Møller levantó el auricular y pensó que estaba a punto de meter a Harry y a Tom Waaler en el mismo caso. Las vacaciones colectivas eran una mierda. El impulso eléctrico partió del monumento que Telje, Torp y Aasen habían erigido en honor a la sociedad del orden y, en algún lugar donde reinaba el caos, empezó a sonar el teléfono. En un apartamento de la calle Sofie.
Ella gritó una vez más y Harry Hole abrió los ojos.
El sol brillaba entre las cortinas que aleteaban perezosas mientras el chirrido del tranvía al frenar en la calle Pilestredet iba muriendo despacio. Harry intentó orientarse. Estaba tumbado en el suelo de su propia sala de estar. Vestido, aunque no muy elegante. Y si no vivía, por lo menos estaba vivo.
El sudor le cubría la cara como una película de maquillaje húmedo y pegajoso y el corazón parecía comportarse de un modo ligero y frenético, como una pelota de pimpón botando en un suelo de cemento. Lo peor era la cabeza.
Harry dudó un instante antes de decidirse a seguir respirando. El techo y las paredes le daban vueltas, pero no había en todo el apartamento un solo cuadro ni una sola lámpara de techo donde fijar la vista. En la periferia de su campo de visión atisbó una estantería Ivar, el respaldo de una silla y una mesa de salón verde de Elevator, que también daban vueltas. Pero por lo menos ya no tenía que seguir soñando.
Había sufrido la misma pesadilla de siempre. Se sentía clavado al suelo, sin posibilidad de moverse, e intentaba cerrar los ojos para ahorrarse la visión de aquella boca abierta y torcida en un grito afónico. Los ojos grandes y vacíos con una acusación muda. Cuando era niño, eran los ojos y la boca de Søs, su hermana pequeña. Ahora, en cambio, eran los de Ellen Gjelten. Antes los gritos eran mudos, ahora resonaban como el lamento metálico de unos frenos. No sabía qué era peor.
Harry se quedó totalmente quieto mirando a la calle de hito en hito por entre las cortinas, contemplando el sol vibrante que parecía suspendido sobre las calles y los edificios de Bislett. Sólo el tranvía quebrantaba el silencio estival. No parpadeaba. Se quedó mirando fijamente hasta que el sol se transformó en un corazón amarillo y saltarín que latía bombeando calor sobre el fondo de una fina membrana de un color azul lechoso. De pequeño, su madre le decía que a los niños que miraban directamente al sol se les quemaba la vista y se pasaban el resto de su vida con la luz del sol en el interior de la cabeza. Y eso era lo que intentaba conseguir ahora: que la luz del sol le inundase la cabeza y lo quemase todo. Que, por ejemplo, quemase la imagen de la cabeza de Ellen reventada a golpes en la nieve a orillas del río Akerselva con una sombra que se proyectaba sobre ella. Llevaba tres años intentando atrapar aquella sombra. Pero tampoco lo había conseguido. Apenas osaba creer que la tenía, cuando todo se iba a la mierda de pronto. No había conseguido nada.
Rakel…
Harry levantó la cabeza despacio y miró el ojo negro y muerto del contestador. Había dado señales de vida en las semanas transcurridas desde que volvió a casa después de la reunión que celebró en el restaurante Boxer con el comisario jefe de la Policía Judicial y con Møller. Seguramente, eso también lo habría quemado el sol.
¡Mierda, qué calor hace aquí dentro!
Rakel…
Ahora se acordaba. En un momento del sueño la cara había cambiado por la de Rakel. Søs, Ellen, su madre, Rakel. Caras de mujeres, que en un movimiento constante, palpitante, pulsante, cambiaban y se fundían unas en otras.
Harry dejó escapar un suspiro y volvió a apoyar la cabeza en el parqué. Vio la botella que hacía equilibrios en el borde de la mesa, por encima de él. «Jim Beam from Clermont, Kentucky.» El contenido había desaparecido. Evaporado. Rakel. Cerró los ojos. No quedaba nada.
No tenía ni idea de la hora que era, sólo sabía que era demasiado tarde. O demasiado pronto. Que, en cualquier caso, era la hora equivocada de despertarse. O mejor dicho, de dormir. Uno debería estar haciendo otra cosa a aquella hora del día. Uno debería estar bebiendo.
Harry se puso de rodillas.
Algo vibraba en sus pantalones. Eso era lo que lo había despertado, ahora lo notaba. Una polilla atrapada aleteaba desesperadamente. Metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil.
Harry caminaba lentamente hacia la colina de St. Hanshaugen. El dolor de cabeza le bombeaba detrás de los globos oculares. La dirección que le había dado Møller se encontraba a un paso, se había refrescado la cara con un poco de agua, encontró un poco de whisky en una botella que tenía en el armario, debajo del lavabo, y salió con la esperanza de que el paseo le despejara la mente. Harry pasó por delante del restaurante Underwater. Abierto de cuatro a tres, de cuatro a una los lunes y cerrado los domingos. No era un lugar que él frecuentase, ya que su sitio habitual, el restaurante Schrøder, estaba en la calle paralela, pero como la mayoría de los alcohólicos, Harry disponía en su cerebro de un fichero en el que los horarios de apertura de los bares se guardaban automáticamente.
