La paja en el ojo de Dios (16 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Horst Staley se incorporó sobre un codo.

—Creo que tiene razón. Eso explicaría por qué nunca se calculó el punto de transferencia. Todos sabían dónde estaba...

—Pero nadie quería ir a ver. Sí, por supuesto que tiene razón —dijo Whitbread hoscamente—. Y eso es lo que vamos a hacer nosotros precisamente. ¡Vaya! Ya estamos otra vez.

—Exactamente —dijo Potter; y, sonriendo suavemente, volvió a colocarse boca abajo.

—Es muy extraño —dijo Whitbread—. Dude de mí si cree que debe hacerlo, pero le aseguro que no tenemos que avanzar en picado hacia una estrella más que en dos de cada tres viajes. —Hizo una pausa—. E incluso eso es demasiado.

La flota se detuvo en el confuso borde del Ojo de Murcheson. No había ningún problema de órbita. A aquella distancia la gravedad del sol era tan débil que una nave habría tardado años en caer en él.

Las naves cisterna se situaron y empezaron a trasvasar combustible.

Entre Horace Bury y Buckman, el astrofísico, se había creado una curiosa y sutil amistad. Bury se asombraba a veces al pensarlo. ¿Qué quería Buckman de él?

Buckman era un individuo flaco, nudoso, de frágiles huesos. Tenía aspecto de olvidarse de comer varios días seguidos. Parecía no cuidarse de nadie ni de nada de lo que para Bury constituía el universo real. Gente, tiempo, poder, dinero, no eran más que medios que Buckman utilizaba para escudriñar la estructura y los movimientos de las estrellas. ¿Por qué buscaría, entonces, la compañía de un comerciante?

Pero a Buckman le gustaba hablar y Bury al menos tenía tiempo para escuchar. La MacArthur era como una colmena, llena de gente atareada. Y en la cabina de Bury había sitio para pasear.

O, especulaba cínicamente Bury, podía gustarle el café que él hacía. Bury tenía casi una docena de tipos diferentes de café, molinillo propio y filtros para hacerlo. Sabía muy bien la diferencia que había entre su café y el que se hacía para el resto de la tripulación.

Nabil les sirvió el café mientras observaban por la pantalla las maniobras de los vehículos cisterna. El que aprovisionaba a la MacArthur quedaba oculto, pero la Lenin y el otro vehículo parecían dos negros huevos alargados, ligados por un cordón umbilical de color plata, perfilados contra un fondo de un difuso escarlata.

—No tiene por qué ser tan peligroso —dijo Buckman—. Se lo está imaginando usted como si se tratase de un descenso hacia el sol, Bury. Y lo es, técnicamente. Pero todo ese vasto volumen no es mucho mayor, en masa, que Cal o que cualquier otra enana amarilla. Imagínesela como un vacío al rojo. Salvo la zona central, claro, que probablemente sea pequeña y muy densa.

—Aprenderemos mucho en este viaje —añadió.

Sus ojos brillaban, centrados en el infinito. A Bury, que le miraba de reojo, la expresión le parecía fascinante. La había visto antes, pero muy pocas veces. Indicaba a un hombre al que no se podía comprar con ninguna de las monedas de que disponía Horace Bury.

Bury no tenía más utilidad práctica para Buckman que Buckman para él. Bury se sentía tranquilo con Buckman, en la medida en que podía sentirse tranquilo con alguien. Y aquella sensación le gustaba.

—Creí que ya lo sabían ustedes todo sobre el Ojo —dijo.

—¿Se refiere a las exploraciones de Murcheson? Se han perdido demasiados datos, y algunos de los que se conservan son poco dignos de confianza. He mantenido en funcionamiento mis aparatos desde el Salto. La proporción de partículas pesadas en el viento solar es asombrosamente alta. Y helio... es tremendo. Pero las naves de Murcheson nunca entraron en el Ojo mismo, que yo sepa. Cuando lo hagamos aprenderemos realmente cosas. —Buckman frunció el ceño—. Espero que nuestros instrumentos puedan seguir funcionando. Tienen que atravesar el Campo Langston, claro. Es posible que tengamos que estar en esa niebla al rojo durante un período considerable. Si el Campo se deshace se perderá todo.

