—Joder —masculló Harry poniendo un pie en la calzada. Un taxi le pasó a un centímetro y su conductor tocó el claxon indignado.
Cruzó hasta el coche deportivo y se detuvo en el lado del conductor. La ventanilla blindada bajó silenciosamente.
—¿Qué coño haces aquí? —farfulló Harry—. ¿Me estás espiando?
—Buenas noches, Harry —dijo Tom Waaler con un bostezo—. Estoy vigilando el apartamento de Camilla Loen. Observando quién viene y quién va. No es sólo un cliché, ¿sabes?, el autor del crimen siempre vuelve al lugar de los hechos…
—Sí que lo es —dijo Harry.
—Pero, como seguramente habrás deducido, es lo único que tenemos. El asesino no nos ha dejado muchas pistas.
—El homicida —precisó Harry.
—O
la
homicida.
Harry se encogió de hombros y dio otro paso de apoyo. La puerta del acompañante se abrió de golpe.
—Entra, Harry. Quiero hablar contigo.
Harry miró la puerta abierta. Vaciló. Dio otro paso de apoyo. Rodeó el coche y entró.
—¿Has pensado en lo que te dije? —preguntó Waaler bajando la radio.
—Sí, lo he pensado —dijo Harry retorciéndose en el estrecho asiento en forma de cubo.
—¿Y has encontrado la respuesta correcta?
—Parece que te gustan los deportivos japoneses rojos —Harry levantó la mano y golpeó el salpicadero con fuerza—. Sólido. Dime… —Harry se concentraba en articular bien—. ¿Fue así cómo conversaste con Sverre Olsen en Grünerløkka la noche en que mataron a Ellen? ¿Dentro del coche?
Waaler se quedó mirándolo un buen rato, antes de abrir la boca para responder.
—Harry, no sé de qué me estás hablando.
—¿No? Tú sabías que Ellen había descubierto que tú eras el cerebro de la banda que trafica con armas, ¿verdad? Tú te encargaste de que Sverre Olsen la matara antes de que ella pudiera contárselo a alguien. Y cuando te enteraste de que yo seguía el rastro a Sverre Olsen, te las ingeniaste para que pareciera que él había sacado la pistola cuando ibas a detenerlo. Igual que con ese tío del almacén del puerto. Parece que es tu especialidad, deshacerte de detenidos molestos.
—Estás borracho, Harry.
—He tardado dos años en descubrir algo que te implique, Waaler. ¿Lo sabías?
Waaler no contestó.
Harry rompió a reír y dio otro golpe. El salpicadero emitió un crujido ominoso.
—¡Claro que lo sabías! El Príncipe Heredero lo sabe todo. ¿Cómo lo haces? Cuéntamelo.
Waaler miró por la ventanilla. Un hombre salió del Kebabgården, se paró y miró a ambos lados antes de empezar a bajar hacia la iglesia Trefoldighetskirken. Ninguno de los dos dijo nada hasta que el hombre se metió en la calle, entre el cementerio y el hospital Vor Frue.
—Vale —dijo Waaler en voz baja—. Puedo confesarme, si eso es lo que quieres. Pero recuerda, cuando se recibe una confesión es fácil encontrarse con dilemas desagradables.
—Benditos dilemas.
—Le di a Sverre Olsen su merecido.
Harry volvió la cabeza lentamente hacia Waaler, que estaba apoyado en el reposacabezas, con los ojos entornados.
—Pero no porque tuviese miedo de que contase que éramos cómplices ni nada por el estilo. Esa parte de tu teoría es errónea.
—¿Ah, sí?
Waaler suspiró.
—¿Has pensado alguna vez en por qué la gente como nosotros se dedica a esto?
—No hago otra cosa —aseguró Harry.
—¿Cuál es tu primer recuerdo nítido, Harry?
—¿El primer recuerdo de qué?
—Lo primero que yo recuerdo es que es de noche, estoy en la cama y mi padre se inclina sobre mí.
Waaler pasó la mano por el volante antes de continuar.
