La paja en el ojo de Dios (15 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—Somos gente muy terca —dijo Potter—. Tu silueta en el cielo de la noche podría haber sido demasiado obvia, demasiado...

—¡Aquí estoy yo, estúpido! —indicó Renner.

—Ya. A los neoescoceses no nos gusta que nos traten como si fuésemos tontos, ni siquiera a propósito de Él.

Recordando el ruinoso edificio con su mísero interior, Renner dijo:

—La Iglesia de Él ha decaído mucho, al parecer, desde que Littlemead vio la luz.

—Sí. La luz desapareció en 2902. Hace ciento quince años. Ese acontecimiento está bien documentado. Fue el final de la astronomía aquí hasta que regresó el Imperio.

—¿Desapareció la Paja de forma brusca?

—Nadie lo sabe —dijo Potter, encogiéndose de hombros—. Debió de suceder por la otra parte del planeta. Hay que tener en cuenta que la civilización aquí no es más que una pequeña parcela que va expandiéndose por un mundo estéril. Cuando el Saco de Carbón se elevó aquella noche, se elevó como un hombre ciego. Para los elianos debió de ser como si Dios se hubiese echado a dormir otra vez.

—¿Y qué hicieron?

—Howard Grote Littlemead tomó una sobredosis de somníferos. Los elianos dicen que aceleró su encuentro con Dios.

—Posiblemente para pedirle una explicación —dijo Renner—. Está usted muy callado, señor Staley.

Horst alzó los ojos con una expresión hosca.

—Son gente capaz de construir un cañón láser que cubra el cielo. Y vamos a llevar una expedición militar hasta allí.

12 • Descenso al infierno

Apenas si podían reunirse todos en el muelle del hangar. Las escotillas de lanzamiento cerradas (reparadas, pero con huellas de los daños anteriores) eran el único espacio abierto suficientemente grande para que pudieran reunirse los tripulantes de la nave y el personal científico, y aun así más bien faltaba espacio. El compartimiento del hangar estaba atestado de aparatos e instrumentos; vehículos extra de aterrizaje, equipo científico, suministros almacenados y numerosos recipientes cuyo contenido Blaine desconocía. La gente del doctor Horvath insistió en transportar casi todos los instrumentos científicos que utilizaban en sus diversas especialidades por si resultaban útiles; la Marina difícilmente podía discutir con ellos, pues no había precedentes de una expedición como aquélla.

Ahora el inmenso espacio estaba lleno a rebosar. El Virrey Merrill, el ministro Armstrong, el almirante Cranston, el cardenal Randolph y toda una hueste de funcionarios menores se distribuían confusamente por allí mientras Rod esperaba que sus oficiales pudiesen completar satisfactoriamente los preparativos del despegue. Los últimos días habían sido un torbellino de actividades inevitables, la mayoría sociales, con poco tiempo para la importante tarea de preparar su nave. Ahora, esperando las ceremonias finales, Rod pensaba que hubiese sido preferible eludir la vida social capitalina y permanecer a bordo de su nave como un ermitaño. Durante el año siguiente estaría bajo el mando del almirante Kutuzov, y sospechaba que éste no se sentía del todo complacido con su subordinado. El ruso se había mantenido ostentosamente al margen de las ceremonias que tenían lugar ante las puertas del hangar de la MacArthur.

Su presencia jamás pasaba desapercibida. Kutuzov era un hombre grande y corpulento con un sentido del humor escandaloso. Parecía como sacado de un libro de texto de la historia rusa y hablaba de un modo que ajustaba perfectamente con la imagen. Se debía en parte a su educación en St. Ekaterina, pero sobre todo a decisión propia. Kutuzov dedicaba horas al estudio de las antiguas costumbres rusas y adoptaba muchas de ellas como parte de la imagen que quería proyectar. El puente de su nave capitana iba decorado con iconos, en su cabina hervía un samovar de té y sus soldados recibían clases de lo que Kutuzov consideraba buenas imitaciones de danzas cosacas.

La opinión que se tenía en la Marina de aquel hombre era unánime: muy competente, rígidamente fiel a las órdenes que se le daban y, en consecuencia, carente de compasión humana hasta el punto de que hacía sentirse incómodos a todos los que le rodeaban. Cuando la Marina y el Parlamento aprobaron oficialmente la decisión de Kutuzov de ordenar la destrucción de un planeta rebelde (el Consejo Imperial había llegado a la conclusión de que aquella medida drástica había impedido la rebelión de todo un sector), Kutuzov fue invitado a todas las funciones sociales; pero nadie se sintió defraudado cuando rechazó las invitaciones.

—El principal problema son esas absurdas costumbres rusas —había dicho Sinclair cuando los oficiales de la MacArthur discutían sobre su nuevo almirante.

—No son tan distintas de las escocesas —había dicho el primer teniente Cargill—. Al menos no intenta obligarnos a todos a entender ruso. Habla ánglico bastante bien.

—¿Quiere decir con eso que nosotros los escoceses no hablamos ánglico? —protestó Sinclair.

—Piense lo que quiera —pero luego Cargill lo pensó mejor—. Por supuesto que no, Sandy. A veces cuando se excita no entiende usted nada... bueno, tomemos un trago.