Bury le miró fijamente, y luego rompió a reír.

—¡Sí, doctor, de eso no hay duda!

Buckman pareció sorprendido y desconcertado. Luego dijo:

—Ah, ya veo lo que quiere decir. Que moriríamos todos, ¿verdad? No había pensado en eso.

Sonaron avisos de aceleración. La MacArthur penetraba en el Ojo.

La voz de Sinclair sonó en el oído de Rod.

—Ingeniería informa, capitán. Todos los sistemas funcionan. El Campo se mantiene perfectamente, no hace tanto calor como temíamos.

—Está bien —contestó Blaine—. Gracias, Sandy.

Rod observó los vehículos cisterna que retrocedían frente a las estrellas. Estaban ya a miles de kilómetros de distancia, visibles sólo a través de los telescopios, brillantes como puntos de luz.

La pantalla siguiente mostraba una masa blanca dentro de una niebla roja: la nave Lenin penetrando en el rojo resplandor. La tripulación de la Lenin buscaría el punto Alderson... si es que había tal punto.

—De todos modos no hay duda de que se producirán filtraciones en el Campo tarde o temprano —continuó la voz de Sinclair—. No hay lugar hacia donde desviar el calor, hay que almacenarlo. Esto no es como una batalla espacial, capitán. Pero podremos aguantar sin radiar la energía acumulada hacia otra parte por lo menos setenta y dos horas. Después de eso... no tenemos datos. Nadie ha intentado hasta ahora una locura así.

—Comprendo.

—Alguien tenía que hacerlo —dijo alegremente Renner.

Había estado escuchando desde su puesto del puente. La MacArthur avanzaba a una gravedad, pero la sutil fotosfera estaba ofreciendo más resistencia de la esperada.

—Murcheson debería haberlo intentado —añadió—. El Primer Imperio tenía mejores naves que nosotros.

—Quizás lo hiciesen —dijo Rod distraído. Observaba la Lenin, que parecía alejarse por delante de la MacArthur, y sintió una irritación irracional. La MacArthur debería haber ido primero...

Los oficiales veteranos dormían en sus puestos de servicio. Nada se podía hacer si el Campo absorbía demasiada energía, pero Rod se sentía mejor en su asiento de mando. Por último se hizo evidente que él no era necesario.

Llegó una señal de la Lenin y la MacArthur apagó sus motores. Sonaron señales de aviso, y la nave quedó bajo giro hasta que otros indicadores marcaron el final de desagradables cambios de gravedad. Tripulación y pasajeros salieron de las redes de seguridad.

—Olviden el indicador de abajo —ordenó Rod. Renner se puso de pie y se estiró ostentosamente.

—Ésa es la cuestión, capitán. Por supuesto tendremos que reducir la velocidad al hacerse más densa la fotosfera, pero no hay otra solución. Con la fricción disminuiría nuestra velocidad de todas formas. —Miró las pantallas y formuló preguntas con ágiles dedos—. El espacio no es tan denso como, por ejemplo, una atmósfera, pero sí mucho más que un viento solar Blaine podía ver esto por sí mismo. La Lenin aún seguía adelante en el límite extremo de detección, con los motores apagados. Era como una astilla negra en las pantallas, con un perfil difuso por los cuatro mil kilómetros de niebla al rojo.

El Ojo se espesaba alrededor de ellos.

Rod permaneció en el puente otra hora, luego se convenció de que estaba siendo injusto.

—Señor Renner.

—Diga, señor.

—Puede abandonar su puesto ya. Deje al señor Crawford que le sustituya.

