La paja en el ojo de Dios (11 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Sonaron las alarmas, y los medidores de velocidad se movieron de nuevo cuando la
MacArthur
frenó hacia la cápsula. Rod encendió laboriosamente su pantalla. Allí estaba la cubierta hangar, fría y oscura, el confuso perfil de la superficie interna del Campo defensivo de la nave, de una increíble negrura. Está bien, pensó, no hay ningún almacenamiento significativo de calor. Había sitio suficiente para absorber la energía rotativa de la cápsula si es que tenía alguna, reduciéndose el impacto a algo que la
MacArthur
podía soportar.

Ocho minutos a seis gravedades era el máximo que la tripulación podría soportar. Luego la nave intrusa dejó de estar delante al girar la
MacArthur
y cayó hacia ella de costado. La aceleración aplastante cesó, luego hubo un lento impulso lateral cuando Cargill disparó las baterías de estribor para aminorar su avance directo hacia la cápsula.

Era cilíndrica, con un extremo redondeado hundiéndose a través del espacio. Cuando giró, Rod vio que el otro extremo estaba mellado por una infinidad de proyecciones... ¿treinta y dos proyecciones? Pero tenía que haber obenques partiendo de aquellos nudos, y no se veía ninguno.

La cápsula se movía hacia arriba, hacia la
MacArthur,
con excesiva rapidez, y era demasiado grande para poder entrar en la cubierta hangar. ¡Era un objeto inmenso, demasiado inmenso! ¡Y sólo podían frenarlo las baterías de estribor!

Allí estaba. La cámara de la cubierta hangar mostraba el extremo redondeado de la nave intrusa, mate y metálico, cruzando el Campo Langston, lentamente, disminuyendo la rotación, pero moviéndose aún respecto a la
MacArthur.
El crucero de combate giró hacia un lado, terriblemente, arrojando a la tripulación contra las cintas de sujeción, mientras el extremo redondeado de la cápsula crecía y crecía y... ¡CRANCH!

Rod sacudió la cabeza para despejarla de la niebla roja que se había formado de nuevo.

—Salgamos de aquí. ¡Señor Renner, tome el control!

Los medidores de velocidad saltaron antes de sonar las alarmas de aceleración; Renner debía de tener ajustado el rumbo previamente y debía de haber accionado los mandos en el instante mismo en que había recibido la orden de asumir el control. Blaine observó los controles a través de la roja niebla. Bien, Renner no intentaba nada espectacular; simplemente desviarse lateralmente del rumbo anterior de la
MacArthur
y dejar el sol a un lado. ¿Estaban desacelerando en el plano de los planetas de Cal? Sería difícil encontrarse con la
Lermontov
para obtener hidrógeno. Si no podían situar la nave en aquel rumbo, se encontrarían con los tanques vacíos... Torpemente, Blaine tocó los controles y observó cómo la computadora principal mostraba un esquema de rumbo. Sí. Renner había actuado adecuadamente, y con bastante rapidez.

Dejémosle hacer, pensó Rod. Renner es competente, es mejor astrogador que yo. Tendré tiempo para inspeccionar la nave. ¿Qué pasaría al subir a bordo ese objeto? Todas las pantallas que cubrían aquella zona estaban averiadas, con las cámaras quemadas o fundidas. Fuera no iban mucho mejor las cosas.

—Vuele a ciegas, señor Renner —ordenó Blaine—. Las cámaras se habrían fundido de todos modos. Espere hasta que nos alejemos de Cal.

—Informe de daños, capitán.

—Adelante, teniente Cargill.

—Tenemos al intruso atascado en las puertas del hangar. Está embutido allí. No creo que podamos darle la vuelta con aceleración normal. No dispongo de un informe completo, pero el hangar nunca volverá a ser el mismo, señor.

—¿Algo grave, Número Uno?

—No, señor. Podría darle toda la lista... problemas menores, cables desprendidos, equipo desconectado por el impacto... pero todo se resume en esto: si hay que luchar, podremos hacerlo.

—Excelente. Veamos ahora qué puede decirme de esos infantes de marina. Las líneas de comunicación con la estación de Kelley están al parecer averiadas.

—Lo están, señor.

Alguien tendría que moverse bajo seis gravedades para llevar aquella orden, pensó Blaine. Ojalá pueda hacerlo en una silla móvil. Un hombre podría soportar el esfuerzo, pero quedaría deshecho. ¿Merecía la pena? ¿Por información probablemente negativa? ¿Y si no fuese negativa?...

—El cabo Pietrov informando al capitán —fuerte acento de St. Ekaterina—. Ninguna actividad de los intrusos, señor.

—Aquí Cargill, capitán —añadió otra voz.

—Sí.

—¿Necesita usted a Kelley? El señor Potter ha conseguido contactar con Pietrov, pero hay un problema si tiene que ir más allá.

—Pietrov basta, Número Uno. Buen trabajo, Potter. Cabo, ¿puede usted ver al señor Kelley? ¿Se encuentra bien?

—El oficial artillero me ha hecho señales, señor. Está de guardia en la cámara neumática número dos.

