La estrella del diablo

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

 

En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.

Harry Hole es un policía poco convencional y sus métodos para resolver un enigma, poco ortodoxos. El alcohol y una situación personal muy complicada le han hecho tocar fondo, y está a punto de perder el trabajo. No tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

Jo Nesbø

La estrella del diablo

Un caso del comisario Harry Hole

ePUB v1.0

nemiere
19.08.12

Título original:
Marekors

Jo Nesboø, 2003.

Traducción: Carmen Montes y Ada Berntsen

Editor: nemiere

ePub base v2.0

PRIMERA PARTE
1
Viernes. Huevos

El edificio se construyó en 1898 sobre un suelo de arcilla que había cedido levemente por la parte oeste, de modo que el agua pasaba por el umbral también por ese lado, hacia el que estaba descolgada la puerta. Desde allí discurría hasta el suelo del dormitorio dibujando en el parqué de roble una línea húmeda, siempre hacia el oeste. En su fluir se posaba un momento en una hendidura del parqué, hasta que una nueva onda de agua la desplazaba empujándola por detrás y haciéndola correr como a una rata asustada hasta el listón de la pared. Una vez allí, se deslizaba hacia ambos lados, buscando y olisqueando por debajo del listón antes de encontrar una ranura en el ángulo que formaba la pared con el extremo de los listones de parqué. En la ranura había una moneda de cinco coronas acuñada con el perfil del rey Olav en 1987, un año antes de que la moneda cayera del bolsillo del carpintero. Pero eran tiempos de prosperidad, había que rehabilitar rápidamente muchos áticos y el carpintero no se había molestado en buscar la moneda perdida.

El agua no precisó mucho tiempo para encontrar el camino por el que atravesar el suelo, bajo el parqué. Salvo una fuga registrada en 1968, el mismo año en que se renovó el tejado del edificio, los maderos llevaban secándose y encogiéndose ininterrumpidamente desde 1898, con lo que la ranura entre los dos maderos de pino interiores ya casi medía medio centímetro. Y bajo la ranura, el agua caía sobre una de las vigas que la llevaba hacia el oeste, hasta la parte interna de la pared exterior. Y desde allí, se filtraba por el enlucido y el mortero que, más de cien años atrás, preparó Jacob Andersen, albañil y padre de cinco hijos. Al igual que los otros albañiles de la época, Andersen mezclaba su propio mortero y su propio enlucido. Y no sólo componía una mezcla única de cal, agua y arena, sino que incluía además dos ingredientes especiales: cerdas de caballo y sangre de cerdo. En opinión de Jacob Andersen, las cerdas y la sangre aglutinaban, y eso aportaba a la mezcla una fuerza añadida. Al ver la actitud incrédula de sus colegas, Andersen les aseguraba que no se trataba de una invención suya. Su padre y su abuelo, ambos escoceses, habían utilizado los mismos ingredientes, pero de cordero. Y pese a haber renunciado a su apellido escocés y haber adoptado el de su maestro de albañilería, no veía razón alguna para despreciar seiscientos años de experiencia. Algunos de los albañiles opinaban que aquello era inmoral; otros, que parecía una práctica diabólica, pero la mayoría de los colegas simplemente se burlaban de él. Con toda probabilidad, fue uno de ellos el que puso en circulación la historia que llegó a circular de boca en boca por aquella ciudad en vías de crecimiento, entonces conocida como Kristiania. Un cochero de Grünerløkka se casó con una prima suya de Varmland y la pareja se mudó a la calle Seilduksgata, a un pisito de una habitación y cocina, de uno de los edificios en cuya construcción había participado Andersen. El primer hijo del matrimonio tuvo la mala suerte de nacer con el cabello rizado y oscuro y los ojos marrones. Dado que ambos progenitores eran rubios y de ojos azules, el marido, de talante particularmente celoso, llevó a su mujer al sótano una noche y la emparedó. Las gruesas paredes de ladrillo de doble capa entre las que quedó atada y aprisionada ahogaron sus gritos con suma eficacia. El marido pensó sin duda que moriría por falta de aire, pero si algo eran capaces de hacer bien los albañiles, era conseguir que éste circulara. Al final, la pobre mujer intentó derribar la pared con los dientes. Tal intento habría podido dar resultado, pues el escocés Andersen pensaba que, ya que utilizaba sangre y cerdas, bien podía ahorrar en la cal de la mezcla, que era más cara, con lo que sus paredes resultaban porosas y se deshicieron bajo los duros ataques de los dientes de Varmland. Por desgracia, las ansias de vivir de la mujer la empujaron a morder bocados de mortero y ladrillo demasiado grandes. Hasta que llegó un momento en que no pudo masticar, tragar, ni escupir, y la arena, las lascas y el lodo le taponaron el esófago. Se le puso la cara azul, el corazón empezó a latir despacio y la mujer dejó de respirar.

