—Tuve que hacerlo —suspiró sin dejar de apretarse el estómago con la mano—. ¡Cuatro semanas, Harry!
—Bueno, una millonésima de segundo en el universo…
—¡Y ni una palabra sobre dónde has estado!
Harry guió la llave laboriosamente dentro de la cerradura.
—Eso viene ahora, jefe.
—¿El qué?
—Una palabra sobre dónde he estado: aquí.
Harry empujó la puerta del apartamento y enseguida sintieron la bofetada de un olor agridulce a basura revenida, cerveza y colillas.
—¿Te habrías sentido mejor sabiéndolo?
Harry entró y Møller lo siguió con paso vacilante.
—No tienes que quitarte los zapatos, jefe —le gritó Harry desde la cocina.
Møller alzó la vista al cielo con los ojos en blanco y cruzó el salón intentando no pisar las botellas vacías, los platos llenos de colillas y los discos de vinilo.
—¿Te has pasado aquí cuatro semanas bebiendo, Harry?
—Con algunas pausas, jefe. Algunas pausas largas. Estoy de vacaciones, ¿verdad? La semana pasada no pude probar ni una gota.
—Tengo malas noticias, Harry —gritó Møller soltando el pasador de la ventana y empujando el marco febrilmente. Al tercer empujón, la ventana se abrió por fin. Con un gemido, Møller se desabrochó el cinturón y el primer botón del pantalón. Cuando se dio la vuelta, Harry estaba en el umbral de la puerta del salón con una botella de whisky abierta en la mano.
—¿Cómo de malas? —Harry miró el cinturón aflojado de su jefe—. ¿Me vas a azotar? ¿O me vas a violar?
—Digestión lenta —explicó Møller.
—Ya —Harry olió la boca de la botella —. Una expresión curiosa ésa de «digestión lenta». Yo también he tenido problemas estomacales, así que he leído sobre el tema. La digestión puede durar de doce a veinticuatro horas. En todo el mundo. En cualquier caso. No es que tus intestinos necesiten más tiempo, es sólo que duelen más.
—Harry…
—¿Una copa, jefe? A no ser que la quieras limpia.
—He venido a decirte que se acabó, Harry.
—¿Vas a romper conmigo?
—¡Basta ya!
Møller dio en la mesa tal puñetazo que hizo saltar las botellas, y se hundió en un sillón orejero de color verde. Se pasó la mano por la cara.
—He arriesgado mi puesto para salvarte demasiadas veces, Harry. Hay personas en mi vida que significan para mí más que tú, personas a las que debo mantener. Se acabó, Harry. No puedo ayudarte más.
—Vale.
Harry se sentó en el sofá y llenó uno de los vasos.
—Nadie te ha pedido que me ayudes, jefe, pero gracias de todos modos. Por el tiempo que duró. Salud.
Møller aspiró profundamente y cerró los ojos.
—¿Sabes qué, Harry? A veces eres el gilipollas más arrogante, egoísta y estúpido del mundo.
Harry se encogió de hombros y apuró el vaso de un trago.
—He redactado tu carta de despido —dijo Møller.
Harry dejó el vaso y volvió a llenarlo.
—Está en la mesa del jefe de la Policía Judicial. Lo único que le falta es su firma. ¿Comprendes lo que eso significa, Harry?
Harry asintió.
—¿Estás seguro de no querer un traguito antes de irte, jefe?
Møller se levantó. En el umbral de la puerta del salón se dio la vuelta.
—No te imaginas lo que me duele verte así, Harry. Rakel y este trabajo era todo lo que tenías. Primero pasas de Rakel y ahora pasas del trabajo.
«Perdí ambas cosas hace exactamente cuatro semanas», resonó el pensamiento de Harry.
—Me duele muchísimo, Harry.
La puerta se cerró detrás de Møller.
Tres cuartos de hora más tarde, Harry dormía en el sillón. Había recibido visita. No de las tres mujeres de costumbre. Sino del comisario jefe de la Policía Judicial.
Habían pasado cuatro semanas y tres días. Fue el jefe de la Policía Judicial en persona quien solicitó que la reunión se celebrase en el Boxer. Una taberna para los felices sedientos, a un tiro de piedra de la comisaría y a un par de pasos inseguros del arroyo. Sólo él, Harry y Roy Kvinsvik. Le explicó que, mientras no hubiese tomado una decisión, más valía hacerlo todo de la manera menos oficial posible, para que él mantuviera intactas todas las posibilidades de retroceso.
Nada dijo, eso sí, de las posibilidades de retroceso de Harry.