—Yo tendría unos cuatro o cinco años. Él olía a tabaco y a protección. Ya sabes. Como tienen que oler los padres. Tal y como solía, había llegado a casa cuando yo ya estaba en la cama. Y sé que se habrá ido a trabajar mucho antes de que yo me despierte por la mañana. Sé que, si abro los ojos, sonreirá, me pasará la mano por la cabeza y se marchará. Así que finjo estar dormido para que se quede un ratito más. Sólo a veces, cuando tengo la pesadilla de la mujer con la cabeza de cerdo que deambula por las calles en busca de sangre infantil, me descubro y le pido que se quede un poco más cuando noto que se levanta para irse. Y él se queda y yo me quedo mirándolo. ¿A ti te pasaba igual con tu padre, Harry? ¿Experimentabas lo mismo con él?
Harry se encogió de hombros.
—Mi padre era profesor. Siempre estaba en casa.
—Un hogar de clase media, entonces, ¿no?
—Algo así.
Waaler asintió con la cabeza.
—Mi padre era albañil. Como los padres de mis dos mejores amigos, Geir y Solo. Vivían justo encima de nosotros, en el bloque de Gamlebyen donde me crié. Era uno de los barrios grises de la ciudad, aunque el bloque de viviendas estaba bien cuidado, propiedad de los vecinos. No nos considerábamos de la clase obrera, todos éramos empresarios. El padre de Solo era propietario de un quiosco donde trabajaba toda la familia, de ahí el apodo
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. Todos trabajaban duro, pero ninguno como mi padre. Él trababa a todas horas. Día y noche. Era como una máquina que sólo se apagaba los domingos. Mis padres no eran muy creyentes, aunque mi padre estudió teología durante medio año en una academia nocturna porque el abuelo quería que fuera pastor. Pero cuando el abuelo murió, él lo dejó. Aun así, íbamos todos los domingos a la iglesia de Vålerenga y luego mi padre nos llevaba de excursión a Ekeberg o a Østmarka. A las cinco de la tarde nos cambiábamos de ropa: los domingos cenábamos en el salón. Puede sonar aburrido, pero, ¿sabes qué? Yo me pasaba toda la semana esperando a que fuera domingo. Al día siguiente era lunes y él desaparecía de nuevo. Siempre estaba en alguna obra donde había que hacer horas extras. Un poco de dinero blanco, un poco de gris y un poco de dinero negro como el carbón. Decía que era la única forma de reunir algunos ahorros en su sector. Cuando yo tenía catorce años, nos mudamos a la parte oeste de la ciudad, a una casa con jardín y manzanos. Mi padre dijo que estaríamos mejor allí. Y yo era el único de la clase cuyo padre no era abogado, economista, médico o algo parecido. El vecino era juez y tenía un hijo de mi edad, Joakim. Mi padre esperaba que yo fuese como él. Dijo que si quería entrar en alguna de esas carreras, era importante tener conocidos dentro del gremio, aprender los códigos, el lenguaje, las reglas no escritas. Pero yo nunca veía al hijo del vecino, sólo a su perro, un pastor alemán que se pasaba las noches ladrando en el porche. Cuando salía del colegio cogía el tranvía hasta Gamlebyen para ver a Geir y Solo. Mis padres invitaron a una barbacoa a todos los vecinos, pero todos presentaron alguna excusa para no acudir. Recuerdo el olor a barbacoa aquel verano, y las risas que resonaban en los otros jardines. Nunca nos devolvieron la invitación.
Harry se concentraba en la dicción.
—¿Este cuento viene a propósito de algo?
—Eso lo decidirás tú. ¿Dejo de contar?
—Bueno, da igual, esta noche no había nada interesante en la tele.
—Un domingo, cuando íbamos a la iglesia, como de costumbre, yo estaba ya en la calle esperando a mis padres y mirando al pastor alemán que andaba suelto por el jardín. Parecía que quisiera morderme y no dejaba de gruñir desde el otro lado de la valla.
»No sé por qué lo hice, pero me acerqué y abrí la verja. Quizá porque creía que el animal estaba enfadado porque estaba solo. El perro saltó, me tumbó y me mordió en la mejilla. Todavía tengo la cicatriz.
Waaler señaló con el dedo, pero Harry no vio nada.
