A las 21.56, Beate oyó que alguien abría la verja y unos pasos resonaron en el camino de gravilla.
Se levantó con el corazón latiéndole raudo y veloz, como un contador Geiger.
—Es él —dijo Olaug.
—¿Estás segura?
Olaug sonrió con tristeza.
—Llevo toda la vida, desde que era niño, escuchando sus pasos por ese camino de gravilla. Cuando ya tenía edad para salir por la noche, solía despertarme a la segunda pisada. Llegaba a la puerta en doce pasos. Cuéntalos.
Waaler apareció de repente en la puerta de la cocina.
—Alguien se acerca —anunció—. Quiero que os quedéis aquí. Pase lo que pase. ¿De acuerdo?
—Es él —dijo Beate señalando a Olaug con la cabeza.
Waaler asintió sin pronunciar palabra. Y se marchó.
Beate posó su mano en la de la anciana.
—Ya verás, todo irá bien —dijo.
—Comprenderéis que se ha cometido un error —dijo Olaug sin mirarla a los ojos.
Once, doce. Beate oyó que abrían la puerta del pasillo.
Y oyó a Waaler gritar:
—¡Policía! Tienes mi identificación en el suelo, a tus pies. Suelta esa pistola o disparo.
Beate notaba que la mano de Olaug se movía.
—¡Policía! ¡Suelta la pistola o tendré que disparar!
¿Por qué gritaba tan alto? No estarían a más de cinco, seis metros de distancia el uno del otro.
—¡Por última vez! —gritó Waaler.
Beate se levantó y sacó la pistola de la funda que llevaba en el cinturón.
—Beate… —comenzó Olaug con voz temblorosa.
Beate alzó la vista y se encontró con la mirada implorante de la anciana.
—¡Suelta el arma! ¡Estás apuntándole a un policía!
Beate recorrió los cuatro pasos que la separaban de la puerta, la abrió y salió al pasillo con el arma en alto. Tom Waaler estaba de espaldas, dos metros delante de ella. En el umbral había un hombre con traje gris. En una mano llevaba una maleta. Beate había tomado una decisión basada en lo que creía que vería. De ahí que su primera reacción fuese de desconcierto.
—¡Voy a disparar! —gritó Waaler.
Beate vio la boca abierta en la cara paralizada del hombre que se hallaba ante la puerta de entrada, y también cómo Waaler ya había adelantado el hombro para aguantar la fuerza de retroceso cuando apretase el gatillo.
—Tom…
Lo dijo en voz apenas audible, pero la espalda de Tom Waaler se puso rígida, como si le hubiera disparado por detrás.
—No lleva pistola, Tom.
Beate tenía la sensación de estar viendo una película. Una escena absurda donde alguien hubiese pulsado el botón de pausa y la imagen se hubiese congelado y ahora temblaba, como sacudiendo y tironeando del tiempo. Esperaba el sonido de la detonación, pero éste no se produjo. Por supuesto que no se produjo. Tom Waaler no estaba loco. No en el sentido clínico. No era incapaz de controlar sus impulsos. Probablemente fue eso lo que tanto la asustó en aquella ocasión. La frialdad y el comedimiento en el abuso.
—Ya que estás aquí —dijo al fin Waaler entre dientes—, supongo que podrás ponerle las esposas a nuestro detenido.
Era casi media noche cuando Bjarne Møller se presentaba por segunda vez ante la prensa a las puertas de la comisaría general. Sólo las estrellas más potentes brillaban a través de la bruma que cubría Oslo, pero tuvo que protegerse los ojos de todos los
flashes
y las luces de las cámaras. Le arrojaron preguntas cortas y afiladas.
—Uno a uno —dijo Møller señalando una de las manos levantadas—. Y hagan el favor de presentarse.
—Roger Gjendem, del
Aftenposten.
¿Ha confesado Sven Sivertsen?
—Tom Waaler, el responsable de la investigación, está interrogando al sospechoso en estos momentos. Hasta que no haya terminado, no puedo responder a esa pregunta.
—¿Es correcto que encontrasteis armas y diamantes en la maleta de Sivertsen? ¿Y que los diamantes son idénticos a los que habéis encontrado en las víctimas?
—Lo puedo confirmar. Allí…, adelante, pregunte.
Una voz de mujer joven:
—Dijiste antes que Sven Sivertsen vive en Praga y he logrado obtener su dirección. Es una pensión, pero allí aseguran que se mudó hace más de un año y nadie parece conocer dónde tiene su domicilio. ¿Lo sabéis vosotros?
