se escapó, la cogieron, la sacrificaron, y luego, asada, la sirvieron con arroz, y una vez que se la hubieron comido, se lo hicieron saber a las demás niñas para que supieran lo que les sucedería si intentaban escapar: terminarían en el estómago de sus compañeras. Eso se contaba, al menos.

Al mediodía tomaron una comida muy ligera, que duró muy poco, y después se pusieron a ver la televisión ya que cada uno de los cuartos tenía colgado del techo un aparato pequeño, pero que no se veía mal. A esa hora siempre pasaban una serie de muchos capítulos, con diversas intrigas amorosas, que eran los programas preferidos de las que vivían como reclusas. Por la tarde comenzaron a prestar servicios y las celadoras recorrían el largo pasillo de las habitaciones, sacando niñas a las que llevaban al «salón de belleza», y de allí a las habitaciones del piso de arriba.

De su cuarto sacaron a las tres compañeras y Wichi se quedó sola, sin que nadie se ocupara de ella, no sabiendo lo que la esperaba, pero aterrada con aquel trajín, porque de vez en cuando oía gritos, y algún llanto, que no podían obedecer a nada bueno. Comenzó a invocar al Chao Thi para que la librara del drama que se cernía sobre su persona, pero pensó que a aquel espíritu no le sería posible atenderla ya que en aquel lugar no podía levantarle un templete, ni encenderle candelas, como era obligado, por lo que se decidió a rezar al Dios de Siri, que, según la criada, atendía todas las peticiones sin necesidad de ninguna clase de preparativos. De paso le pidió también por Siri, de quien apenas se había acordado, agobiada por sus circunstancias personales.

Así se le pasó la tarde y buena parte de la noche, ya que sus compañeras no comenzaron a regresar a la habitación hasta bien entrada esta. Llegaban en silencio, con las caras horriblemente pintadas, ya con sus camisetas de colorines, y se metían en los lechos sin decir palabra. A Wichi, en una duermevela, le pareció oír llorar a Watana.

Durante el desayuno del día siguiente a Wichi le impresionó mucho que la niña que se resistía a comer aquella mañana se negó en rotundo, y una celadora la cogió de un brazo y se la llevó fuera. En todo el comedor se hizo un silencio muy grande, y las otras celadoras animaron a las chicas a seguir comiendo.

Esa niña, le contaron sus compañeras, se llamaba Yu Pan y era un caso muy misterioso. Aunque parecía muy joven, no lo era tanto ya que había cursado estudios de bachillerato y quería entrar en la universidad. O sea, le aclararon, como tú. Cuando llegó aquí no estaba tan delgada, y era de las más guapas y solicitadas, hasta que le entró una depresión. Pertenecía a una familia no muy pobre, aunque no tan acomodada como para costearle los estudios universitarios. Cuando andaba discurriendo cómo conseguir ese dinero se le presentó un agente del sexo y le ofreció un préstamo con un interés alto, de retribución diaria, con una condición: el compromiso de que si no pagaba el interés tenía que prestar un servicio sexual dos veces al mes. Es decir, el principal del préstamo seguía vigente mientras no pagara el interés, en dinero o en servicios. Bien pensado, razonó Graitpason, no era mucho pedir: ¿qué eran dos servicios al mes, si eso te permitía estudiar y convertirte en una señora? Aquí ya no sabía ninguna de las tres lo que sucedió después, pero se imaginaban que esos intereses diarios eran tan altos que los servicios sexuales se multiplicaban, y se vio obligada a cancelar el préstamo vendiéndose a la señora Yuphin. Eso no estaba nada claro. Algunos decían que se habían enterado los padres de la ignominia a que les estaba sometiendo su hija y la echaron de su casa, viniendo a parar allí. Al principio le hicieron prestar los servicios vestida de colegiala, con su blusa blanca y su falda azul, que es lo que llevan las universitarias, pero como se resistiera a esa comedia comenzaron a drogarla con cocaína y daba la impresión de que la seguían drogando.

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