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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (4 page)

—Muy bien, te lo devolveré cuando me encuentres piezas para la bomba que estoy reemplazando. A ti, claro, te da igual que la nave pueda luchar de nuevo o no. Para ti, es más importante el café.

Cargill tomó aliento y luego continuó:

—La nave puede luchar —dijo en lo que parecía una discusión de niños— hasta que alguien le hace un agujero. Entonces hay que arreglarla, Ahora suponte que yo tuviese que reparar esto —dijo, indicando con la mano algo que Rod estaba casi seguro que era un extractor-transformador de aire—. Ahora esta maldita cosa está toda medio fundida. ¿Cómo voy a saber yo lo que está dañado? ¿O si está dañado? Supón...

Pero en ese momento Rod consideró que era mejor intervenir. Envió al ingeniero jefe a un extremo de la nave y a Cargill al otro. No resolverían su disputa hasta que la
MacArthur
no quedase totalmente reparada en los talleres de Nueva Escocia.

Blaine pasó una noche internado bajo el control del teniente médico. Salió con el brazo inmovilizado en un gran envoltorio como una almohada. Estuvo receloso y especialmente alerta durante los días siguientes, pero nadie llegó a reírse, al menos lo bastante alto como para que él lo oyera.

Al tercer día de hacerse cargo del mando, Blaine hizo una inspección. Se paralizaron todos los trabajos y se dio rotación a la nave. Luego Blaine y Cargill la recorrieron.

Rod sintió la tentación de aprovecharse de su experiencia anterior en la
MacArthur.
Conocía todos los lugares donde podía esconderse en pleno trabajo un oficial ejecutivo perezoso. Pero era su primera inspección, la nave acababa de ser reparada de los daños del combate, y Cargill era un oficial demasiado bueno para dejar pasar algo que pudiese haber corregido. Blaine hizo un recorrido general, comprobando las cosas más importantes y dejando a Cargill que le guiase. Mientras lo hacía, decidió mentalmente no permitir que aquello fuese un precedente. Cuando hubiese más tiempo, volvería a revisar la nave y lo comprobaría todo.

En el espaciopuerto de Nueva Chicago aguardaba una compañía completa de infantes de marina. Como el general del Campo Langston de la ciudad había caído, habían cesado por completo las hostilidades. En realidad, la mayoría de la agotada población parecía dar la bienvenida a las fuerzas imperiales con un alivio más convincente que los desfiles y los vítores. Pero la rebelión de Nueva Chicago había sido una gran sorpresa para el Imperio; no sería difícil que se repitiese pronto.

Así pues, los infantes de marina patrullaban el espaciopuerto y guardaban las naves imperiales, y Sally Fowler sintió sus miradas mientras caminaba con sus criados bajo la ardiente luz del sol hacia la nave. No la molestaron. Era la sobrina del senador Fowler. Sólo podían contemplarla.

Encantadora,
pensaba uno de los soldados.
Pero sin expresión. Sería lógico pensar que se siente feliz de poder salir de este inmundo campo prisión, pero no lo parece.
El sudor goteaba firmemente por las costillas del hombre, y pensó:
Ella no suda. Fue tallada en hielo por el mejor escultor de todos los tiempos.

El vehículo era grande, y estaba vacío en sus dos tercios. Los ojos de Sally se posaron sobre dos hombres bajos y oscuros (Bury y su criado, y no había duda alguna sobre quién era quién) y cuatro hombres más jóvenes que mostraban temor, ansiedad y desconcierto. Mostraban a las claras que eran de las zonas más remotas de Nueva Chicago. Nuevos reclutas, pensó.

Ocupó uno de los últimos asientos del fondo. No tenía ganas de hablar con nadie. Adam y Annie la miraron con expresión preocupada, y luego se sentaron enfrente. Ellos sabían.

—Es bueno poder irse —dijo Annie.

Sally no contestó. No sentía nada en absoluto.

Tenía esa sensación desde que los soldados imperiales habían irrumpido en el campo de concentración. Con ellos había llegado buena comida, un baño caliente, ropas limpias y respeto hacia ella... y sin embargo nada de esto la había afectado. Nada sentía. Aquellos meses en el campo de concentración habían quemado algo en su interior. Quizás de manera permanente, pensaba. Aquello le molestaba remotamente.

Cuando Sally Fowler dejó la Universidad Imperial de Esparta con su título de doctora en antropología, convenció a su tío de que en vez de enviarla a la escuela graduada la enviase de viaje por el Imperio, para visitar las provincias recién conquistadas y estudiar directamente las culturas primitivas. Escribiría incluso un libro.

—Después de todo —había insistido—, ¿qué voy a hacer aquí? Donde me necesitan es allí, más allá del Saco de Carbón.

Sally tenía una imagen mental de su triunfal regreso, con publicaciones y artículos eruditos, consiguiendo un puesto destacado en su profesión en vez de esperar pasivamente a que algún joven aristócrata se casase con ella. Sally se proponía casarse, pero no mientras no dispusiese de algo más que su herencia. Quería ser algo por sí misma, servir al reino en algo más que darle hijos para que muriesen en naves de combate.