Le dedicó una mueca a la imagen que le devolvían las ventanas ennegrecidas. Otra vez sería.
Cuando llegó a la esquina, giró hacia la derecha y bajó por la calle Ullevålsveien. A Harry no le gustaba pasar por aquella calle, era una vía apropiada para los coches, no para las personas. Lo mejor que podía decirse de la calle Ullevålsveien era que en la acera de la derecha había algo de sombra en días como aquél.
Harry se detuvo delante del número que le habían indicado y lo examinó despacio.
En el bajo había una lavandería con las lavadoras de color rojo. En el cristal del escaparate un letrero anunciaba que abrían todos los días de ocho a veintiuna horas y la oferta de un secado de veinte minutos al precio reducido de treinta coronas. Junto a uno de los tambores en movimiento, una mujer morena con un pañuelo en la cabeza miraba al infinito. En el local contiguo a la lavandería había una exposición de lápidas y, algo más allá, en un luminoso de color verde, se leía «KEBABGRDEN», una combinación de quiosco de comida rápida y tienda de ultramarinos. Harry paseó la vista por la fachada mugrienta. La pintura aparecía agrietada en las viejas ventanas, pero los miradores del tejado indicaban que habían construido nuevos áticos sobre las cuatro plantas originales. Encima de los timbres recién instalados, junto a la puerta de hierro llena de óxido, habían montado también una cámara. El dinero de la parte oeste de la ciudad fluía lento pero incesante hacia la parte este. Llamó al timbre de arriba, donde se leía el nombre de Camilla Loen.
—¿Sí? —se oyó preguntar por el interfono.
Møller le había avisado. Aun así, se sobresaltó al oír la voz de Waaler.
Harry quería contestar pero no conseguía que sus cuerdas vocales reaccionasen. Carraspeó un poco y lo intentó de nuevo.
—Soy Hole. Ábreme.
La puerta emitió un zumbido y Harry agarró el picaporte de hierro negro, frío y áspero.
—¡Hola!
Harry se dio la vuelta.
—Hola, Beate.
Beate Lønn era un poco más baja que la media, tenía el pelo corto y rubio y los ojos azules, ni guapa ni fea. Resumiendo, nada en ella llamaba la atención, a excepción de la vestimenta, un mono blanco tipo astronauta.
Harry le sujetó la puerta para que pasara con dos maletines de acero.
—¿Llegas ahora?
—No, he tenido que volver al coche para recoger el resto de mi equipo. Llevamos aquí media hora. ¿Te has hecho daño?
Harry se pasó el dedo por la costra de la nariz.
Obvio.
Harry la siguió por una segunda puerta que daba a las escaleras.
—¿Cómo están las cosas allí arriba?
Beate dejó los maletines delante de la puerta verde del ascensor y le echó una rápida ojeada.
—Yo creía que uno de tus principios era mirar primero y preguntar después —dijo pulsando el botón de llamada.
Harry asintió con la cabeza. Beate Lønn pertenecía a esa parte de la humanidad que se acuerda de todo. Era capaz de recitar detalles de casos criminales que a él se le habían olvidado hacía mucho y que habían sucedido antes de que ella empezara en la Academia de Policía Además, tenía muy desarrollado el
gyrus fusiforme,
esa parte del cerebro que hace que recordemos las caras. Un
gyrus fusiforme
que había dejado atónitos a los psicólogos que lo habían puesto a prueba. Sólo faltaba que se acordara también de lo poco que Harry había tenido tiempo de enseñarle mientras trabajaron juntos durante la oleada de atracos del año anterior.
—Sí, me gusta estar lo más receptivo posible la primera vez que veo la escena de un crimen —confirmó Harry, que se sobresaltó cuando la maquinaria del ascensor reanudó la marcha de repente. Empezó a buscar los cigarrillos en los bolsillos—. Pero es que no creo que vaya a trabajar en este caso.
—¿Por qué no?
Harry no contestó. Sacó del bolsillo izquierdo del pantalón un paquete de Camel arrugado.
—¡Ah, sí! —sonrió Beate—. Me dijiste que esta primavera os ibais de vacaciones. A Normandía, ¿no? ¡Qué suerte tienes…!
Harry se puso el cigarrillo entre los labios. Sabía a mierda y tampoco le haría mucho bien a su dolor de cabeza. Sólo una cosa le ayudaría. Miró el reloj. Lunes. De cuatro a una.
—Lo de Normandía se anuló.
—¿Ah, sí?
—Sí, así que no es por eso. Es porque quien lleva este asunto es el que está ahí arriba.
Harry aspiró el humo con fuerza y señaló hacia arriba con la cabeza.
Beate lo miró con atención.
—Procura que no se convierta en una obsesión, Harry. Pasa página.