Cuando Harry llegó al Boxer un cuarto de hora más tarde de lo acordado, el comisario jefe ya estaba sentado al fondo del local, tomándose una cerveza. Harry sintió su mirada mientras se sentaba, aquellos ojos azules que, a ambos lados de su estrecha y majestuosa nariz, brillaban desde la profundidad de sus cuencas. Tenía el pelo gris y tupido y un porte erguido y delgado para su edad. El comisario jefe no se parecía en nada a esos sesentones de los que a uno le cuesta imaginar que hayan sido jóvenes alguna vez. En el grupo de Delitos Violentos lo llamaban «el Presidente» porque su despacho era oval, pero también porque él, sobre todo cuando se trataba de reuniones oficiales, hablaba como si lo fuera. Aquel día, en cambio, fue «lo menos oficial posible». La boca sin labios del jefe de la Policía Judicial se abrió por fin.
—Vienes solo.
Harry le pidió al camarero un agua de Farris, cogió un menú que había sobre la mesa y, mientras examinaba la primera página, dijo descuidadamente, como si se tratara de una información superflua.
—Ha cambiado de opinión.
—¿Tu testigo ha cambiado de opinión?
—Sí.
El comisario jefe tomó un largo trago de cerveza.
—Se ha pasado cinco meses consintiendo en ser testigo —dijo Harry—. La última vez fue anteayer. ¿Crees que el
Eisbein
estará bueno?
—¿Qué ha dicho?
—Habíamos quedado en que yo iría a buscarlo después de la reunión de hoy en la Iglesia de Filadelfia. Cuando llegué, dijo que lo había pensado mejor. Que había llegado a la conclusión de que el hombre al que había visto en el coche con Sverre Olsen no era Tom Waaler.
El comisario jefe miró fijamente a Harry. Luego, con un gesto que Harry interpretó como la finalización de la entrevista, se subió la manga del abrigo y miró el reloj.
—Entonces no nos queda otra que presumir que se trataba de otra persona, y que el hombre al que vio tu testigo no era Tom Waaler. ¿Tú qué dices, Hole?
Harry tragó saliva. Y volvió a tragar. Sin dejar de observar atentamente el menú.
—
Eisbein.
Yo digo
Eisbein.
—Lo que tú digas. Tengo que irme, pero cárgalo en mi cuenta.
Harry se rió.
—Te lo agradezco, pero si he de serte sincero, tengo la desagradable sensación de que voy a quedarme solo con la cuenta de todas formas.
El comisario jefe frunció el entrecejo y habló con la irritación vibrándole en las cuerdas vocales.
—Yo te voy a ser sincero, Hole. Es de sobra sabido que tú y el comisario Waaler no os soportáis. Desde que formulaste esas infundadas acusaciones, he albergado la sospecha de que tu antipatía personal había influido en tu juicio. Y según lo veo yo, acabas de confirmarme tal sospecha.
El comisario jefe empujó el vaso de cerveza medio lleno hacia el centro de la mesa, se levantó y se abrochó el abrigo.
—Por lo tanto, iré al grano y espero que quede claro, Hole. El asesinato de Ellen Gjelten está resuelto y el caso queda cerrado. Ni tú ni nadie ha podido aportar algo nuevo y sustancial que justifique una nueva investigación. Si se te ocurre acercarte a este asunto otra vez, se te considerará culpable de desacato a una orden y tu carta de despido con mi firma irá a parar inmediatamente al consejo de contratación. No hago esto porque sea mi intención consentir la existencia de policías corruptos, sino porque es mi deber mantener la moral de trabajo de este organismo a cierto nivel. No podemos permitirnos tener policías que gritan a destiempo «¡que viene el lobo!». Si descubro que, de alguna manera, intentas seguir adelante con las acusaciones contra Waaler, te apartaré inmediatamente del servicio y el caso pasará a Asuntos Internos.
—¿Qué caso? —preguntó Harry—. ¿El de Waaler contra Gjelten?
—El de Hole contra Waaler.
Una vez se hubo marchado el comisario jefe, Harry se quedó mirando el vaso de cerveza medio lleno. Podía obedecer al pie de la letra las órdenes del comisario jefe, pero eso no cambiaría nada. Estaba acabado de todas formas. Había fallado, y ahora era un riesgo para los suyos. Un traidor paranoico, una bomba a punto de estallar de la que se desharían a la primera de cambio. Sólo dependía de Harry darles una oportunidad.
Llegó el camarero con la botella de agua y le preguntó si quería comer algo. O beber algo. Harry se humedeció los labios mientras se debatía entre pensamientos contradictorios. Sólo había que darles una oportunidad, otros harían el resto.
Empujó la botella de agua a un lado y respondió a la pregunta del camarero.
Hacía cuatro semanas y tres días. Fue entonces cuando todo empezó. Y terminó.
El martes la temperatura de las zonas umbrías de Oslo subió hasta los veintinueve grados y, a las tres de la tarde, la gente empezó a escapar de las oficinas hacia las playas de Huk y Hvervenbukta. Los turistas acudían en masa a las terrazas de Aker Brygge y al Frognerparken, donde los visitantes sudorosos sacaban la foto obligada del Monolito antes de bajar hasta la fuente con la esperanza de que un golpe de aire les proporcionase una ducha refrescante de agua en polvo.
Aparte de los turistas, todo estaba en calma y la poca vida que había discurría a cámara lenta.