—De acuerdo, señor.

Renner se dirigió a su cabina. Había llegado a la conclusión de que no era necesario en el puente cincuenta y ocho minutos antes. Ahora podría darse una ducha caliente y dormir algo en su litera, en vez de seguir clavado a aquella condenada silla.

El camino hasta su cabina estaba atestado, como siempre. Kevin Renner se abrió paso con terca determinación hasta que alguien chocó violentamente con él.

—¡Maldita sea! Perdone —masculló; observó al otro que recuperaba el equilibrio agarrándose a las solapas del uniforme de Renner—. Es usted el doctor Horvath, ¿verdad?

—Discúlpeme —el Ministro de Ciencias dio unos pasos atrás y se sacudió torpemente—. Aún no he logrado acostumbrarme a la gravedad. Ninguno de nosotros lo hemos logrado. Es el efecto Coriolis lo que nos fastidia.

—No. Son los codos —dijo Renner; recuperaba su humor habitual—. Hay seis veces más codos que personas a bordo de esta nave, doctor. Los he contado.

—Muy ingenioso, señor... Renner, ¿verdad? Piloto jefe Renner. Renner, este hacinamiento fastidia a mi personal tanto como a la tripulación. Si pudiésemos apartarnos de su camino, lo haríamos. Pero no podemos. Hay que reunir todos los datos sobre el Ojo. Jamás volveremos a tener una oportunidad semejante.

—Lo sé, doctor, y estoy de acuerdo. Ahora, si no le importa... —las visiones del agua caliente y la cama limpia retrocedieron cuando Horvath se agarró de nuevo a su solapa.

—Sólo un momento, por favor —Horvath parecía estar diciendo algo—. Señor Renner, usted estaba a bordo de la MacArthur cuando capturó la sonda alienígena, ¿verdad?

—Sí, claro, estaba.

—Me gustaría hablar con usted.

—¿Ahora? Pero, doctor, la nave puede necesitar de mí en cualquier momento...

—Lo considero urgente.

—Pero estamos cruzando la fotosfera de una estrella, supongo que se ha dado cuenta.

Y llevo tres días sin ducharme, como quizás haya advertido también... Renner miró de nuevo a Horvath y se resignó.

—Está bien, doctor —dijo—. Pero retirémonos del pasillo.

La cabina de Horvath estaba tan atestada como el resto de la nave, aunque al menos tenía paredes. Más de la mitad de la tripulación de la MacArthur habría considerado aquellas paredes un lujo inmerecido. Al parecer, Horvath, por la expresión disgustada y las disculpas que dio cuando entraron en la cabina, no pensaba igual.

Retiró la litera empotrándola en el mamparo y sacó dos sillas de la pared opuesta.

—Siéntese, Renner. Hay cosas sobre esa captura que siguen inquietándome. Espero que pueda usted darme una versión imparcial. Usted no es un miembro normal de la Marina.

El piloto no se molestó en desmentirlo. Había sido antes piloto de una nave mercante, y mandaría una cuando abandonase la Marina con mayor experiencia aún; y estaba deseando volver al servicio mercante.

—Dígame —preguntó Horvath, sentado en el borde mismo de la silla plegable—. ¿Fue absolutamente necesario el ataque a la sonda alienígena?

Renner rompió a reír.

Horvath lo aguantó, aunque daba la sensación de haber comido una ostra podrida.

—Está bien —dijo Renner—. No debería haberme reído. Usted no estaba allí. ¿Sabía usted que la sonda caía sobre Cal en desaceleración máxima?

—Desde luego, y me doy cuenta de que también usted estaba allí, pero ¿era realmente peligroso eso?

—Doctor Horvath, el capitán me sorprendió dos veces. Por completo. Cuando la sonda atacó, yo intentaba bordear la vela antes de que nos asáramos. Podría haberlo conseguido o no. Pero el capitán nos condujo a través de la vela. Fue una idea muy inteligente, algo en lo que yo debería haber pensado, y considero a ese hombre un genio. Es también un maníaco suicida.