Sorprendentemente, su tío había aceptado. Si Sally hubiese sabido algo más de la gente que lo que enseña la psicología académica, podría haber comprendido por qué, Benjamín Bright Fowler, el hermano más joven de su padre, no había heredado nada, había obtenido su puesto dirigente del Senado a base de coraje y habilidad. Como no tenía hijos consideraba como hija suya a la única superviviente de su hermano, y estaba harto de las jóvenes cuyo único mérito eran sus parientes y su dinero. Sally y una compañera de clase habían salido de Esparta con los criados de Sally, Adam y Annie, hacia las provincias, para estudiar las culturas humanas primitivas que la Marina Espacial descubría constantemente. Algunos planetas llevaban trescientos años o más sin que los visitase ninguna nave, y las guerras habían reducido hasta tal punto sus poblaciones que los supervivientes habían retrocedido a la barbarie.

Camino de un mundo colonia primitivo, hicieron una parada en Nueva Chicago para cambiar de nave, cuando estalló la revolución. Dorothy, la amiga de Sally, estaba fuera de la ciudad aquel día, y nunca más se volvió a saber de ella. Los guardias de la Unión del Comité de Salud Pública habían sacado a Sally de sus habitaciones del hotel, y le habían quitado cuanto tenía de valor y encerrado en el campo prisión.

Durante los primeros días la situación en el campo era más o menos aceptable. Nobleza imperial, funcionarios civiles y antiguos soldados imperiales hacían el campo más seguro que las calles de Nueva Chicago. Pero día a día aristócratas y funcionarios del gobierno fueron retirados del campo y no volvió a vérseles, añadiéndose a la mezcla delincuentes comunes. Adam y Annie la localizaron, y los otros habitantes de su tienda eran ciudadanos imperiales, no delincuentes. Sally sobrevivió primero días, luego semanas y por último meses de presión bajo la noche negra interminable del Campo Langston de la ciudad.

Al principio había sido una aventura, aterradora, desagradable, pero nada más. Luego comenzaron a disminuir la raciones, y siguieron disminuyendo, y los prisioneros empezaron a pasar hambre. Hacia el final los últimos signos de orden habían desaparecido. No se cumplían las normas sanitarias. Cadáveres hinchados yacían en montones junto a las verjas días y días hasta que venían a por ellos los escuadrones encargados de recoger a los muertos.

Aquello se convirtió en una pesadilla interminable. Su nombre apareció en la verja: el Comité de Salud Pública la reclamaba. Los otros compañeros juraron que Sally Fowler había muerto, y, como los guardianes raras veces entraban en la zona de los prisioneros, pudo librarse del destino que tuvieron otros miembros de las familias gobernantes.

Cuando las condiciones empeoraron, Sally encontró una nueva fuerza interior. Intentó convertirse en un ejemplo para el resto de los de su tienda. Todos la consideraban su jefe, con Adam como su primer ministro. Si ella lloraba, cundía el pánico. Y así, a los veintidós años normales de edad, el pelo negro convertido en una maraña, la ropa sucia y rota y las manos ásperas y sucias, Sally no podía siquiera refugiarse en un rincón y llorar. Lo único que podía hacer era soportar la pesadilla.

En la pesadilla se oyeron rumores de naves imperiales en el cielo sobre la cúpula negra... y rumores de que los prisioneros serían sacrificados antes de que las naves pudiesen penetrar. Sally había sonreído fingiendo no creer posible tal cosa. ¿Fingiendo? Una pesadilla no era algo real.

Luego habían irrumpido los infantes de la Marina Imperial, dirigidos por un hombre alto cubierto de sangre, con las maneras de la Corte y un brazo en cabestrillo. La pesadilla había terminado entonces, y Sally esperaba despertar. La habían limpiado, alimentado, vestido... ¿Por qué no despertaba? Sentía su alma envuelta en algodón.

La aceleración le oprimía el pecho. Las sombras en la cabina eran afiladas como cuchillas. Los reclutas de Nueva Chicago se apretujaban en las ventanillas, charlando. Debían de estar ya en el espacio. Pero Adam y Annie la observaban con ojos preocupados. Estaban gordos cuando llegaron por primera vez a Nueva Chicago. Ahora la piel de sus caras colgaba en pliegues. Sally sabía que le habían dado gran parte de sus propios alimentos. Sin embargo parecían haber sobrevivido mejor que ella.

Me gustaría poder llorar, pensó. Debería llorar. Por Dorothy. Esperaba que ellos le dijesen que Dorothy había aparecido. Nada. Desapareció en el sueño.

Una voz grabada dijo algo que ni siquiera intentó escuchar.

Luego sintió que la opresión del pecho desaparecía y que estaba flotando.

Flotando.

¿Iban a dejarla realmente marchar?