Los obreros se apoyaban en las máquinas con el torso desnudo, sobre los andamios del solar en el que antes estaba el hospital Rikshospitalet los albañiles miraban las calles vacías y los taxistas buscaban paradas con sombra donde, en grupos, discutían el asesinato de la calle Ullevålsveien. Tan sólo había señales de aumento de la actividad en la calle Akersgata, donde los vendedores de sucesos se habían olvidado de las noticias de relleno para lanzarse ávidos sobre las novedades del asesinato aún reciente. Como muchos de los colaboradores fijos estaban de vacaciones, los redactores habían recurrido a todo, desde estudiantes de periodismo que hacían sustituciones durante el verano hasta colegas de la sección de Política que libraban dos días. Sólo se salvaron los periodistas de Cultura. Aun así, todo estaba más tranquilo que de costumbre. Eso podía deberse a que el periódico
Aftenposten
se había trasladado desde la tradicional calle de los diarios al edificio Postgiro, más cerca del centro de la ciudad, pero en cualquier caso, una variante pueblerina y poco agraciada de un rascacielos que apuntaba a una bóveda celeste sin nubes. Habían intentado arreglar un poco el aspecto del coloso de color marrón dorado para adaptarlo al nuevo proyecto urbanístico de Bjørvika, pero, desde su despacho, el periodista de Sucesos Roger Gjendem sólo tenía vistas al Plata, el mercado de los drogadictos, y su galería de tiro al aire libre detrás de los barracones, donde surgiría aquel nuevo mundo maravilloso. Sin querer, miraba allí abajo de vez en cuando por si veía a Thomas. Pero Thomas estaba en la cárcel de Ullernsmo, cumpliendo condena por haber intentado robar aquel invierno en el edifico donde vivía un agente de policía. ¿Cómo podía nadie ser tan tonto? O estar tan desesperado. Al menos, Roger se ahorraría ver cómo su hermano pequeño se metía una sobredosis en el brazo.
Formalmente,
Aftenposten
no había contratado a un nuevo encargado desde que el anterior aceptó el paquete económico que formaba parte del plan de reducción de plantilla, sino que habían incluido los Sucesos en la sección de Noticias. En la práctica, eso significaba que Roger Gjendem tenía que hacer de redactor de Sucesos por un salario de periodista raso. Estaba sentado a su mesa con los dedos sobre el teclado, contemplando la cara sonriente de mujer que había escaneado como fondo de pantalla, la misma con cuyo recuerdo se entretenía ahora su mente y que, por tercera vez, había hecho la maleta y se había largado dejándolo solo en el apartamento de la calle Seilduksgata. Sabía que, en esta ocasión, Devi no volvería y que había llegado el momento de seguir adelante. Entró en el panel de control y borró la imagen del fondo. Eso ya era un comienzo. Había tenido que abandonar el asunto sobre heroína en el que estaba trabajando. Y bien estaba: odiaba escribir sobre drogas. Devi insistía siempre en que era a causa de Thomas. Roger intentó olvidarse de Devi y de su hermano pequeño y centrarse en el tema sobre el que debía escribir. Un resumen del asesinato de la calle Ullevålsveien, un artículo de transición mientras esperaban que avanzara el caso, que aparecieran nuevas circunstancias, un sospechoso, o dos. Aquélla debería ser una tarea fácil desde todos los puntos de vista: se trataba de un caso sexual, con la mayoría de los ingredientes que un periodista de sucesos podría desear. Una mujer joven y soltera de veintiocho años asesinada a tiros en la ducha de su propia casa un viernes a plena luz del día. La pistola que la policía encuentra en el cubo de la basura del apartamento resulta ser el arma del crimen. Ningún vecino ha visto nada, no se han observado extraños en el edificio y sólo uno de los vecinos cree haber oído algo que podría ser un disparo. Dado que no existen señales de que hayan forzado la entrada, la policía ha trabajado a partir de la hipótesis de que la misma Camilla Loen dejó entrar al autor del crimen, pero no hay nadie en su círculo de amistades que destaque como sospechoso porque todos tienen coartadas más o menos consistentes. El hecho de que Camilla Loen saliera a las cuatro y cuarto de la oficina de Leo Burnett donde trabajaba como diseñadora y de que hubiese quedado a las seis con dos amigas en la terraza del restaurante Kunstnernes Hus invalida por poco probable la posibilidad de que hubiera invitado a alguien a su casa. Tan improbable como la hipótesis de que alguien hubiese llamado a la puerta de Camilla Loen y hubiese logrado colarse con una identidad falsa, ya que ella pudo ver a la persona por la videocámara.
Y como si no bastara que la redacción pudiera ofrecer titulares como «Asesinato estilo
Psicosis»,
o «El vecino notó sabor a sangre», se filtraron dos detalles que dieron lugar a sendos titulares los días sucesivos: «Camilla Loen tenía amputado el dedo índice izquierdo». Y este otro: «Hallado diamante rojizo en forma de estrella de cinco puntas bajo el párpado de la víctima».