—¿Que?

En la cara de Renner había miedo retrospectivo.

—Nunca debería haber intentado recoger la sonda. Habíamos perdido demasiado tiempo. Estábamos a punto de embestir contra una estrella. No creí que pudiésemos coger tan deprisa aquella condenada sonda...

—¿Hizo eso el propio Blaine?

—No. Delegó el trabajo en Cargill. Que es el que mejor maniobra en alta gravedad de toda la tripulación. Ahí está la cosa, doctor. El capitán escogió al mejor y le cedió su puesto.

—¿Y usted apoyaba todo lo que él hacía?

—Desde luego, plenamente.

—Bien, es cierto que consiguió cogerla. —Horvath parecía estar probando algo amargo—. Pero también disparó sobre ella. Fue el primero...

—Ellos dispararon primero.

—¡Era el mecanismo de defensa contra meteoritos!

—¿Y qué?

Horvath apretó los labios.

—Bien, doctor, suponga que deja usted su coche en una cuesta sin frenos y con las ruedas apuntando hacia abajo y suponga que rueda ladera abajo y mata a cuatro personas. ¿Qué piensa usted del caso desde un punto de vista ético?

—Me parece terrible, pero no sé qué quiere decir con eso, Renner.

—Los pajeños son por lo menos tan inteligentes como nosotros, ¿de acuerdo? Muy bien. Construyen un sistema de defensa contra meteoritos. Tienen obligación de comprobar si están disparando contra un meteorito o contra una nave neutral.

Horvath permaneció sentado y en silencio durante lo que pareció mucho tiempo, mientras Kevin Renner pensaba en la capacidad limitada de los tanques de agua caliente de la zona de oficiales. Aquella expresión agria era natural en Horvath, según pudo comprobar Renner; las líneas de su cara se ajustaban a ella de modo natural e inmediato. Por fin el Ministro de Ciencias dijo:

—Gracias, señor Renner.

—De nada —dijo Renner levantándose. Sonó la alarma.

—Oh, Dios mío. Eso es para mí —y salió rápidamente hacia el puente.

Estaban bastante dentro del Ojo: lo bastante para que el fino polvo estelar que les rodeaba resultase amarillo. Los indicadores del Campo se veían también amarillos, pero con un matiz verde.

Renner vio todo esto al mirar hacia la media docena de pantallas del puente. Miró los gráficos de sus propias pantallas; y no vio a la otra nave.

—¿Ha saltado la Lenin?

—Acaban de hacerlo —dijo el guardiamarina Whitbread—. Nosotros lo haremos ahora, señor.

El guardiamarina pelirrojo sonreía de oreja a oreja. Blaine se acomodó en el puente.

—Hágase cargo del control, señor Renner. El piloto debe estar ya en su puesto.

—De acuerdo, señor —Renner se volvió a Whitbread—. Le relevaré ya.

Sus dedos se movieron sobre clavijas y teclas, y luego pulsó una hilera de botones mientras los nuevos datos aparecían en su pantalla. Las alarmas fueron sonando en rápida sucesión: ESTACIONES DE SALTO, ESTACIONES DE COMBATE, AVISO DE ALTA ACELERACIÓN. LA MACARTHUR PREPARADA PARA LO DESCONOCIDO.

Segunda parte

El punto de Eddie el Loco

13 • Mira a tu alrededor

Ella fue la primera en descubrir a los intrusos.

Había estado explorando una masa informe de asteroides de piedra que resultó ser mayoritariamente espacio vacío. Alguna cultura anterior había excavado salas y estancias y cámaras de almacenaje y fundido luego los detritos en más salas y cámaras, hasta que la masa quedó convertida en una colmena de piedra. Todo esto había sucedido mucho tiempo atrás, pero a ella no le interesaba en absoluto.

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