—Pero tendría que haber antecedentes —dijo Blaine—. Alguien habría visto que la Paja arrojaba un haz de luz coherente.
—¿Conoce usted los archivos de Nueva Escocia? —preguntó Renner encogiéndose de hombros—. No se distinguen por su calidad.
—Veamos.
Tardó sólo unos instantes en enterarse de que los datos astronómicos de Nueva Escocia eran inseguros, y que debido a ello no se incluían en la biblioteca de la
MacArthur
reseñas de los archivos.
—Bien, supongamos que tiene usted razón.
—Pero ésa es la cuestión: no es correcto, capitán —protestó Renner—. Vea, es imposible girar en el espacio interestelar. Lo que ellos tendrían que haber hecho —La nueva ruta se apartaba levemente de la Paja respecto a la primera. —De nuevo costean la mayor parte del camino. En este punto (el intruso habría estado bastante más allá de Nueva Caledonia) nosotros cargamos la nave hasta los diez millones de voltios. El campo magnético de fondo de la galaxia da a la nave una media vuelta, y la nave viene hacia el sistema de Nueva Caledonia
desde atrás.
Entre tanto, el que maneja el rayo lo ha apagado durante ciento cincuenta años. Ahora lo enciende de nuevo. La sonda utiliza el rayo para frenar.
—¿Está usted seguro de que el efecto funcionaría?
—¡Eso es física elemental! Y los campos magnéticos interestelares están claramente localizados, capitán.
—Bien, entonces, ¿por qué no lo utilizaron?
—No lo sé —exclamó Renner, con frustración—. Quizás simplemente no pensaran en eso. Puede que tuviesen miedo a que los láseres no se mantuvieran. Quizás no confiaran en los que se quedaron atrás para manejarlos. Capitán, sencillamente no sabemos bastante sobre ello.
—Lo sé, Renner. ¿Por qué devanarnos los sesos cavilando sobre esto? Con un poco de suerte, podremos preguntárselo muy pronto.
Una lenta y reacia sonrisa se dibujó en la cara de Renner.
—Bueno, es pura verificación.
—Oh, vaya a dormir un poco.
El ruido de los altavoces despertó a Rod:
«CAMBIO DE GRAVEDAD EN DIEZ MINUTOS. PREPÁRENSE PARA PASAR A UNA GRAVEDAD EN DIEZ MINUTOS».
Blaine sonrió —
¡una gravedad!—
y sintió que la sonrisa era tensa. Faltaba una hora para alcanzar a los intrusos. Activó sus pantallas visuales y vio un rayo de luz en ambas direcciones. La
MacArthur
estaba emparedada entre dos soles. Ahora Cal era tan grande como El Sol visto desde Venus, pero más brillante; Cal era una estrella más cálida. El intruso era un disco más pequeño, pero aún más luminoso. La vela era cóncava.
Significaba una gran esfuerzo el simple acto de utilizar el intercom.
—Sinclair.
—Aquí ingeniería. Diga, capitán.
Rod observó satisfecho que Sinclair estaba en un lecho hidráulico.
—¿Cómo se mantiene el Campo, Sandy?
—Muy bien, capitán. Temperatura constante.
—Gracias —dijo Rod complacido.
El Campo Langston absorbía la energía; era su función básica. Absorbía incluso la energía cinética del gas en explosión o las partículas de radiación, con una eficacia proporcional al cubo de las velocidades de entrada. En combate, la furia infernal de los torpedos de hidrógeno y las energías fotónicas concentradas de los lásers golpeaban el Campo y eran dispersadas, absorbidas y contenidas. Al incrementarse los niveles energéticos, el Campo comenzaba a iluminarse, convirtiéndose su negro absoluto en rojo, naranja, amarillo, y siguiendo así el espectro hasta el violeta.
