—¿Cómo?
El ascensor echó a andar de golpe y el cabello largo y rubio de la hermana se balanceó un poco. «Electricidad estática», pensó observando atentamente cómo se elevaba despacio separándose de la cabeza. La niña se agarró el pelo rápidamente y dejó escapar un grito. Fue un grito débil y estridente que le heló la sangre en el cuerpo al chico. Se había enganchado al otro lado de los barrotes. Se lo había pillado con la puerta del ascensor. El chico intentó moverse, pero era como si él también estuviera enganchado.
—¡Papá! —gritó la pequeña poniéndose de puntillas.
Pero papá se había adelantado para ir a buscar el coche en el aparcamiento.
—¡Mamá! —gritó entonces la niña cuando se vio a unos centímetros del suelo del ascensor.
Pero mamá yacía en una cama con una sonrisa helada. Sólo estaba él.
Y ella pataleaba en el aire agarrada a su propio pelo.
—¡Harry!
Sólo él. Sólo él podía salvarla. Si conseguía moverse.
—¡Socorro!
Harry se sentó en la cama sobresaltado. El corazón le latía como un bajo de percusión.
—Mierda.
Oyó su propia voz ronca y dejó caer la cabeza de nuevo en la almohada.
Una luz grisácea se filtraba por entre las cortinas. Entornó los ojos. Miró los números digitales que relucían rojos en la mesita de noche: las 4.12 horas. Vaya noche de verano infernal. Vaya pesadilla infernal.
Salió de la cama y se fue al baño. La orina tintineaba en el agua mientras él miraba al frente. Sabía que no volvería a conciliar el sueño.
La nevera estaba vacía, sólo había una botella de cerveza sin alcohol que había llegado a la cesta de la compra por despiste. Abrió el armario que había sobre la encimera. Todo un ejército de botellas de cerveza y de whisky lo miraba en silencio en posición de firmes. Todas vacías. En un súbito ataque de rabia, las derribó de un golpe y, un buen rato después de haber cerrado la puerta, aún seguían haciendo ruido. Miró la hora otra vez. Al día siguiente era viernes. Pero el viernes abrían de nueve de la mañana a seis de la tarde. La tienda de licores no abriría hasta dentro de cinco horas.
Harry se sentó junto al teléfono del salón y marcó el móvil de Øystein Eikeland.
—Oslo Taxi.
—¿Cómo está el tráfico?
—¿Harry?
—Buenas tardes, Øystein.
—¿Son buenas? Llevo media hora esperando una carrera.
—Las vacaciones.
—Ya lo sé. El propietario del taxi se ha ido a su cabaña de Kragero y me ha dejado el cacharro más muerto de Oslo. Y ha huido de la ciudad más muerta del norte de Europa. Joder, ni que hubieran soltado una bomba de neutrones.
—Creía que no te gustaba sudar mucho en el trabajo.
—Pero si estoy sudando como un cerdo, hombre. Ese miserable ha comprado un coche sin aire acondicionado. Coño, tengo que beber como un camello después de los turnos para compensar la pérdida de líquido. Eso también es un gasto. Ayer gasté más en bebidas de lo que gané en todo el día.
—Lo siento de veras.
—Debería limitarme a detectar claves.
—¿Te refieres al
hacking?
¿A lo que hizo que te echaran del banco DnB y te cayeran seis meses de prisión condicional?
—Sí, pero era muy bueno. Esto, en cambio… El propietario del taxi ha pensado reducir su jornada, pero yo ya hago turnos de doce horas y resulta difícil encontrar conductores. ¿No te interesaría sacarte la licencia de taxista, Harry?
—Gracias, lo pensaré.
—¿Qué quieres?
—Necesito algo que me haga dormir.
—Ve al médico.
—Lo hice. Me dio Imovane, esas pastillas para conciliar el sueño. No funcionaban. Le pedí algo más fuerte, pero se negó.
—No es bueno oler a alcohol cuando vas a pedirle Rohypnol al médico de cabecera, Harry.
—Dijo que era demasiado joven para tomar somníferos potentes. ¿Tú tienes algo?
—¿Qué? Estás loco, eso es ilegal. Pero tengo Flunipam. Prácticamente lo mismo. Media pastilla te apaga como una vela.
—Vale. Voy un poco justo de efectivo estos días, pero te pagaré cuando cobre. ¿Me ayudará también a dejar de soñar?
—¿Qué?
—Que si evitará que sueñe.
Se produjo un silencio al otro lado.
—Sabes qué, Harry. Ahora que lo pienso, resulta que no tengo Flunipam. Son cosas peligrosas. Y no dejas de soñar con eso, más bien es al revés.
—Estás mintiendo.
—Puede ser, pero de todas formas, no es Flunipam lo que tú necesitas. Sería mejor que intentaras relajarte un poco, Harry. Tómate un respiro.
—¿Relajarme? ¿No comprendes que no consigo relajarme?
Harry oyó que alguien abría la puerta del taxi y a Øystein que les decía que se fueran a la mierda. Y de nuevo resonó en el auricular.
—¿Se trata de Rakel?