Aquello, pensó Rod, era algo digno de ver, Cargill procurando ser amable con Sinclair. Por supuesto la razón era evidente. Con la nave en los talleres de Nueva Escocia bajo el control del jefe de taller MacPherson y sus hombres, Cargill hacía todo lo posible por no irritar al ingeniero jefe. Podría acabar eliminando su cabina o trasladándola de sitio, o cosas aún peores. Hablaba en aquel momento el Virrey Merrill. Rod salió de su ensueño y procuró escuchar entre la confusa algarabía de sonidos.

—Realmente no veo el objeto de todo esto, capitán. La ceremonia podría haberse celebrado en tierra... salvo su bendición, reverendo.

—Ya han salido otras naves de Nueva Escocia sin mis servicios —musitó el cardenal—. Quizás no fuese una misión tan importante para la Iglesia como ésta. En fin, eso será a partir de ahora problema del joven Hardy.

Indicó con un gesto al capellán de la expedición. David Hardy casi doblaba en edad a Blaine, y era del mismo rango, así que el calificativo de joven era bastante relativo.

—Bueno, ¿estamos dispuestos?

—Sí, Eminencia. —Blaine hizo un gesto a Kelley.

—¡TRIPULACIÓN DE LA NAVE, ATENCIÓN! —Las voces se apagaron, desvaneciéndose, lentamente más que de modo brusco, como habría sido si no hubiese civiles a bordo.

El cardenal sacó del bolsillo una fina estola, besó el borde y se la puso al cuello. El capellán Hardy le entregó el cubo de plata y un hisopo, un báculo con una esfera hueca en el extremo. El cardenal Randolph metió el hisopo en el cubo y roció luego a oficiales y tripulación.

—Tú me purificarás y quedaré limpio. Tú me lavarás y quedaré puro como nieve. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

—Como era en un principio ahora y siempre por los siglos de los siglos, amén —respondió Rod automáticamente.

¿Creía en todo aquello? ¿O era sólo útil para la disciplina? No estaba seguro, pero le alegraba la presencia del cardenal allí. La MacArthur podría necesitar todas las ayudas que pudiese obtener...

El grupo de autoridades y funcionarios subió a un planeador atmosférico en cuanto sonaron las señales de aviso. La tripulación de la MacArthur se apresuró a abandonar la cubierta hangar, y Rod entró en una cámara neumática. Silbaron las bombas vaciando de aire el espacio del hangar, y luego se abrieron las grandes puertas dobles. A continuación, la MacArthur perdió su giro mientras los grandes volantes centrales giraban. Con sólo la tripulación normal de la Marina a bordo, podía lanzarse un vehículo de atmósfera a través de las puertas pese al giro, cayendo en la trayectoria curvada (respecto a la MacArthur) provocada por la aceleración de Coriolis; pero con el Virrey y el cardenal a bordo debía rechazarse aquella maniobra. El vehículo de desembarco se elevó suavemente a ciento cincuenta centímetros por segundo hasta salir de las puertas del hangar.

—Cierren y sellen —ordenó ásperamente Rod—. Prepárense para aceleración.

Se volvió y se lanzó en gravedad nula hacia su puente. Se abrieron tras él abrazaderas telescópicas a lo largo de la cubierta hangar... hasta que el vacío quedó parcialmente ocupado. El diseño del espacio de hangar de una nave espacial es una especialidad de gran complicación, puesto que han de lanzarse unidades de localización en cualquier momento, y el inmenso espacio vacío debe protegerse al mismo tiempo contra cualquier posible desastre. Ahora, con los vehículos extra de los científicos de Horvath, además de todo el equipo de la propia MacArthur, la cubierta hangar era una masa de naves, abrazaderas y recipientes.

El resto de la nave estaba igualmente atestado. En vez de la ordenada actividad habitual que seguía a los avisos de aceleración, los pasillos de la MacArthur hervían de personal. Algunos de los científicos habían empezado a colocarse la armadura de combate, confundiendo la alarma de aceleración con la señal de ataque. Otros se quedaban en puntos de paso importantes bloqueando el tráfico, sin saber qué hacer. Los oficiales les gritaban, incapaces de insultar a los civiles e incapaces también de hacer otra cosa.

Rod llegó por fin al puente, mientras tras él oficiales y brigadieres trabajaban despejando los pasillos e informando a todos que debían prepararse para la aceleración. En privado, Blaine no podía reprochar a su tripulación aquella incapacidad para controlar a los científicos, pero no podía tampoco ignorar el peligro. Además, si disculpaba a sus subordinados, nunca llegarían a controlar a los civiles. No podía, ciertamente, amenazar a un Ministro de Ciencia y a sus hombres por cualquier cosa; pero si era lo bastante duro con su propia tripulación, los científicos sin duda cooperarían para ahorrar a los hombres del espacio... Consideraba que era una teoría digna de tenerse en cuenta. Mientras observaba en un monitor de televisión a dos infantes de marina y a cuatro técnicos de laboratorio civiles amontonados contra los mamparos posteriores de la sala de oficiales, Rod maldijo silenciosamente y esperó que resultase. Alguna solución tenía que haber.