Se volvió bruscamente hacia la ventana. Nueva Chicago brillaba como cualquier mundo semejante a la Tierra, sus rasgos distintivos indiferenciables ya. Mares resplandecientes, tierras, todos los matices del azul, se combinaban con el blanco escarcha de las nubes. Su tamaño iba disminuyendo. Sally apartó la vista ocultando la cara. Nadie debía ver aquel gesto feroz. En aquel momento podría haber ordenado que destruyesen por completo Nueva Chicago.

Después de la inspección, Rod dirigió las ceremonias del culto en la bodega hangar. Cuando acabaron el último himno el vigía de control anunció que los pasajeros llegaban a bordo. Blaine se ocupó de que la tripulación volviese a su trabajo. No habría domingos libres mientras la nave no estuviese en perfectas condiciones de combate, dijesen lo que dijesen las tradiciones del servicio sobre domingos en órbita. Blaine escuchó a los hombres mientras pasaban, atento a cualquier indicio de descontento. Pero oyó, por el contrario, conversaciones normales, y sólo los refunfuños esperados.

—Muy bien, sé perfectamente lo que es una paja —decía Stoker Jackson a su compañero—. Puedo entender lo que es tener una paja en un ojo. Pero, en nombre de Dios, ¿cómo puedo tener en un ojo una
viga?
Tú me dijiste eso, pero ¿cómo puede meterse una viga en el ojo de un hombre sin él saberlo? Es absurdo.

—Claro, claro. ¿Qué es una viga?

—¿Qué es una viga? Ah, ya, tú eres de Tabletop, ¿verdad? Bueno, una viga es madera cortada..., madera. Viene de un árbol. Un árbol, es decir, un
gran...

Las voces se perdieron. Blaine siguió caminando rápidamente hacia el puente. Si Sally Fowler hubiese sido la única pasajera se habría sentido feliz de encontrarla en la bodega hangar, pero deseaba que aquel Bury comprendiese su relación inmediatamente. No quería que pensara que el capitán de una de las naves de guerra de Su Majestad salía a recibir a un comerciante. Desde el puente Rod observó las pantallas mientras el vehículo cuneiforme se situaba en la misma órbita y era remolcado a bordo, penetrando en la
MacArthur
entre las grandes alas rectangulares de las puertas del hangar. Su mano se posó junto a los marcadores del intercom. Aquellas operaciones eran complicadas.

Recibió a los pasajeros el brigadier Whitbread. El primero fue Bury, seguido de un hombre pequeño y oscuro que el comerciante no se molestó en presentar. Ambos llevaban ropa razonable para el espacio, pantalones bombachos con apretadas bandas en los tobillos, túnicas con cinturón, todos los bolsillos con cremallera o cerrados con velero. Bury parecía irritado. Maldijo a su sirviente, y Whitbread registró pensativo sus comentarios, proponiéndose hacerlos pasar más tarde por el cerebro de la nave. El brigadier envió al comerciante al interior con otro oficial de más baja graduación, pero esperó a la señorita Fowler para acompañarla él mismo. Había visto fotografías de ella.

Acomodaron a Bury en los compartimentos del capellán, y a Sally en la cabina del primer teniente. La razón ostensible de que ella tuviese habitaciones mayores era que Annie, su criada, tendría que compartir su camarote. Los criados varones podían acomodarse con la tripulación, pero las mujeres, aunque fuesen tan mayores como Annie, no podían mezclarse con los hombres. Los tripulantes que llevaban mucho tiempo alejados de los planetas desarrollaban nuevos criterios estéticos. Jamás molestarían a la sobrina de un senador, pero con una criada era distinto. Todo parecía razonable, y si la cabina del primer teniente estaba próxima a las habitaciones del capitán Blaine, mientras que la del capellán estaba una planta más abajo y tres mamparos después, nadie podía quejarse.

—Los pasajeros están a bordo, señor —informó el brigadier Whitbread.

—Bien. ¿Están todos cómodos?

—Bueno, la señorita Fowler lo está, señor. El oficial Allot acompañó al comerciante a su cabina...

—Me parece muy bien.

Blaine se retrepó en su asiento de mando. Lady Sandra (no, ella prefería que la llamaran Sally, según recordaba) no le había parecido que estuviese demasiado bien los breves momentos que la había visto en el campo prisión. Por lo que Whitbread decía, debía de haberse recuperado un poco. Rod había querido ocultarse cuando la reconoció saliendo de una tienda en el campo prisión. Estaba cubierto de sangre y polvo... y luego ella se había aproximado. Caminaba como una dama de la Corte, pero estaba flaca, hambrienta, y tenía grandes ojeras oscuras. Y aquellos ojos. Bueno, en dos semanas habría podido recuperarse, y ahora se libraba de Nueva Chicago para siempre.

—Supongo que le habrán mostrado las estaciones de aceleración a la señorita Fowler —dijo.

—Lo he hecho, señor —contestó Whitbread. Y las prácticas de gravedad nula, pensó.

Blaine miró divertido a su brigadier. Leía sus pensamientos fácilmente. Bien, podía tener sus esperanzas, pero el rango tiene sus privilegios. Además, él conocía a la chica, la había conocido cuando ella tenía diez años.

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