Las sombras se movían espasmódicamente hacia dentro sobre un fondo blanco. Habría media docena cuando el almirante detuvo la proyección.
—¿Qué le parece?
—Bueno, son como... como eso —dijo Rod.
—Me alegro de que lo piense. Observe ahora.
Continuó la proyección. Las extrañas formas disminuían, convergían y desaparecían, no como si se perdiesen en el infinito, sino como si se evaporasen.
—Pero eso muestra que la vela de luz lanzó fuera de la cápsula a los pasajeros y los calcinó. ¿Qué sentido tiene esto?
—No lo tiene. Y en la Universidad pueden darle cuarenta explicaciones. De todos modos la imagen no es muy clara. Dése cuenta de lo deformados que están... tamaños distintos, formas distintas. No hay modo de saber si estaban vivos. Uno de los antropólogos piensa que son estatuas de dioses y que las arrojaron para evitar la profanación. Está a punto de convencer a los demás de esta teoría, aunque los hay que dicen que las imágenes son puro accidente, o formas proyectadas por el Campo Langston, o una, falsificación.
—Comprendo, señor.
Aquello no necesitaba comentarios, y Blaine no los hizo. Regresó a su asiento y examinó de nuevo la fotografía. Un millón de preguntas... si el piloto no hubiese muerto... Al cabo de un rato el almirante gruñó:
—Muy bien. Aquí tiene una copia del informe sobre lo que encontramos en la cápsula. Llévesela a algún sitio y estúdiela. Tenemos una cita con el Virrey mañana por la tarde y él espera que usted sepa algo. Su antropóloga ayudó a redactar ese informe, puede discutirlo con ella si quiere. Más tarde podrá usted examinar la cápsula, la bajamos hoy. —Cranston rió entre dientes ante la sorpresa de Blaine—. ¿Le parece curioso que le metamos en eso? Usted fue el descubridor. Su Alteza tiene planes de los que usted forma parte. Ya le informaremos.
Rod saludó y salió de allí desconcertado, con el informe supersecreto bajo el brazo.
El informe contenía sobre todo interrogantes.
La mayor parte del equipo interno de la cápsula estaba en pésimas condiciones, restos de circuitos, cables sueltos, todo mezclado en un orden irracional. No había rastro alguno de los obenques, ningún instrumento para manejarlos, ninguna abertura en las treinta y dos proyecciones que había en uno de los extremos de la cápsula. El que todos los obenques formasen una molécula podría explicar por qué faltaban; podrían haberse disuelto, haberse alterado químicamente, al separarlos el cañón de Blaine. Pero ¿cómo controlaban la vela? ¿Podrían los obenques de algún modo contraerse y relajarse, como un músculo?
Una idea extraña, pero algunos de los mecanismos intactos eran también muy extraños. Las piezas de la cápsula no estaban hechas en serie. Dos instrumentos planeados para hacer casi el mismo trabajo podían ser levemente distintos o absolutamente diferentes. Engarces y abrazaderas parecían tallados a mano. La cápsula era una escultura además de una máquina.
Blaine leyó aquello, meneó la cabeza y llamó a Sally. Poco después Sally llegó a su cabina.
—Sí, yo escribí eso —dijo—. Resulta evidente. Todos los tornillos y tuercas de esa cápsula tienen un diseño específico. No es tan sorprendente si piensas que la cápsula pudo tener un objetivo religioso. Pero no hay motivos para pensarlo. ¿Sabes lo que es redundancia?
—¿En las máquinas? Dos instrumentos para hacer un trabajo. Por si falla uno.
—Bueno, al parecer los pajeños lo hacen de ambos modos.
—¿Pajeños?
—Teníamos que llamarles de alguna manera —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Los ingenieros pajeños hacen dos instrumentos para el trabajo, pero el segundo hace otros dos trabajos, y algunos de los soportes son también termostatos bimetálicos y generadores termoeléctricos al mismo tiempo. Rod, apenas si entiendo las palabras. Módulos; los ingenieros humanos trabajan con módulos, ¿no es así?
—Desde luego, para un trabajo complicado los utilizan.
—Pues los pajeños no. Todo es de una pieza, todo se relaciona con todo. Rod, es muy probable que los pajeños sean más inteligentes que nosotros. Rod lanzó un silbido.
—Eso es... aterrador. Un momento. Ellos no tienen el Impulsor Alderson, ¿verdad?
—No lo sé. Pero tienen cosas que no tenemos nosotros. Hay superconductores de biotemperatura —dijo ella, lentamente, como si hubiese memorizado las palabras— pintados a fajas.
—Luego hay esto. —Se aproximó más para volver las páginas—. Aquí, mira esta fotografía. Todos esos agujeros de meteoritos.
—Micrometeoritos, parecen.
—Bueno, sólo pueden pasar las barreras de defensa los de cuatro mil micrones. Pero no hemos podido encontrar ninguna barrera defensiva contra los meteoritos. No tienen Campo Langston ni nada parecido.
—Pero...