—Llaman del buque insignia, señor. Mantenga la conexión en Redpines.

—Entendido, señor Potter. Señor Renner, hágase cargo del control y siga al tanque número tres.

—De acuerdo, señor —dijo Renner—. Así que despegamos. Lástima que las ordenanzas prohíban el champán en un momento como éste.

—Creí que estaba usted muy ocupado, señor Renner. El almirante Kutuzov insiste en que mantengamos lo que él llama una formación correcta.

—Lo sé, señor. Analicé el asunto con el piloto jefe del Lenin anoche.

—Oh. —Rod se arrellanó en su silla de mando.

Sería un viaje difícil, pensaba. Todos aquellos científicos a bordo. El doctor Horvath había insistido en ir personalmente, y acabaría siendo un problema. La nave estaba tan llena de civiles que la mayoría de los oficiales de la tripulación se veían obligados a dormir en grupos en cabinas demasiado pequeñas; los oficiales más jóvenes dormían en hamacas en la sala artillera con los brigadieres; los infantes de marina se amontonaban en la sala de recreo, pues sus dormitorios estaban atestados de instrumentos científicos. Rod empezaba a desear que Horvath hubiese triunfado en su polémica con Cranston. Los científicos hubiesen preferido un carguero de asalto con sus enormes espacios de almacenaje.

Pero el Almirantazgo les había puesto el veto. La expedición estaría formada sólo por naves capaces de defenderse. Los vehículos cisterna acompañarían a la flota hasta el Ojo de Murcheson, pero no llegarían a la Paja.

Por deferencia a los civiles, se hizo el viaje a 1,2 gravedades. Rod padeció innumerables banquetes, medió en las discusiones entre científicos y tripulación, y frustró las tentativas del doctor Buckman, el astrofísico, de monopolizar el tiempo de Sally.

El primer Salto fue pura rutina. El punto de transferencia al Ojo de Murcheson estaba perfectamente localizado. Nueva Caledonia era un magnífico punto blanco luminoso un instante antes de que la MacArthur saltase. Luego apareció el Ojo de Murcheson como un amplio y rojo resplandor del tamaño de una pelota de béisbol sostenida a la distancia de un brazo.

La flota avanzó hacia él.

Gavin Potter había cambiado hamacas con Horst Staley. Le había costado una semana de trabajo hacer la colada de los dos, pero había merecido la pena. La hamaca de Staley daba directamente a una escotilla.

Naturalmente la escotilla quedaba debajo de la hamaca, en el suelo giratorio cilíndrico de la sala de artillería. Potter se tendía boca abajo en la hamaca para mirar por la escotilla, con una suave sonrisa en su alargado rostro.

Whitbread estaba tendido en su hamaca mirando hacia arriba. Llevaba varios minutos observando a Potter, y al fin dijo:

—Señor Potter.

El neoescocés sólo volvió la cabeza.

—Sí, señor Whitbread...

Whitbread continuó observándolo plácidamente, con los brazos doblados detrás de la cabeza. Se daba perfecta cuenta de que la obsesión de Potter con el Ojo de Murcheson no era asunto suyo. Incomprensiblemente, Potter conservaba la calma. ¿Cuánto necesitaría pincharle?

A bordo de la MacArthur sucedían cosas curiosas y divertidas, pero no había modo de que disfrutaran de ellas los brigadieres. Un brigadier fuera de servicio debía fabricarse sus propias diversiones.

—Potter, creo recordar que fue usted transferido a la MacArthur en Dagda, poco antes de que recogiésemos la cápsula.

La voz de Whitbread tenía un tono especial. Horst Staley, que también estaba fuera de servicio, se volvió en lo que había sido la hamaca de Potter interesado por la conversación. Whitbread lo advirtió sin que pareciese hacerlo.

Potter se volvió y pestañeó.

—Sí, señor Whitbread. Es cierto.

—Bueno, alguien tiene que decírselo, y no creo que se le haya ocurrido a nadie. Su primera misión a bordo de una nave espacial incluyó la caída en picado hacia el sol F8. Espero que esto no le diese una mala impresión del Cuerpo.

—En absoluto. Me pareció emocionante —dijo cortésmente Potter.

—El asunto es que un vuelo en picado hacia un sol es un acontecimiento sumamente raro. No sucede en todos los viajes. Creo que alguien debería decírselo.

—Pero, señor Whitbread, ¿no vamos a hacer exactamente eso?

—¿Cómo? —Whitbread no esperaba aquello.

—Ninguna nave del Primer Imperio encontró un punto de transferencia desde el Ojo de Murcheson a la Paja. Quizás no se esforzasen mucho en conseguirlo, pero podemos suponer que lo intentaron —dijo Potter muy serio—. Ahora bien, yo he tenido muy poca experiencia en el espacio, pero no soy un iletrado, señor Whitbread. El Ojo de Murcheson es una supergigante roja, una gran estrella vacía, tan grande como la órbita de Saturno en el sistema solar. Lo más razonable es que el Punto Alderson de la Paja esté dentro de la estrella, si es que existe. ¿No es cierto?

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