Los demás periodistas empezaron a anotar antes de que Møller respondiera.
—Todavía no.
—Conseguí establecer buen contacto con algunas de las personas con quien hablé —aseguró la voz de mujer con orgullo mal disimulado—. Al parecer, Sven Sivertsen tiene allí una novia joven. No supieron decirme el nombre, pero alguien insinuó que se trataba de una prostituta. ¿Tiene la policía conocimiento de ello?
—No, hasta ahora no —admitió Møller—. Pero te agradecemos la ayuda.
—Nosotros también —gritó una de las voces de los presentes seguida de una risa de hiena colectiva. La mujer sonrió desconcertada.
Dialecto de Østfold:
Dagbladet.
—¿Cómo lo lleva su madre?
Møller estableció contacto visual con el periodista y se mordió el labio inferior para no mostrar su cabreo.
—No tengo opinión al respecto. Adelante.
—El
Dagsavisen
se pregunta cómo es posible que Marius Veland haya permanecido cuatro semanas en el desván de un edificio de apartamentos durante el verano más caluroso de la historia sin que nadie lo haya descubierto hasta ahora.
—Con cierta reserva respecto de la duración exacta, parece que el asesino empleó una de esas bolsas de plástico que se utilizan para guardar trajes o abrigos, y que luego la selló con caucho para que quedara hermética antes de… —Møller buscaba la palabra exacta—…colgarlo en el armario del desván.
Un rumor cundió por entre los periodistas y Møller se preguntó si no se habría excedido describiendo los detalles.
Roger Gjendem estaba preguntando algo.
Møller vio que el periodista movía la boca mientras él escuchaba la melodía que le resonaba en la cabeza.
I just called to say I love you.
Aquella chica la había cantado tan bien en el
Beat for Beat…
Era la hermana, la que representaría el papel principal en el musical. ¿Cómo se llamaba?
—Perdón —se excusó Møller—. ¿Podrías repetir la pregunta?
Harry y Beate estaban sentados en un borde de cemento, a cierta distancia de los de la prensa, observando la escena mientras fumaban. Beate le había explicado que sólo fumaba en ocasiones festivas. Harry la invitó a fumar del paquete que acababa de comprar. No sentía necesidad de celebrar nada. Sólo de dormir.
Vieron a Tom Waaler salir por la puerta principal, sonriendo hacia la lluvia
de flashes.
Las sombras bailaban la danza de los vencedores en la pared de la comisaría general.
—Ahora se hará famoso —observó Beate—. El hombre que estaba al frente de la investigación y que detuvo personalmente al mensajero asesino.
—¿Con dos pistolas y más cosas? —sonrió Harry.
—Sí, fue como en el salvaje oeste. Y ¿me puedes explicar por qué se le pide a un tío que deje un arma que no tiene?
—Waaler se referiría seguramente al arma que Sivertsen llevaba encima. Yo habría hecho lo mismo.
—Vale, pero ¿sabes dónde encontramos esa pistola? En la maleta.
—Pero Waaler no podía estar seguro de que Sivertsen no fuese el hombre más rápido del mundo sacando una pistola de una maleta.
Beate se rió.
—Vienes a tomar una cerveza después, ¿no?
Él la miró y la sonrisa se le congeló en la cara mientras se ruborizaba hasta el cuello.
—No era mi intención…
—No pasa nada. Celébralo tú por los dos, Beate. Yo ya he hecho lo mío.
—¿No puedes venir con nosotros de todas formas?
—No lo creo. Éste era mi último caso.
Harry chasqueó los dedos y la colilla salió volando como una luciérnaga en la oscuridad.
—La semana que viene ya no seré policía. Supongo que debería tener la sensación de que es algo que celebrar, pero no es el caso.
—¿Qué vas a hacer?
—Algo diferente. —Harry se levantó—. Algo totalmente diferente.
Waaler alcanzó a Harry en el aparcamiento.
—¿Te largas tan rápidamente, Harry?
—Cansado. ¿Cómo te sabe la fama hasta ahora?
Los dientes de Waaler relucían blancos en la oscuridad.
—Sólo han sido un par de fotos en el periódico. Tú ya has pasado por eso, así que sabrás cómo es.
—Si te refieres a aquella vez en Sidney, entonces se refirieron a mí como a un vaquero o algo así, porque disparé a mi hombre. Tú has logrado atrapar al tuyo con vida. Eres el tipo de héroe policial que quiere la socialdemocracia.
—¿Noto cierto sarcasmo?
—En absoluto.