Harry no contestó.
—¿Tienes problemas con Rakel?
Harry oyó un chisporroteo y supuso que se trataba de la radio de la policía.
—¿Hola? ¿Harry? ¿No puedes contestar cuando un amigo de la infancia te pregunta si las paredes de tu vida todavía están en su sitio?
—No lo están —dijo Harry en voz baja.
—¿Por qué no?
Harry tomó aire.
—Porque la obligué a que las derribara, poco más o menos. Un asunto de trabajo al que me he dedicado bastante se fastidió. Y no fui capaz de asumirlo. Empecé a beber, estuve tres días totalmente pedo y sin coger el teléfono. El cuarto día, ella vino a mi casa. Al principio estaba enfadada. Me dijo que no podía desaparecer de aquel modo. Y que Møller había preguntado por mí. Me acarició la cara y me preguntó si necesitaba ayuda.
—Y, conociéndote, la echaste de tu casa o algo así.
—Le dije que estaba bien. Y entonces se puso triste.
—Claro. La chica te quiere.
—Eso dijo ella. Pero también dijo que no podría pasar otra vez por lo mismo.
—¿El qué?
—El padre de Oleg es alcohólico. Eso estuvo a punto de destrozarlos a los tres.
—¿Y tú qué respondiste?
—Le dije que tenía razón. Que debía evitar a tipos como yo. Entonces empezó a llorar. Y se fue.
—¿Y ahora tienes pesadillas?
—Sí.
Øystein dejó escapar un hondo suspiro.
—¿Sabes qué, Harry? No hay nada que te pueda ayudar con ese problema. Excepto una cosa.
—Ya lo sé —dijo Harry—. Una bala.
—Pues no. Iba a decirte que sólo «tú mismo».
—Lo sé. Olvida que te he llamado, Øystein.
—Olvidado.
Harry fue a buscar la botella de cerveza sin alcohol. Se sentó en el sillón de orejas mirando asqueado la etiqueta. La chapa se soltó con un suspiro de alivio. Dejó el cincel en la mesa del salón. El mango era verde y el metal estaba cubierto de una fina capa de enlucido amarillo.
A las seis de la mañana del viernes, el sol ya brillaba en oblicuo desde la loma de Ekebergåsen, haciendo que la comisaría general reluciese como una gema. El guardia de Securitas que había en recepción bostezó y levantó la vista del periódico
Aftenposten
cuando el primer madrugador metió la tarjeta de identificación en el lector.
—El periódico dice que hará más calor aún —dijo el guardia, contento de ver a un ser humano con el que poder intercambiar unas palabras.
El hombre alto y rubio de ojos irritados lo miró sin responder.
El guardia se fijó en que subía por las escaleras a pesar de que los dos ascensores estaban libres.
Se concentró de nuevo en el artículo del
Aftenposten
sobre la mujer que había desaparecido en pleno día antes del fin de semana y a la que seguían sin encontrar. El periodista, Roger Gjendem, citó al jefe de grupo Bjarne Møller, que confirmaba que habían encontrado uno de los zapatos de la mujer debajo de un coche aparcado frente a la casa donde ella vivía, y que eso confirmaba la teoría de que se trataba de un acto delictivo, pero que, de momento, nada podía confirmarse.
Harry hojeó el periódico de camino a su casilla de correo, donde recogió los informes de los dos días anteriores sobre la búsqueda de Lisbeth Barli. En el contestador de su despacho había cinco mensajes, todos, excepto uno, eran de Willy Barli. Harry escuchó todos los mensajes de Barli que eran prácticamente idénticos; que debían emplear a más personal, que él sabía de una vidente y que anunciaría en la prensa que pagaría una importante suma de dinero a la persona que les ayudase a encontrar a Lisbeth.
En el último mensaje sólo se oía una voz que respiraba.
Harry rebobinó y volvió a escucharlo.
Y otra vez.
Era imposible determinar si se trataba de una mujer o de un hombre. Y más difícil aún saber si se trataba de Rakel. La pantalla indicaba que la llamada se había recibido a las veintidós diez desde un número desconocido. Exactamente igual que cuando Rakel llamaba desde el teléfono de la calle Holmenkollveien. Pero, si era ella, ¿por qué no había intentado llamarlo a su casa, o al móvil?
Harry repasó los informes. Nada. Los leyó una vez más. Seguía sin ver nada. Puso la mente a cero y empezó otra vez desde el principio.
Cuando terminó, miró el reloj y se fue a la casilla del correo para ver si había llegado algo más. Cogió un informe de uno de los de vigilancia y dejó un sobre marrón con el nombre de Bjarne Møller en la casilla correspondiente antes de volver a su despacho.
El informe del de vigilancia era breve y preciso: nada.
Harry rebobinó el contestador, pulsó el
play
y subió el volumen. Cerró los ojos, se recostó en la silla. Intentó recordar su respiración. Sentir su respiración.
—Es desquiciante cuando no quieren darse a conocer, ¿verdad?