—¿Que pase página?
Soltó el humo.
—Hiere a la gente, Beate. Tú deberías saberlo.
Ella se sonrojó.
—Tom y yo tuvimos una relación breve, Harry. Eso es todo.
—¿No fue en la época en que llevabas aquellos moratones en el cuello?
—¡Harry! Tom nunca me…
Beate se dio cuenta de que había levantado la voz y se calló enseguida. El eco de las voces se elevó en el aire, pero se ahogó cuando el ascensor se detuvo ante ellos con un estruendo sordo.
—No te gusta —constató Beate—. Por eso te imaginas cosas. Tom tiene algunos lados buenos que tú desconoces.
—Ya.
Harry apagó el cigarrillo contra la pared mientras Beate abría la puerta del ascensor y entraba.
—¿No vas a subir? —preguntó mirando a Harry, que se había quedado fuera con la vista clavada en algo. El ascensor. Tenía en el lado interior de la puerta una verja corredera. Una verja de hierro negra y sencilla que tenía que levantar y cerrar una vez dentro para que el ascensor pudiera arrancar. Y nuevamente, el grito. El grito mudo. Sintió cómo le brotaba el sudor por todo el cuerpo. El trago de whisky no había sido suficiente. Ni de lejos.
—¿Pasa algo? —preguntó Beate.
—No —dijo Harry con voz bronca—. Es sólo que no me gustan estos ascensores antiguos. Subiré por las escaleras.
Resultó que, en efecto, el edificio tenía áticos. Dos, para ser exactos. La puerta de uno de ellos estaba abierta, pero acordonada con una de las cintas de plástico naranja de la policía sujeta a cada lado. Harry flexionó sus ciento noventa y dos centímetros, pasó por debajo y tuvo que apresurarse a dar un paso de apoyo cuando se incorporó al otro lado. Se vio en medio de una sala de estar con parqué de roble y techo abuhardillado con pequeñas claraboyas. Hacía tanto calor como en una sauna. El apartamento era pequeño y estaba decorado con un estilo minimalista, como el suyo, pero ahí terminaba el parecido. En efecto, en éste el sofá era el más moderno de la tienda Hilmers Hus, la mesa de salón era de R.O.O.M., y el televisor, un Philips de quince pulgadas en plástico azul hielo transparente, a juego con el equipo de música. Harry echó una ojeada a la cocina y a un dormitorio cuyas puertas estaban abiertas. Eso era todo. Reinaba allí un silencio peculiar. Un policía de uniforme y con los brazos cruzados junto a la puerta de la cocina sudaba copiosamente mientras se balanceaba sobre los talones y observaba a Harry enarcando una ceja. Al ver que Harry iba a sacar su identificación, el hombre le dedicó media sonrisa y negó con un gesto.
«Todos conocen al mono de feria», se dijo Harry. «El mono no conoce a nadie.» Se pasó la mano por la cara.
—¿Dónde está la Científica?
—En el baño —dijo el agente, señalando con la cabeza al dormitorio—. Lønn y Weber.
—¿Weber? ¿Han empezado a recurrir a los jubilados?
El agente se encogió de hombros.
—Las vacaciones.
Harry echó un vistazo a su alrededor.
—De acuerdo, pero a ver si acordonan la escalera y la puerta. La gente entra y sale del edificio como quiere.
—Pero…
—Oye, la escalera y la entrada son parte de la escena del crimen, ¿de acuerdo?
—Comprendo… —comenzó el agente con voz destemplada. Harry comprendió que, con un par de frases, se había ganado un nuevo enemigo. La lista era larga.
—… pero he recibido órdenes estrictas de… —continuó el agente.
—De quedarte vigilando aquí —se oyó una voz desde el dormitorio.
Acto seguido, apareció en el umbral Tom Waaler.
A pesar del traje oscuro, no se le veía ni una gota de sudor bajo la espesa línea del nacimiento de su cabello negro. Tom Waaler era un hombre guapo. Quizá no exactamente atractivo, pero tenía las facciones regulares y simétricas. No era tan alto como Harry, pero, curiosamente, muchos dirían que lo era. Quizá debido a su porte altanero. O a su relajada confianza en sí mismo, que no sólo impresionaba a la mayoría de los que tenía a su alrededor, sino que además se les contagiaba haciendo que también ellos se relajasen y hallasen su lugar natural en el mundo. El aspecto de hombre guapo bien podía deberse a su condición física: no había traje capaz de ocultar cinco sesiones semanales de levantamiento de pesas y de kárate.
—Y ahí va a seguir vigilando —continuó Waaler—. Acabo de enviar a un tío al ascensor para que acordone lo que haga falta. Todo bajo control, Hole.
Pronunció la última frase tan quedamente que uno podía elegir entre entenderlo como una constatación o como una pregunta.
Harry carraspeó.
—¿Dónde está?
—Aquí dentro.
La expresión de Waaler reveló cierta preocupación cuando se hizo a un lado para que Harry pasara.
—¿Te has dado un golpe, Hole?