La paja en el ojo de Dios (17 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

En tiempos posteriores los meteoritos habían hecho docenas de agujeros a través de lo construido. Espesas paredes habían sido adelgazadas gradualmente para poder extraer aire químicamente de la piedra. Ahora ya no había aire. No había metal por ningún lado. Momias secas y piedra, piedra; poco más y nada en absoluto para un Ingeniero.

Salió a través de una perforación meteorítica, pues todas las cámaras neumáticas habían quedado fundidas y selladas con soldadura de vacío. Mucho tiempo después de esto alguien había retirado las partes metálicas útiles.

Una vez que estuvo fuera, vio, muy lejos, un pequeño resplandor de luz dorada sobre el Saco de Carbón. Merecía la pena mirar. Cualquier cosa merecía una mirada.

La Ingeniera regresó a su nave.

Telescopio y espectrómetro fallaron al principio. Luego aparecieron las dos chispas doradas, y una masa dentro de cada una de ellas, pero algo impedía la visión del interior de aquellas masas. Pacientemente la Ingeniera se puso a manipular sus instrumentos, rediseñando, recalibrando, reconstruyendo; sus manos trabajaban a una velocidad vertiginosa, guiadas por mil ciclos de instintos.

Debía atravesar campos de fuerza. Tenía en realidad algo que le permitiría hacerlo. Aunque no bien del todo, podría ver objetos grandes.

Miró de nuevo.

Metal. Metal interminable.

Despegó inmediatamente. Aquel tesoro le atraía de forma irresistible. Un Ingeniero apenas tenía voluntad libre.

Blaine apreció una gran actividad a través de una niebla roja mientras luchaba por recuperar el control de su cuerpo tras el regreso al espacio normal. Luego llegó claramente una señal de la Lenin, y Rod respiró más tranquilamente. Ninguna preocupación le impedía contemplar el panorama.

Lo primero que vio fue el Ojo. El Ojo de Murcheson era un enorme rubí, más brillante que un centenar de lunas llenas, aislado en el terciopelo negro del Saco de Carbón.

Al otro lado del cielo, la Paja era la más brillante de un mar de estrellas. Todos los sistemas parecían así con el Salto: un montón de estrellas y un sol distante. A estribor había una astilla de luz, la Lenin, cuyo Campo Langston radiaba la sobrecarga acumulada en el Ojo.

El almirante Kutuzov hizo una última inspección y envió de nuevo una señal a Blaine. Mientras no hubiese peligro, los científicos de la MacArthur quedaban al cargo. Rod pidió café y esperó información.

Al principio había muy poca cosa que él no conociese ya, lo que resultaba desquiciante. La Paja estaba a sólo treinta y cinco años luz de Nueva Escocia, y se habían hecho una serie de observaciones, algunas anteriores al propio Jasper Murcheson. Una estrella G2, menos energética que el Sol, más fría, más pequeña y un poco menos densa. No parecía existir por el momento ninguna actividad solar y esto sorprendía a los astrofísicos.

Rod se había enterado de muchos datos sobre el gigante gaseoso antes de que despegaran. Los antiguos astrónomos habían deducido estos conocimientos de las perturbaciones que se producían en la órbita de la Paja alrededor del Ojo. Sabían cuál era la masa del planeta de aquel cuerpo gaseoso gigante y lo encontraron casi donde esperaban, a setenta grados de ellos. Más pesado que Júpiter, pero más pequeño, era mucho más denso, con una esfera central de materia degenerada. Mientras trabajaban los científicos, los hombres de la Marina establecían rutas hacia el gigante gaseoso, por si una de las dos naves necesitaba reponer combustible. Derrochar hidrógeno cruzando la atmósfera de una gigante gaseosa en órbita hiperbólica era duro para las naves y para su tripulación, pero mucho mejor que encontrarse atrapado en un sistema extraño.

—Estamos determinando ahora los puntos troyanos, capitán —dijo Buckman a Rod dos horas después del Salto.

—¿Hay algún indicio del planeta de la Paja?

—Aún no —contestó Buckman.

¿Por qué le preocuparían a Buckman los puntos troyanos? A sesenta grados por delante del planeta gigante en su órbita, y a otros sesenta grados por detrás, habría dos puntos de equilibrio estable, llamados puntos troyanos por los asteroides troyanos que ocupan posiciones similares en la órbita de Júpiter. A lo largo de millones de años tendrían que haber acumulado nubes de polvo y masas de asteroides. Pero ¿por qué se preocuparía Buckman por aquello?

Buckman llamó de nuevo cuando localizó los puntos troyanos.

—¡Están atestados! —dijo—. O bien todo el sistema está lleno de asteroides de un extremo a otro o bien aquí rige un nuevo principio. Nunca he visto en otro sistema tanta basura como en los puntos troyanos de Paja Beta. Me choca que no la hayan condensado para formar un par de lunas...

—¿Ha descubierto ya el planeta habitable?

—Aún no —respondió Buckman, y se desvaneció de la pantalla. Esto fue tres horas después del Salto.