—Bien. Informe inmediatamente de cualquier actividad de los intrusos, cabo.

Blaine desconectó cuando volvieron a sonar las señales de alarma. Cincuenta kilos desaparecieron de su pecho al aminorar la aceleración de la nave. Cosa curiosa ésta, pensó. Pasar de aproximarse demasiado a Cal y cocer a la tripulación a matarlos a todos simplemente por la presión de las gravedades.

En su estación delantera, uno de los timoneles se apoyó en la colchoneta de su litera. Su compañero se aproximó a él hasta tocar casco con casco. Desconectaron los micrófonos un instante y el soldado de primera clase Orontez dijo a su compañero:

—Mi hermano quería que le ayudase en su rancho acuático de Afrodita y a mí me pareció demasiado peligroso y me apunté a la Marina Espacial.

—Teniente Sinclair, ¿tenemos energía suficiente para enviar un mensaje a la flota?

—Desde luego, capitán, los motores funcionan perfectamente. El objeto no es tan inmenso como pensábamos. Y tenemos bastante hidrógeno.

—Bien.

Blaine llamó a la sala de comunicación para enviar su informe. Nave intrusa a bordo, cilíndrica, relación de ejes cuatro a uno. Metálica y uniforme en apariencia, pero es imposible inspeccionarla detenidamente hasta que cese la aceleración. Sugiero que la
Lermontov
intente recuperar la vela, que ha debido de desacelerarse rápidamente sin la cápsula. Calculamos llegar a Nueva Escocia... Podría sugerir también que la
MacArthur
se situase en órbita alrededor de la luna deshabitada de Nueva Escocia. No había a bordo ninguna prueba de vida o actividad alienígena, pero...

Era un «pero» muy grande, pensó Rod. ¿Qué era aquel objeto? ¿Se había arrojado sobre ellos deliberadamente? ¿Estaría tripulado, o qué especie de robot podía pilotarlo durante años luz de espacio normal? Fuese lo que fuese, o lo tripulase quien lo tripulase, allí estaba, en la bodega hangar de un crucero de combate, apresado... fin poco digno de un viaje de treinta y cinco años luz.

Y nada podía hacer para aclararlo. Nada en absoluto. La situación de la
MacArthur
no era tan crítica. Renner la mantenía bastante bien controlada. Pero ni Blaine ni Cargill podían abandonar su puesto, y no era cuestión de enviar a oficiales bisoños a investigar aquello.

—¿Ha terminado ya todo? —dijo quejumbrosa la voz de Sally—. ¿Todo bien?

—Sí. —Rod se estremeció involuntariamente al pensar lo que podría haber sucedido—. Sí, está a bordo y no sabemos de ella más que su tamaño. No responde a nuestras señales.

Pero ¿por qué sentía aquel cosquilleo de satisfacción ante la idea de que ella tuviese que esperar como los demás?

La
MacArthur
bordeó Cal, pasando tan cerca que sintieron una resistencia medible de la corona; pero Renner era un magnífico astrogador y el Campo aguantó perfectamente. Esperaron.

A dos gravedades Rod pudo salir del puente. Trabajosamente, se puso de pie, se trasladó a un vehículo y salió hacia la parte posterior. Los ascensores fueron bajándole a través de la nave, y fue parando en cada cubierta para comprobar que la tripulación aún seguía en su puesto pese a la tensión general. La
MacArthur
tenía que ser la mejor nave de la Marina... ¡Y lo sería!

Cuando llegó al puesto de Kelley en la cámara neumática del hangar aún no había ninguna novedad.

—Puede ver usted que hay escotillas o algo parecido allí, señor —dijo Kelley, señalando con un chorro de luz. Cuando la luz se separó de la nave alienígena Rod vio los restos de sus botes aplastados contra las planchas de acero.

—¿Y no ha hecho nada?

—Nada en absoluto, capitán. Penetraron, chocaron contra las paredes... la nave no entró deprisa pero sí con gran presión. Luego, nada. Ninguno de los que estamos aquí hemos conseguido ver nada, capitán.

—Bien, bien —murmuró Rod. Encendió su propia luz y la posó sobre el enorme cilindro. La mitad superior se desvaneció en el negro uniforme del Campo.

La luz recorrió una hilera de protuberancias cónicas; medían cada una sobre un metro de diámetro, y su longitud era tres veces mayor. Buscó, pero no había nada... no se veían los extremos de los obenques que podrían colgar de ellos, no había ninguna abertura visible en que pudiesen fijarse los obenques. Nada.

—Siga vigilando, Kelley. Quiero una vigilancia continua.

El capitán Rod Blaine volvió al puente sin más información que la que tenía y se sentó contemplando sus pantallas. Inconscientemente empezó a frotarse la nariz.

¿Qué demonios
había
capturado?

8 • El alienígena

Blaine permanecía rígido y atento frente al gran escritorio. Howland Cranston, almirante de la flota, comandante en jefe de las fuerzas de Su Majestad más allá del Saco de Carbón, le miraba hosco desde el otro lado de una mesa de teca rosa con exquisitos grabados que habrían fascinado a Rod de tener libertad para examinarlos. El almirante indicó un montón de papeles.