No fueron las palabras sino la voz que las pronunció lo que hizo que a Harry se le erizaran los pelos de la nuca. Giró muy despacio la silla, que aulló de dolor. Un sonriente Tom Waaler lo miraba apoyado en el marco de la puerta. Estaba comiéndose una manzana y le ofrecía una bolsa abierta.
—¿Quieres? Son australianas. Saben a gloria.
Harry negó con la cabeza sin quitarle el ojo de encima.
—¿Puedo pasar? —preguntó Waaler.
Al ver que Harry no respondía, entró y cerró la puerta. Bordeó la mesa y se sentó en la otra silla. Se retrepó y siguió masticando la manzana roja y apetitosa.
—¿Te has dado cuenta de que tú y yo somos casi siempre los primeros en llegar al trabajo, Harry? Extraño, ¿verdad? También somos los últimos en irnos a casa.
—Estás sentado en la silla de Ellen —observó Harry.
Waaler dio unas palmaditas en el brazo de la silla.
—Es hora de que tú y yo tengamos una charla, Harry.
—Habla —dijo Harry.
Waaler alzó la manzana, la expuso a la luz del techo y guiñó un ojo.
—¿No es triste tener un despacho sin ventanas?
Harry no contestó.
—Corre el rumor de que vas a dejar el trabajo —dijo Waaler.
—¿El rumor?
—Bueno, quizá sea un tanto exagerado llamarlo rumor. Tengo mis fuentes, por así decirlo. Supongo que has empezado a mirar otras cosas. Compañías de vigilancia. Compañías de seguros. ¿Cobradoras, quizá? Seguro que hay muchas empresas donde necesitan un investigador con estudios de Derecho.
Sus dientes blancos y fuertes se incrustaban en la fruta.
—A lo mejor no hay tantas empresas que aprecien un expediente con observaciones de episodios de embriaguez, absentismo injustificado, abusos, oposición a las órdenes de un superior y deslealtad hacia el Cuerpo.
Los músculos maxilares machacaban y trituraban.
—Pero bueno —prosiguió Waaler—. A lo mejor no importa que no te quieran contratar. A decir verdad, ninguno de esos trabajos ofrece retos especialmente interesantes para alguien que ha sido comisario y considerado uno de los mejores en su campo. Tampoco pagan muy bien. Y al fin al cabo, de eso se trata, ¿no? Que le paguen a uno por sus servicios. Ganar dinero para comprar comida y pagar el alquiler. Lo suficiente para una cerveza y quizás una botella de coñac. ¿O es whisky?
Harry notó que estaba apretando los dientes con tanta fuerza que le dolían los empastes.
—Lo mejor —continuó Waaler— sería ganar tanto como para permitirse un par de cosas más allá de las necesidades básicas. Como unas vacaciones de vez en cuando. Con la familia. A Normandía, por ejemplo.
Harry sintió que algo chisporroteaba dentro de su cabeza, algo que sonó como un pequeño fusible.
—Tú y yo somos muy diferentes en muchos aspectos, Harry. Pero eso no quiere decir que no te respete como profesional. Eres resuelto, listo, creativo y tu integridad está fuera de toda duda, siempre lo he dicho. Pero ante todo, eres mentalmente fuerte. Es una aptitud muy necesaria en una sociedad donde la competitividad es cada día más dura. Por desgracia, esa competitividad no se desarrolla con los medios que nosotros desearíamos. Pero si uno quiere ser ganador, debe estar dispuesto a emplear los mismos medios que los demás competidores, y una cosa más…
Waaler bajó la voz.
—Hay que jugar en el equipo correcto. Un equipo en el que se pueda ganar algo.
—¿Qué es lo que quieres, Waaler?
Harry advirtió que le vibraba la voz.
—Ayudarte —respondió Waaler poniéndose de pie—. Las cosas no tienen por qué ser necesariamente como son ahora…, ¿sabes?
—¿Y cómo son ahora?
—Ahora tú y yo tenemos que ser enemigos. Y el comisario jefe tiene que firmar necesariamente ese documento que tú ya sabes.
Waaler se encaminó hacia la puerta.
—Y tú nunca tienes dinero para hacer lo que es bueno para ti y para aquéllos a los que quieres… —Posó la mano en el picaporte antes de añadir—: Piénsalo, Harry. Sólo existe una cosa capaz de ayudarte en la jungla de ahí fuera.
«Una bala», pensó Harry.
—Tú mismo —sentenció Waaler. Y desapareció.
Ella estaba fumando un cigarrillo en la cama. Estudiaba detenidamente la espalda de él, delante de la cómoda, cómo los omoplatos se movían bajo la seda del chaleco arrancándole destellos en negro y azul. Posó la mirada en el espejo. Miró sus manos, que anudaban la corbata con movimientos suaves y seguros. Le gustaban sus manos. Le gustaba verlas trabajar.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó.
Sus miradas se encontraron en el espejo. Su sonrisa también era suave y segura. Ella hizo un mohín, haciéndose la ofendida.
—En cuanto pueda, mi amor.
Nadie decía «mi amor» como él.
Liebling.
Con ese acento tan peculiar y aquel tono cantarín que casi consiguió que volviese a gustarle la lengua alemana.