Buckman volvió a llamar media hora después.

—Esos asteroides del punto troyano tienen albedos muy altos, capitán. Deben de estar compuestos de polvo espeso. Eso podría explicar por qué quedan adheridas tantas partículas de gran tamaño. Las nubes de polvo las hacen descender suavemente, y luego las erosionan...

—¡Doctor Buckman! Hay un mundo habitado en este sistema y es vital que lo encontremos. Se trata de los primeros alienígenas inteligentes...

—¡Demonios, capitán, estamos buscando! —Buckman miró hacia un lado, y luego apartó la vista. La pantalla permaneció en blanco un instante, mostrando sólo un plano mal enfocado de un técnico al fondo.

Blaine se encontró al Ministro de Ciencias, Horvath, que decía:

—Perdone la interrupción, capitán. Tengo entendido que no está usted satisfecho con nuestro método de investigación.

—Doctor Horvath, no tengo ningún deseo de interferir en sus actividades. Pero tienen ustedes acaparados todos mis instrumentos, y sólo oigo hablar de asteroides. Me pregunto si estamos todos buscando lo mismo...

Horvath respondió con voz suave:

—Esto no es una batalla espacial, capitán —hizo una pausa—. En una operación bélica, usted conocería su objetivo. Probablemente conociese las efemérides de los planetas de cualquier sistema que tuviese interés...

—Demonios, los equipos de investigación localizan planetas.

—¿Ha trabajado alguna vez en uno, capitán?

—No.

—Bien, piense en el problema con que nos enfrentamos. Hasta que no localizamos el planeta del gigante gaseoso y los asteroides troyanos no conocíamos con precisión el plano del sistema. Por los instrumentos de la cápsula hemos deducido la temperatura a la que los pajeños se encuentran cómodos, y de eso deducimos cuál debe de ser su distancia de su sol... y aún debemos investigar una toroide de ciento veinte millones de kilómetros de radio. ¿Me sigue?

Blaine asintió.

—Tendremos que investigar toda esa región. Sabemos que el planeta no está oculto detrás del sol porque estamos sobre el plano del sistema. Pero cuando acabemos de fotografiar el sistema tendremos que examinar este enorme campo estelar para encontrar el punto de luz que buscamos.

—Quizás yo esperase demasiado.

—Quizás. Todos estamos a la expectativa. —Sonrió (fue como un espasmo que elevó toda su cara durante una décima de segundo) y luego desapareció.

Seis horas después del Salto, Horvath informó de nuevo. No hubo ninguna señal de Buckman.

—No, capitán, no hemos encontrado el planeta vital. Pero las observaciones, al parecer inútiles, del doctor Buckman han identificado una civilización pajeña. En los puntos troyanos.

—¿Están habitados?

—No hay duda alguna. Ambos puntos troyanos están llenos de frecuencias microondulares. Deberíamos haberlo sospechado por los altos albedos de las masas mayores. Las superficies pulidas son un producto fundamental de la civilización. Me temo que la gente del doctor Buckman piensa demasiado en función de un universo muerto.

—Gracias, doctor. ¿Puede localizar entre esas ondas algún mensaje para nosotros?

—No creo que lo haya, capitán. Pero el punto troyano más próximo queda por debajo de nosotros en el plano de este sistema... a unos tres millones de kilómetros de distancia. Sugiero que vayamos allí. Por la aparente densidad de civilización de los puntos troyanos, puede que el planeta habitado no sea el auténtico centro de la civilización pajeña. Quizás sea como la Tierra. O peor.

Rod estaba sorprendido. También le había sorprendido la Tierra, no muchos años atrás. Nueva Anápolis seguía en La Patria del Hombre para que los oficiales imperiales supiesen hasta qué punto era vital la gran tarea del Imperio.

Y si los hombres no hubiesen tenido antes de las últimas batallas de la Tierra el Impulsor Alderson, y la estrella más próxima hubiese estado a treinta y cinco años luz de distancia en vez de a cuatro...

—Es una idea terrible.

—Estoy de acuerdo. Es también sólo una suposición, capitán. Pero en cualquier caso hay una civilización cerca, y yo creo que debemos ir hasta ella.

—Yo... Un momento. —Por la pantalla número cuatro gesticulaba frenéticamente Lud Shattuck, el suboficial jefe de comunicaciones.

—Utilizamos los radiolocalizadores de emisión de mensajes, capitán —gritó Shattuck—. Observe, señor.

La pantalla mostró un espacio negro con puntos de estrellas como cabezas de alfileres y un punto azul verdoso rodeado de un anillo de luz indicador. El punto pestañeó dos veces mientras Rod lo observaba.

—Hemos encontrado el planeta vital —dijo Rod con satisfacción; no pudo aguantarse—: Le derrotamos, doctor.

Después de tanta espera, fue como si todo estallase de pronto.

Primero fue la luz. Podría ser un mundo como la Tierra; probablemente lo era, pero la luz ocultaba todo lo que había detrás y no era sorprendente, consecuencia, que hubiesen sido los del equipo de comunicación los primeros en encontrarlo. Su trabajo era estar atentos a todas las señales.