—El juez lo llamó desde la terraza y el animal me soltó. Luego, me dijo con muy malos modos que me largara de su jardín. Mi madre lloraba y mi padre apenas se pronunció mientras me llevaban a Urgencias. Cuando volvimos a casa, tenía un hilo de sutura gordo y negro desde el mentón hasta debajo de la oreja. Mi padre se fue a casa del juez. Cuando volvió tenía la mirada sombría y estuvo menos hablador si cabe. Comimos el asado dominical sin que nadie mediara palabra. Esa misma noche me desperté y me quedé pensando en el porqué. Todo estaba en silencio. Entonces caí en la cuenta. El pastor alemán. Había dejado de ladrar. Oí cerrarse la puerta de entrada e, instintivamente, supe que nunca más volveríamos a oír al pastor alemán. Me apresuré a cerrar los ojos cuando la puerta del dormitorio se abrió silenciosa pero me dio tiempo de ver el martillo. Él olía a tabaco y a protección. Y yo fingí estar dormido.
Waaler limpió una mota inexistente del salpicadero.
—Hice lo que hice porque sabíamos que Sverre Olsen había matado a una colega. Lo hice por Ellen, Harry. Por nosotros. Ahora ya lo sabes, maté a un hombre. ¿Me vas a delatar o no?
Harry lo miraba de hito en hito. Waaler cerró los ojos.
—Sólo teníamos pruebas circunstanciales contra Olsen, Harry. Lo habrían soltado. No lo podíamos permitir. ¿Tú habrías podido, Harry?
Waaler giró la cabeza y se encontró con la mirada fija de Harry.
—¿Habrías podido?
Harry tragó saliva.
—Hay un tipo que os vio a ti y a Sverre Olsen juntos en el coche. Uno que estaba dispuesto a testificar. Pero eso ya lo sabes, ¿no?
Waaler se encogió de hombros.
—Hablé con Olsen varias veces. Era neonazi y delincuente. Hay que estar al día en nuestro trabajo, Harry.
—El tipo que os vio ha cambiado de opinión repentinamente, ya no quiere testificar. Has hablado con él, ¿verdad? Lo has silenciado con amenazas.
Waaler negó con la cabeza.
—No puedo responder a eso, Harry. Si decides unirte a nuestro equipo, la norma es que sólo se te informará de lo que te hace falta saber para cumplir con tu trabajo. Puede que suene un tanto estricto, pero funciona.
Nosotros
funcionamos.
—¿Hablaste con Kvinsvik? —balbuceó Harry.
—Kvinsvik es sólo uno de tus molinos de viento, Harry. Olvídalo. Piensa en ti. —Se inclinó hacia Harry y bajó la voz—: ¿Qué puedes perder? Mírate bien al espejo…
Harry parpadeó perplejo.
—Exacto —dijo Waaler—. Eres un alcohólico de casi cuarenta años, sin trabajo, sin familia, sin dinero.
—¡Por última vez! —Harry intentó gritar, pero estaba demasiado borracho—. ¿Hablaste con… con Kvinsvik?
Waaler se irguió otra vez en el asiento.
—Vete a casa, Harry. Y reflexiona sobre a quién le debes algo. ¿Al Cuerpo, que te ha triturado con sus dientes y te ha escupido tras hallar que sabes mal? ¿A tus jefes, que salen corriendo como ratones asustados en cuanto se huelen que hay problemas? ¿O quizá es a ti mismo a quien le debes algo? Has trabajado duro año tras año para mantener las calles de Oslo más o menos seguras en un país que protege a sus delincuentes mejor que a sus policías. Realmente, eres uno de los mejores en tu trabajo, Harry. A diferencia de ellos, tú tienes talento y, aun así, eres tú quien percibe un sueldo miserable. Yo te puedo ofrecer cinco veces más de lo que ganas ahora, pero eso no es lo más importante. Te puedo ofrecer un poco de dignidad, Harry. Dignidad. Piénsatelo.
Harry intentó enfocar a Waaler con la mirada, pero su cara se desdibujaba. Buscó el tirador de la puerta, no lo encontró. Malditos coches japoneses. Waaler se inclinó y le abrió la puerta.