Ése era el problema básico del Campo Langston. Tenía que rechazar la energía; si el Campo se sobrecargaba, liberaba toda la energía almacenada en un fogonazo blanco y cegador, irradiando tanto hacia fuera como hacia dentro. Era la fuerza motriz de la nave la que tenía que impedir eso, y esa fuerza motriz se sumaba también a las energías almacenadas del Campo. Cuando el campo se calentaba demasiado, las naves morían. Rápidamente.
En general, una nave de guerra podía aproximarse infernalmente a un sol sin correr un peligro mortal, pues su Campo no se calentaba nunca más que la temperatura de la estrella. Ahora bien, con un sol delante y otro detrás, el Campo sólo podía irradiar hacia los lados, y esto había que controlarlo porque si no la
MacArthur
experimentaría aceleraciones laterales. Los costados estaban estrechándose y los soles creciendo y el Campo calentándose. Apareció en las pantallas de Rod una mancha de rojo. No era un desastre inminente, pero había que vigilar.
Volvió la gravedad normal. Rod salió rápidamente al puente e hizo una seña al brigadier de guardia.
—Llamada general. Ocupen los puestos de combate.
Las alarmas sonaron por toda la nave.
Durante ciento veinticuatro horas la nave intrusa no había mostrado la menor conciencia de que se aproximaba la
MacArthur.
Seguía sin mostrarla ahora; e iba aproximándose cada vez más.
La vela de luz era una vasta extensión de un blanco uniforme sobre las pantallas posteriores, hasta que Renner encontró un pequeño punto negro. Maniobró con él hasta obtener un gran punto negro, de bordes precisos, cuya sombra en el radar lo localizaba cuatro mil kilómetros más cerca de la
MacArthur
que la vela que había tras él.
—Ése es nuestro objetivo, señor —anunció Renner—. Probablemente lo hayan puesto todo en una cápsula, todo lo que no formaba parte de la vela. Un peso al extremo de los obenques para sujetar firmemente la vela.
—De acuerdo. Sigamos el rumbo, señor Renner. ¡Señor Whitbread!, felicite usted al encargado de señales, quiero que envíe mensajes claramente. Tantas bandas como pueda cubrir, con baja potencia.
—De acuerdo, señor. Registrando.
—Aquí la nave imperial
MacArthur
dirigiéndose a la nave de vela de luz. Enviamos nuestras señales de reconocimiento. Bienvenidos a Nueva Caledonia y al Imperio del Hombre. Queremos situarnos a su lado. Respondan por favor a nuestras señales. Utilicen ánglico, ruso, francés, chino o cualquier otro idioma que puedan utilizar. Si son humanos da igual de dónde vengan.
Faltaban quince minutos para el encuentro. La gravedad de la nave cambió, cambió de nuevo cuando Renner comenzó a igualar velocidades y posiciones con la cápsula de carga de la nave intrusa en vez de con la vela. Rod tardó unos instantes en contestar a la llamada de Sally.
—Sea breve, Sally. Por favor. Estamos en posición de combate.
—Sí, capitán, lo sé. ¿Puedo ir al puente?
—Lo siento, están ocupados todos los asientos.
—No me sorprende. Capitán, sólo quiero recordarle algo. No espere que sean tan inocentes.
—¿Qué quiere decir?
—No espere que sean primitivos simplemente porque no utilicen el Impulsor Alderson. No tiene por qué ser así. E incluso aunque fuesen primitivos, primitivos no significa simples. Sus técnicas y sus formas de pensamiento pueden ser
muy
complejas.
—Lo tendré en cuenta. ¿Algo más? Muy bien, continúe, Sally. Whitbread, cuando no tenga otra cosa que hacer, comunique a la señorita Fowler lo que pasa. —Cerró el intercom y contempló la pantalla sin dejar de hacerlo cuando Staley gritó.
La vela de luz de la nave intrusa se ondulaba. La luz reflejada corría a lo largo de ella en grandes y majestuosas ondas. Rod pestañeó, pero esto no le ayudó gran cosa; resultaba difícil precisar la forma de un espejo distorsionado.