El equipo de Cargill y el de Horvath trabajaron juntos para contestar a las pulsaciones. Uno, dos, tres, cuatro, parpadeó la luz, y Cargill, con las baterías delanteras, emitió cinco, seis, siete. Veinte minutos después la luz envió tres uno ocho cuatro once, lo repitió, y el cerebro de la nave masculló: Pi base doce. Cargill utilizó la computadora para encontrarse con la misma base y contestó con eso.

Pero el auténtico mensaje era: Queremos hablar con vosotros. Y la respuesta de la MacArthur era: De acuerdo. Los cálculos y deducciones tendrían que esperar.

Y el segundo acontecimiento estaba ya ahí.

—Luz de fusión —dijo el piloto jefe Renner. Se inclinó, aproximándose aún más a sus pantallas. Sus dedos tamborilearon extraña y silenciosa música sobre el tablero de control.

—No. No hay Campo Langston. Naturalmente. Se limitan a encerrar el hidrógeno, fundirlo y expulsarlo. Una botella de plasma. No desprende tanto calor como nuestros propulsores, lo que significa menor eficacia. Desviación hacia el rojo, si leo correctamente las impurezas... debe de alejarse de nosotros.

—¿Cree que se trata de una nave que viene hacia acá?

—Eso pienso, señor. Una nave pequeña. Denos unos minutos y podré decirle su aceleración. Por el momento suponemos que tiene una aceleración de una gravedad... —los dedos de Renner no habían dejado de tamborilear— ...y una masa de treinta toneladas. Ya reajustaremos eso luego.

—Demasiado grande para ser un proyectil —dijo Blaine pensativo—. ¿Cree que podríamos alcanzarla, señor Renner? Renner frunció el ceño.

—Hay un problema. Está dirigiéndose hacia donde estamos ahora. No sabemos cuánto combustible tienen o lo listo que es el que conduce.

—Preguntemos de todos modos. Póngame con el almirante Kutuzov. El almirante estaba en el puente. Manchas desenfocadas que había tras él mostraban actividad a bordo de la Lenin.

—La he visto, capitán —dijo Kutuzov—. ¿Qué es lo que quiere hacer usted?

—Quiero ir al encuentro de esa nave. Pero en el caso de que no podamos alcanzarla, vendrá hacia aquí, señor. La Lenin podría esperarla.

—¿Y qué haremos, capitán? Mis instrucciones son muy claras, la Lenin no debe tener nada que ver con alienígenas.

—Pero podría usted enviar un vehículo transbordador, señor.

—¿Cuántos vehículos transbordadores cree usted que tengo, Blaine?

—Permítame que le repita mis instrucciones. La Lenin está aquí para proteger el secreto del Impulsor Alderson y del Campo Langston. Para cumplir esta misión no sólo no debemos ponernos en contacto con alienígenas, sino que además no debemos comunicar nunca con usted cuando pueda ser interceptado el mensaje.

—Muy bien, señor —Blaine contempló en la pantalla a aquel hombre fornido. ¿Nunca había sentido el picor de la curiosidad? Nadie podía ser tan absolutamente máquina... ¿o sí podía?—. Nosotros iremos hacia la nave alienígena, señor. El doctor Horvath quiere hacerlo de todos modos.

—Está bien, capitán. Continúe.

—De acuerdo, señor —Rod desconectó la pantalla aliviado, y luego se volvió a Renner.

—Bien, establezcamos el primer contacto con un alienígena, señor Renner.

—Creo que acaba de hacerlo usted —dijo Renner, mirando nerviosamente hacia las pantallas para cerciorarse de que el almirante había desaparecido.

Horace Bury dejaba su cabina (pensando que podría aburrirse menos en algún otro sitio) cuando apareció de pronto la cabeza de Buckman. Bury cambió de idea inmediatamente.

—¡Doctor Buckman! ¿Puedo ofrecerle un café?

Ojos hinchados se volvieron, pestañearon, se centraron.

—¿Qué? Oh, sí, gracias, Bury. Eso podría despertarme. Ha habido tanto que hacer... sólo podré estar un momento...

Buckman se dejó caer en la silla para huéspedes de Bury, limpio como el modelo de esqueleto de un médico. Tenía los ojos enrojecidos; se le caían los párpados. Respiraba trabajosamente. El fibroso tejido muscular de su brazo desnudo se aflojó. Bury se preguntó qué mostraría una autopsia si Buckman muriese en aquel momento: ¿agotamiento, desnutrición o ambas cosas?

Bury tomó una decisión difícil.

—Nabil, prepara café. Con leche, azúcar y coñac para el doctor Buckman.

—Bueno, Bury, en horas de trabajo... está bien. Gracias, Nabil. —Buckman bebió un sorbo y luego un buen trago—. ¡Ah! Esto es estupendo. Gracias, Bury, me despejará.

—Me pareció que lo necesitaba. Normalmente no adultero nunca un buen café con licores destilados. ¿Ha comido usted, doctor Buckman?

—No me acuerdo.

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