Estaba lo que la mayoría de las personas llamarían muerta.

Sin embargo, según el mito, el sabor a sangre de cerdo hizo que la desgraciada creyera que seguía con vida, de modo que se deshizo sin dificultad de las cuerdas que la tenían atada, atravesó la pared y echó a andar. Algunos ancianos de Grünerløkka aún recuerdan la historia que oían en su infancia sobre aquella mujer con cabeza de cerdo que se paseaba con un cuchillo para cortarles la cabeza a los niños pequeños que andaban por la calle a altas horas de la noche, porque necesitaba el sabor de sangre en la boca para no desaparecer del todo. Pocos conocían, sin embargo, el nombre del albañil y Andersen seguía haciendo su singular mezcla sin inmutarse. Tres años después de haber terminado el edificio por el que ahora discurre el agua, Andersen se cayó de un andamio y dejó por toda herencia doscientas coronas y una guitarra. Todavía tenían que transcurrir casi cien años para que los albañiles empezasen a utilizar fibras artificiales parecidas al pelo en sus mezclas de cemento y para que en un laboratorio de Milán se descubriese que los muros de Jericó estaban reforzados con sangre y cerdas de camello.

La mayor parte del agua no se filtró por la pared, sino que fluyó hacia abajo. Porque el agua, la cobardía y el deseo buscan siempre el fondo más abismal. Las primeras cantidades de agua las absorbió la arcilla grumosa que había entre las vigas, pero el líquido elemento seguía filtrándose, la arcilla empezaba a saturarse y el agua terminó por penetrarla y por mojar el periódico
Aftenposten
del 11 de julio de 1898 que había quedado atrapado en el interior de la pared y que informaba de que, seguramente, la buena racha de la construcción en Kristiania había alcanzado ya el límite y de que cabía esperar que a los especuladores inmobiliarios carentes de escrúpulos se les avecinasen tiempos menos prósperos. En la página tres decía que la policía continuaba sin tener pistas sobre el asesinato de una joven costurera a la que habían encontrado apuñalada en su baño la semana anterior. Ya en mayo habían sacado del río Akerselva el cadáver de una joven asesinada y mutilada de la misma forma, pero la policía no quería pronunciarse sobre la posibilidad de que existiese alguna relación entre ambos casos.

El agua se filtró, pues, desde el periódico por entre las tablas de madera de debajo y traspasó el techo. Y puesto que ya lo habían perforado en 1968 para localizar la fuga, el agua rezumaba por los agujeros formando gotas que se quedaban adheridas a la pintura hasta que adquirían el peso suficiente como para que la gravedad venciera la resistencia de la adhesión a la superficie, momento en el que se soltaban para caer desde una altura de tres metros y ocho centímetros, sin encontrar obstáculos en su camino. Y allí aterrizaba y se detenía el agua. Sobre más agua.

Vibeke Knutsen chupó el cigarrillo con fuerza y exhaló el humo por la ventana abierta del cuarto piso. Era por la tarde y el aire templado que ascendía desde el asfalto del patio caldeado por el sol se llevaba el humo hacia arriba a lo largo de la fachada azul claro, sobre cuya superficie terminaba disipándose. Al otro lado del tejado se oía el ruido de algún que otro coche que pasaba por la calle Ullevålsveien, por lo general muy transitada. Ahora, sin embargo, en el periodo vacacional, la ciudad había quedado prácticamente evacuada. Una mosca yacía patas arriba tumbada en el alféizar, no había tomado la precaución de escapar del calor. Hacía más fresco en aquella parte del apartamento, que daba a la calle de Ullevålsveien, pero a Vibeke Knutsen no le gustaba esa panorámica. El cementerio de Vår Frelser. Lleno de celebridades. De celebridades muertas. En el bajo había un local comercial donde vendían «Monumentos», según rezaba la placa, es decir, lápidas. Proximidad a la fuente del mercado, dicen que se llama.

Vibeke apoyó la cabeza en el fresco cristal de la ventana.

Se había alegrado cuando llegó el calor, pero la alegría no tardó en esfumarse y ya echaba de menos que las noches fuesen más frescas y que hubiese gente por la calle. Cinco clientes habían entrado ese día en la galería antes de la hora de comer, y después del almuerzo, sólo tres. Se había fumado un paquete y medio de cigarrillos de puro aburrimiento, sufría palpitaciones y le dolía tanto la garganta que apenas podía hablar cuando la llamó el jefe para preguntar qué tal iban las cosas. Aun así, no había hecho más que llegar a casa y poner una olla de agua a hervir para cocer patatas, cuando de nuevo sintió ganas de fumar.

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