—Debe de haber sido la vela. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? El piloto automático nos atacó porque creyó que la
MacArthur
era un meteoro.
—¿Y el otro piloto? ¿Por qué...?
—El alienígena estaba en sueño congelado, por lo que parece. Los sistemas de apoyo de vida se estropearon cuando metimos la cápsula a bordo. Le matamos.
—¿Seguro?
Sally asintió.
—Demonios. La Liga de la Humanidad quiere mi cabeza en una bandeja con una manzana en la boca, y no se lo reprocho. Ay... —un lamento doloroso.
—Olvídalo —dijo Sally suavemente.
—Perdona. ¿Ahora qué?
—La autopsia. Ocupa la mitad del informe.
Volvió las páginas y Rod parpadeó. Sally Fowler tenía más aguante que la mayoría de las damas de la Corte.
La carne del pajeño era pálida; la sangre rosa, como una mezcla de savia de árbol y sangre humana. Los cirujanos le habían hecho una profunda incisión en la espalda, descubriendo los huesos desde la parte posterior del cráneo hasta la zona donde estaría el cóccix de un hombre.
—No comprendo. ¿Y la espina dorsal?
—No existe —dijo Sally—. Al parecer la evolución no ha inventado las vértebras en el mundo de los pajeños.
Había tres huesos en la espalda, sólidos los tres como fémures. El superior era una prolongación del cráneo, como si el cráneo tuviese un mango de veinte centímetros. La articulación de su extremo inferior quedaba al nivel del hombro; podía cabecear, pero no girar la cabeza.
El principal hueso de la espalda era mayor y más ancho. Terminaba en una articulación compleja y voluminosa, de aproximadamente el tamaño de la espalda. El hueso inferior se escindía en costillas y encajes para las piernas.
Había una médula espinal, una gran línea de conexión nerviosa, pero corría por encima de los huesos de la espalda y no a través de ellos.
—No podía volver la cabeza —dijo Rod en voz alta—. Tenía que doblarse por la cintura. Por eso es tan complicada la gran juntura, ¿verdad?
—Así es. Les vi probar esa juntura. Permite volver el torso y la cara directamente hacia atrás. ¿Impresionado?
Rod asintió y pasó página. En aquella imagen los cirujanos mostraban el cráneo.
No era extraño que la cabeza estuviese ladeada. No sólo era mayor el lado izquierdo del cerebro, por tener que controlar los brazos derechos tan sensibles y complejos neurológicamente, sino que los grandes tendones del hombro izquierdo se conectaban con nódulos del lado izquierdo del cráneo para mayor equilibrio.
—Todo gira alrededor de los brazos —dijo Sally—. Piensa en el pajeño como fabricante de herramientas y verás que tiene sentido. Los brazos derechos son para el trabajo delicado, como arreglar un reloj. El brazo izquierdo alza y sujeta. Probablemente pudiese alzar un vehículo aéreo por un lado con la mano izquierda y utilizar los brazos derechos para manipular los motores. ¡Y ese idiota de Horowitz creía que era una mutación! —Pasó más páginas—. Mira.
—Ya me di cuenta de eso. Los brazos ajustan demasiado bien.
Las fotografías mostraban los brazos derechos en varias posiciones; y no podían interferir uno con otro. Los brazos eran aproximadamente del mismo tamaño extendidos; pero el inferior tenía un largo antebrazo y un húmero corto, mientras en el superior antebrazo y húmero eran aproximadamente del mismo tamaño. Con los brazos en los costados, las puntas de los dedos del brazo superior colgaban justo por debajo de la muñeca del brazo inferior.
Siguió leyendo. La química del alienígena era algo distinta de la de los humanos, pero no tanto como para revolucionar la exobiología anterior. Toda la vida conocida era lo bastante familiar para que algunos teóricos sostuviesen que el origen de la vida era la dispersión de esporas por el espacio interestelar. La teoría no contaba con un apoyo generalizado, pero era defendible, y el alienígena no cambiaría las cosas.
Mucho después de que se fuese Sally, Rod seguía estudiando el informe. Cuando acabó, había tres hechos grabados en su mente:
El pajeño era un constructor de herramientas inteligente.
Había recorrido veinticinco años luz para encontrarse con la civilización humana.
Y Rod Blaine le había matado.
El palacio del Virrey dominaba la única ciudad importante de Nueva Escocia. Sally contempló con admiración la inmensa estructura y señaló emocionada la onda de colores que cambiaban a cada movimiento del planeador.
—¿Cómo consiguen ese efecto? —preguntó—. No parece una película de aceite.
—Son piedras legítimas de Nueva Escocia —contestó Sinclair—. Nunca verá rocas como éstas. No había vida aquí hasta que no sembró el planeta el Primer Imperio. El palacio es de roca de todos los colores, que está exactamente igual que cuando brotó del interior.
—Es maravilloso —le dijo ella.