—Ésa podía ser nuestra señal —dijo Rod—. Están utilizando el espejo para reflejar...
El brillo se hizo cegador, y todas las pantallas de aquel sector quedaron apagadas.
Los aparatos registradores delanteros funcionaban y registraban. Mostraban un gran disco blanco, la estrella de Nueva Caledonia, muy próxima, y aproximándose muy deprisa, a un seis por ciento de la velocidad de la luz; y la mostraban con la mayoría de la luz filtrada.
Por un instante mostraron también varias extrañas siluetas negras frente al fondo blanco. Nadie lo advirtió, en aquel terrible instante en que la
MacArthur
quedaba cegada; y en el instante siguiente las imágenes habían desaparecido.
En el asombrado silencio se oyó la voz de Kevin Renner:
—No tienen por qué gritar —se quejó.
—Gracias, señor Renner —dijo gélidamente Rod—. ¿Tiene usted más sugerencias, sugerencias más concretas?
La
MacArthur
se movía a impulsos erráticos, pero la vela de luz la seguía perfectamente.
—Sí, señor —dijo Renner—. Lo mejor sería que dejásemos de enfocar ese espejo.
—Control de daños, capitán —informó Cargill desde su estación posterior—. Estamos recibiendo gran cantidad de energía en el Campo. Demasiada y a una terrible velocidad, sin que parezca dispersarse. Si fuese una energía más concentrada nos habría hecho ya varios agujeros, pero, tal como llega, podremos soportarla unos diez minutos —dijo Renner—. Al menos hemos conseguido registradores de un lado del sol, y puedo recordar dónde estaba la cápsula...
—Eso no importa. Vamos a atravesar la vela —ordenó Rod.
—Pero no sabemos...
—Es una orden, señor Renner. Está usted en una nave de la Marina de Guerra.
—Desde luego, señor.
El Campo era de un rojo ladrillo cada vez más brillante; pero el rojo no significaba peligro. Por lo menos durante un rato.
Mientras Renner maniobraba, Rod dijo con tono indiferente:
—Supongo que piensa usted que los alienígenas utilizan materiales extraordinariamente fuertes. ¿Es así?
—Es una posibilidad, señor.
La
MacArthur
traqueteó; era ya inevitable. Renner parecía prepararse para un choque.
—Pero cuanto más fuertes son los materiales, señor Renner, menos pueden extenderse, para recoger el volumen máximo de luz solar en proporción al peso. Si tuviesen un hilo muy fuerte lo tejerían fino para conseguir más kilómetros cuadrados por kilo, ¿no es así? Incluso aunque después los meteoritos eliminaran unos cuantos kilómetros cuadrados de vela, aún sería útil, ¿no es cierto? Así que no hay duda de que lo habrán hecho justo lo suficientemente fuerte.
—Desde luego, señor —canturreó Renner. Conducía a cuatro gravedades, manteniendo a Cal directamente a popa; reía entre dientes como un ladrón, y no parecía ya prepararse para el choque.
Bueno, le convencí,
pensó Rod; y se preparó para el choque.
El calor convirtió en amarillo el Campo Langston.
Luego, de pronto, el color proyectado por los aparatos registradores enfocados hacia el sol pasó a ser negro, salvo por el borde verde-caliente del propio Campo de la
MacArthur,
y una relumbrante y mellada silueta de blanco donde la
MacArthur
había atravesado la vela de la nave intrusa.
—Demonios, ¡ni siquiera lo sentimos! —rió Rod—. Señor Renner, ¿cuánto falta para que lleguemos al sol?
—Cuarenta y cinco minutos, señor. A menos que cambiemos el rumbo.
—Lo primero es lo primero, señor Renner. Debemos mantenernos alineados con la vela y permanecer aquí. —Rod activó otro circuito para comunicar con el oficial artillero—. ¡Crawford! Ponga un poco de luz en esa vela y veamos si podemos descubrir las conexiones de los obenques. Quiero cortar la cápsula que hace de paracaídas antes de que disparen contra nosotros.