—¿Sabe usted lo que es eso, capitán?

—No, señor.

—Peticiones de que sea usted expulsado del cuerpo. La mitad del profesorado de la Universidad Imperial. Un par de
padres
de la Iglesia y un obispo. El secretario de la Liga de la Humanidad. Todos los corazones compasivos de este lado del Saco de Carbón piden su cabellera.

—Comprendo, señor. —No se le ocurrió otra cosa. Permanecía atento y rígido, esperando a que todo acabase. ¿Qué pensaría su padre? ¿Comprendería alguien?

Cranston le miró de nuevo fijamente. No había en sus ojos expresión alguna. Su uniforme estaba lleno de condecoraciones que narraban la historia de un comandante que se había entregado por completo a su deber más allá de cualquier esperanza de supervivencia.

—El hombre que disparó contra el primer contacto alienígena de la raza humana —dijo Cranston fríamente—. Se apoderó de su nave. ¿Sabe usted que encontramos sólo un pasajero, y que estaba
muerto?
Fallo del sistema de vida, quizás. —Cranston cogió los papeles y los echó a un lado—. Malditos civiles, siempre acaban influyendo en la Marina. No me dejan elección.

—Muy bien, capitán Blaine. Como almirante de la Flota de este sector le confirmo desde este instante como capitán al mando del crucero de combate de Su Majestad
MacArthur.
Ahora siéntese. —Mientras Rod miraba desconcertado buscando una silla, Cranston gruñó—. A ver si aprenden esos cabrones. ¿Quiénes son ellos para decirme cómo debo dar órdenes? Blaine, es usted el oficial más afortunado del cuerpo. Un consejo habría confirmado de todos modos su ascenso, pero sin esto jamás le habrían dado esa nave.

—Comprendo, señor. —Era bastante cierto, pero eso no eliminó la nota de orgullo de la voz de Rod. ¡La
MacArthur
suya!—. Señor... ¿Han encontrado algo en la cápsula? Desde que la dejamos en órbita he estado en los talleres cuidándome de las reparaciones de la
MacArthur.


La hemos abierto, capitán. No acabo de creerme lo que encontramos, pero conseguimos entrar dentro. Encontramos esto. —Sacó una fotografía ampliada.

La criatura estaba extendida sobre una mesa de laboratorio. La escala que había al lado indicaba que era pequeño, un metro veinticuatro desde la parte superior de la cabeza a lo que Rod al principio creyó zapatos, concluyendo luego que eran pies. No había dedos en ellos, sino una banda de lo que podría haber sido cuerno en el borde delantero.

El resto era una confusa pesadilla. Dos brazos derechos muy delgados que terminaban en manos delicadas, cuatro dedos y dos pulgares opuestos en cada una. Del lado izquierdo un brazo inmenso y único, prácticamente un garrote de carne, bastante mayor que los dos brazos derechos juntos. La mano de aquel lado tenía tres gruesos dedos cerrados en una tenaza.

¿Defecto? ¿Mutación? La criatura era simétrica a partir de lo que parecía su cintura; de la cintura hacia arriba era... distinto.

El torso era grande y macizo. La musculatura, más compleja que la de los hombres. Rod no era capaz de discernir la estructura ósea.

Los brazos..., en fin, producían una sensación muy extraña. Los codos de los brazos derechos ajustaban demasiado bien, como copas de plástico. La evolución había hecho aquello. No era una criatura lisiada.

Lo peor era la cabeza.

Carecía de cuello. Los grandes músculos del hombro izquierdo ascendían suavemente hasta la cúspide de la cabeza del alienígena. El lado izquierdo del cráneo se inclinaba hacia el hombro y era mucho mayor que el derecho. No había oreja izquierda ni espacio para ella. Una gran oreja membranosa de duende decoraba el lado derecho, sobre un hombro flaco que podría haber pasado por humano si no hubiese un hombro similar más abajo y ligeramente por detrás del primero.

En cuanto a la cara, nunca había visto nada igual. En aquella cabeza no cabía propiamente una cara. Dos oblicuos ojos simétricos, desorbitados por la muerte, muy humanos, con cierto aire oriental. Boca inexpresiva; los labios levemente separados mostrando puntas de dientes.

—Bueno, ¿qué? ¿Le gusta?

—Siento que esté muerto —contestó Rod—. Le haría un montón de preguntas... ¿Sólo había éste?

—Sí. Sólo estaba él dentro de la nave. Ahora mire esto.

Cranston tocó una esquina de su mesa y se abrió un panel de control oculto. Se separaron unas cortinas en la pared a la izquierda de Rod y se apagaron las luces de la estancia. Se iluminó una pantalla de un blanco uniforme.

De pronto brotaron de los bordes sombras, agitadas al converger hacia el centro, y desaparecieron en el espacio de unos segundos.

—Sacamos esto de sus cámaras del lado del sol, las que no se quemaron. Pero lo pasaré más despacio.

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