La plaza era el único edificio que tenía a su alrededor espacio abierto. Los habitantes de Nueva Escocia se agrupaban en pequeños viveros, y desde el aire era fácil ver formas circulares como anillos crecientes de un tronco de árbol que indicaban la construcción de grandes generadores de campo para protección de la ciudad.
—¿No sería más fácil —preguntó Sally—
trazar
un plan urbanístico utilizando ángulos rectos?
—Sería más simple, sí —contestó Sinclair—. Pero han sido doscientos años de guerra. Pocos se arriesgaban a vivir sin la protección de un Campo... no es que no confiemos en la Marina y en el Imperio —añadió rápidamente—. Pero no es nada fácil abandonar hábitos tan antiguos. Preferimos vivir algo más apretados y poder defendernos mejor.
El planeador descendió en círculo sobre el tejado de lava del Palacio. Abajo las calles eran manchas de color. A Sally le sorprendió lo pequeña que era la capital de aquel sector del Imperio.
Rod dejó a Sally y a sus oficiales en un cómodo vestíbulo y siguió las indicaciones de un marcial infante de marina. La Cámara del Consejo era una mezcla de sencillez y esplendor, paredes de roca sin adornos contrastando con alfombras de lana y tapices. De las altas vigas colgaban estandartes de guerra.
El infante de marina indicó a Rod un asiento. Justo frente a él había un alto estrado para el Consejo, y encima el trono del Virrey que dominaba completamente la estancia; sin embargo, hasta el trono quedaba eclipsado por un inmenso
sólido
de Su Soberana e Imperial Alteza y Majestad, Leónidas IX, Emperador de la Humanidad por la gracia de Dios. Cuando había un mensaje del trono del mundo, la imagen revivía, pero ahora mostraba a un hombre de no más de cuarenta años que vestía el negro medianoche de almirante de la Flota, sin adornos de condecoraciones o medallas. Unos ojos oscuros miraban fijamente a todas las personas que había allí.
La estancia se llenó enseguida. Había miembros del parlamento del sector, oficiales de la marina y del ejército, civiles asistidos por angustiados funcionarios. Rod no sabía lo que le aguardaba, pero percibió miradas celosas de los que había tras de él. Era, con mucho, el oficial más joven de la primera fila de asientos. El almirante Cranston ocupaba uno situado dos más a la izquierda del de Blaine y saludó protocolariamente a su subordinado.
Se oyó un gong. El mayordomo de Palacio, negro carbón, látigo simbólico en la correa de su uniforme blanco, se acercó al estrado que había sobre ellos y golpeó el suelo con el cetro de su cargo. Una hilera de hombres penetró en la estancia, ocupando todos puestos en el estrado. Los consejeros imperiales eran menos impresionantes que sus títulos, concluyó Rod. La mayoría parecían hombres apresurados... pero muchos tenían el mismo aire del retrato del Emperador, la misma capacidad para mirar más allá que los que estaban en la estancia hacia algo que sólo podía sospecharse. Se sentaron impasibles hasta que sonó otra vez el gong.
El mayordomo hizo un gesto y golpeó tres veces el suelo con su cetro.
—SU EXCELENTÍSIMA ALTEZA STEFAN YURI ALEJANDROVITCH MERRILL, VIRREY DE SU MAJESTAD IMPERIAL MÁS ALLÁ DEL SACO DE CARBÓN. QUE DIOS CONCEDA SABIDURÍA A SU MAJESTAD ILUSTRÍSIMA.
Todos se levantaron. Mientras lo hacía, Rod pensaba en lo que estaba pasando. Sería fácil ser cínico. Después de todo, Merrill era sólo un hombre. Su Majestad Imperial era sólo un hombre. Hombres como los otros, pero tenían la responsabilidad del destino del género humano. El Consejo podía asesorarles. El Senado podía debatir. La Asamblea exigir y demandar. Sin embargo, una vez oídas todas las peticiones en conflicto, ponderados todos los consejos, alguien debía actuar en nombre de la Humanidad... No, el ceremonial de introducción no era exagerado. A quienes poseían aquel poder había que recordárselo.
Su Alteza era un hombre alto y flaco, de tupidas cejas. Llevaba el uniforme de gala de la Marina, con discos solares y cometas al pecho, condecoraciones ganadas en años de servicio. Cuando llegó a su trono, se volvió al sólido que había sobre él y se inclinó. El edecán dirigió el saludo de lealtad a la corona antes de que Merrill tomase asiento y saludase al Consejo.
El Duque Bonin, presidente supremo del Consejo, ocupaba su puesto en el centro de la gran mesa.
—Señores, por orden de Su Alteza se reúne el Consejo para considerar la cuestión de la nave alienígena procedente de la Paja. Quizás la sesión sea larga —añadió sin el menor sarcasmo.
—Todos tienen el informe de nuestra investigación de la nave alienígena. Puedo resumirlo en dos puntos significativos: los alienígenas no tienen ni el Impulso Alderson ni el Campo Langston. Por otra parte, parecen tener otras técnicas considerablemente más avanzadas que las que haya tenido nunca el Imperio... e incluyo en esto al Primero.