—De acuerdo, señor. —Crawford parecía muy feliz ante la perspectiva. Había treinta y dos obenques en total: veinticuatro alrededor del borde del espejo circular y un anillo de ocho más próximos al centro. Las distorsiones cónicas del tejido indicaban dónde estaban. La parte posterior de la vela era negra; se convirtió en vapor bajo el ataque de las baterías delanteras de láser.
Luego la vela quedó desprendida, agitándose y ondulándose como si flotase hacia la
MacArthur.
La nave la atravesó de nuevo, y la vela de luz parecía sólo una extensión de papel de seda de varios kilómetros cuadrados...
Y la cápsula de la nave intrusa se había desprendido y caía hasta un sol F8.
—Treinta y cinco minutos para el choque —dijo Renner sin que se lo preguntaran.
—Gracias, señor Renner. Teniente Cargill, hágase cargo del control. Maniobre para remolcar esa cápsula.
Rod sintió una gran alegría interior ante el asombro de Renner.
—Pero... —dijo Renner, y señaló la creciente masa de Cal en las pantallas del puente.
Antes de que pudiese decir nada más, la
MacArthur
saltó hacia adelante a seis gravedades, sin ninguna transición suave esta vez. Los medidores de velocidad giraron alocadamente mientras la nave se lanzaba en línea recta hacia el luminoso sol.
—¿Capitán? —A pesar del zumbido de la sangre en los oídos, Blaine oyó la llamada de su ayudante desde el puente posterior—. Capitán, ¿qué daño podemos soportar?
Costaba trabajo hablar.
—Cualquiera con tal de que podamos volver a casa —balbució Rod.
—Bien. —Las órdenes de Cargill sonaron a través del intercom—. ¡Señor Potter! ¿Está la cubierta hangar preparada para el vacío? ¿Están dispuestas todas las compuertas?
—Sí, señor. —La pregunta no tenía sentido en condiciones de combate, pero Cargill era hombre cuidadoso.
—Abran las puertas del hangar —ordenó Cargill—. Capitán, podríamos perder las compuertas de la cubierta hangar.
—No se preocupe por eso.
—Estoy conduciendo la cápsula a bordo muy deprisa, no hay tiempo para igualar velocidades. Correremos el riesgo...
—Tiene usted el control, teniente. Cumpla sus órdenes.
Había en el puente una niebla roja. Rod pestañeó, pero aún seguía allí, no en el aire sino en sus retinas. Seis gravedades eran demasiado para un esfuerzo continuado. Si alguien se desmayaba... Se había esfumado la emoción que sentían antes.
—¡Kelley! —aulló Rod—. Cuando hagamos girar la nave, sitúe a los infantes de marina en la parte posterior y prepárese para interceptar cualquier cosa que salga de esa cápsula. Y procure usted darse prisa. Cargill no mantendrá la aceleración.
—De acuerdo, señor —dijo Kelley.
La cápsula estaba a tres mil kilómetros por delante, invisible incluso para la visión más clara, aunque creciendo constantemente en las pantallas del puente, constantemente pero poco a poco, con demasiada lentitud, mientras que Cal parecía crecer con demasiada rapidez.
Cuatro minutos en seis gravedades. Cuatro minutos de calvario, y luego sonaron las señales de alarma. Hubo un instante de grato alivio. Los infantes de marina de Kelley cruzaban la nave, hundiéndose en la gravedad baja y cambiante mientras la
MacArthur
viraba en redondo. No había lechos de aceleración allí atrás donde los infantes de marina cubrirían la cubierta hangar. Había cintas reticulares para que se colgasen los hombres en los pasillos, y había otra red como una tela de araña en el propio hangar de la que colgaban como moscas, con las armas dispuestas... ¿Dispuestas para qué?