—Sé que has intentado encontrar a Roy Kvinsvik —dijo Waaler—. Permíteme que te ahorre la molestia. Sí, hablé con Olsen en Grünerløkka esa noche. Pero eso no significa que tuviera nada que ver con el asesinato de Ellen. Callé para no complicar las cosas. Tú haz lo que quieras, pero créeme, el testimonio de Kvinsvik carece de interés.
—¿Dónde está?
—¿Acaso cambiaría algo si te lo dijera? ¿Me creerías entonces?
—Puede ser —respondió Harry—. Quién sabe.
Waaler suspiró.
—Calle Sognsveien, número treinta y dos. Vive en el sótano de la casa de su padrastro.
Harry se dio la vuelta haciendo señas a un taxi que se acercaba con el piloto verde encendido.
—Pero esta noche está ensayando con el coro Menna —advirtió Waaler—. A un paso. Ensayan en la casa parroquial de Gamle Aker.
—¿Gamle Aker?
—Ha abandonado la iglesia de Filadelfia y se ha convertido a la de Bethlehem.
El taxi libre frenó, el conductor dudó un instante, volvió a pisar el acelerador y desapareció en dirección al centro. Waaler sonrió.
—No es necesario haber perdido la fe para convertirse a otro credo, Harry.
Eran las ocho de la tarde del domingo cuando Bjarne Møller cerró el cajón del escritorio con un bostezo y extendió el brazo para apagar el flexo. Estaba cansado, pero satisfecho de sí mismo. Los medios de comunicación ya habían dejado de atosigarlos por el asesinato y por el caso de desaparición, así que había podido trabajar sin que lo molestaran todo el fin de semana. El abultado montón de papeles de cuando comenzaron las vacaciones se veía ahora reducido casi a la mitad. Ya se marchaba a casa, pensando en tomarse un Jameson flojito y en ver la reposición de
Beat for Beat.
Tenía el dedo en el interruptor de la luz y echó una última mirada al orden que reinaba en su mesa. Entonces se percató del sobre marrón acolchado. Tenía un vago recuerdo de haberlo recogido el viernes en la casilla de correo. Obviamente, se había quedado debajo del montón de papeles.
Dudó un instante. Aquello podía esperar a mañana. Palpó el sobre. Había algo dentro, algo que no era capaz de identificar. Abrió el sobre con un abrecartas y metió la mano dentro. No había ninguna carta. Puso el sobre boca abajo, pero nada. Lo agitó con fuerza y oyó que algo se soltaba del acolchado interior y caía en la mesa. De allí rebotó hasta el teléfono y se quedó sobre el cartapacio, justo encima de la lista de turnos de guardia.
De repente, volvió el dolor de estómago. Bjarne Møller se encogió y se quedó jadeando. Pasó un rato antes de que lograra incorporarse y marcar un número de teléfono. Y, de no haber estado tan fuera de sí, probablemente se habría dado cuenta de que era precisamente el número correspondiente al nombre de la lista de turnos al que apuntaba el objeto que le habían enviado.
Marit estaba enamorada.
Otra vez.
Miró hacia la escalinata del edificio de la congregación. La luz salía por el ojo de buey de la puerta, decorada con la estrella de Belén, e iluminaba la cara de Roy, el chico nuevo. Estaba hablando con una de las otras chicas del coro. Llevaba varios días pensando en qué hacer para que se fijase en ella, pero no se le ocurría una buena idea. Acercarse a él y hablarle sin más sería un mal comienzo. No le quedaba más remedio que esperar hasta que se presentase la ocasión. Durante el ensayo de la semana anterior, él habló de su pasado en voz alta y clara. Contó que antes pertenecía a la congregación de Filadelfia. ¡Y que antes de ser redimido había sido neonazi! Una de las otras chicas había oído decir que llevaba un gran tatuaje neonazi en alguna parte del cuerpo. Estaban totalmente de acuerdo en que era horrible, pero Marit se dio cuenta de que al pensarlo notaba un cosquilleo de excitación. En su fuero interno, ella sabía que aquélla era la razón por la que se había enamorado, por lo nuevo y lo desconocido, por esa ilusión agradable y pasajera, y sabía que, al final, terminaría con otro chico. Uno como Kristian. Kristian era el director del coro, sus padres pertenecían a la congregación y había empezado a predicar en las reuniones de los jóvenes. La gente como Roy solía terminar entre los renegados.