—De acuerdo. A mí me da lo mismo a quién conviertan en héroe. Si se puede contribuir a mejorar la reputación del cuerpo, por mí pueden hacer falsos héroes de tipos como yo. Nosotros, los de dentro, sabemos quién ha sido el héroe esta vez.
Harry sacó las llaves del coche y se detuvo delante de su Ford Escort blanco.
—Lo que quería decir, Harry, en nombre de todos los que han participado, es que tú eres quien ha resuelto el caso, ni yo, ni nadie más.
—Sólo hice mi trabajo.
—Sí, tu trabajo. De eso también quería hablarte. ¿Nos sentamos en el coche un momento?
Había un olor dulce a gasolina en el interior. Un agujero de óxido en algún sitio, pensó Harry. Waaler declinó la oferta de un cigarrillo.
—Tu primera misión está decidida —dijo Waaler—. No es fácil ni está exenta de peligro. Pero si la resuelves bien, podrás ser socio al cien por cien.
—¿De qué se trata? —preguntó Harry exhalando el humo contra el retrovisor.
Waaler palpaba con los dedos uno de los cables que salían del agujero del salpicadero donde una vez hubo una radio.
—¿Qué pinta tenía Marius Veland? —preguntó.
—Cuatro semanas en una bolsa de plástico. ¿Tú qué crees?
—Tenía veinticuatro años, Harry. Veinticuatro años. ¿Recuerdas lo que esperabas cuando tenías veinticuatro años? ¿Lo que esperabas de la vida?
Harry se acordaba.
Waaler le sonrió con una mueca.
—El verano que cumplí veintidós, salí de viaje de Interrail con Geir y Solo. Llegamos a la costa italiana, pero los hoteles eran tan caros que no nos podíamos permitir alojarnos en uno, a pesar de que Solo se llevó todo lo que había en la caja del quiosco de su padre el mismo día que nos marchamos. Así que levantamos una tienda de campaña en la playa por la noche y durante el día sólo dábamos vueltas mirando a las tías, los coches y los barcos. Lo extraño era que nos sentíamos superricos. Porque teníamos veintidós años. Y creíamos que todo era para nosotros, que eran regalos que nos estaban esperando bajo el árbol de Navidad. Camilla Loen, Barbara Svendson, Lisbeth Barli, todas eran jóvenes. Quién sabe si no habían tenido tiempo de desilusionarse, Harry. Quién sabe si no estarían esperando a que llegasen los regalos de Nochebuena.
Waaler pasó la mano por el salpicadero.
—Acabo de tomarle declaración a Sven Sivertsen, Harry. Puedes leerla más tarde, pero ya te puedo adelantar lo que sucederá, Es un cabrón frío e inteligente. Fingirá que está loco, intentará engañar al jurado y sembrar entre los psicólogos la duda suficiente como para que no se atrevan a mandarlo a la cárcel. Acabará en una unidad psiquiátrica, donde experimentará una mejoría tan espectacular que le darán el alta dentro de unos años. Así son las cosas ahora, Harry. Eso es lo que hacemos con esa basura humana que nos rodea. No la recogemos, no la tiramos, sino que la vamos cambiando de sitio. Y no entendemos que, cuando la casa se ha convertido en un nido de ratas infecto y apestoso, ya es demasiado tarde. No tienes más que fijarte en otros países donde se ha instaurado el crimen. Por desgracia, vivimos en un país tan rico que los políticos compiten por ser los más generosos. Nos hemos vuelto tan blandos y bondadosos que ya nadie se atreve a asumir la responsabilidad de lo que es desagradable. ¿Comprendes?
—Hasta ahora, sí.
—Ahí es donde entramos nosotros, Harry. Asumimos responsabilidades. Considéralo un trabajo de limpieza que la sociedad no se atreve a abordar.
Harry daba tales caladas que hacía crujir el papel del cigarrillo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó aspirando el humo.
—Sven Sivertsen —respondió Waaler mirando por la ventana—. Basura humana. Tú vas a recogerla.
Harry se encogió en el asiento del conductor y expulsó el humo tosiendo.
—¿Es eso lo que hacéis? ¿Y qué hay de lo otro? ¿El contrabando?
—Cualquier otra actividad se lleva a cabo para financiar ésta.
—¿Tu catedral?
Waaler hizo un movimiento lento de asentimiento con la cabeza. Se inclinó hacia Harry, que notó que le metía algo en el bolsillo de la chaqueta.
—Una ampolla —explicó Waaler—. Se llama
Joseph's Blessing.
Desarrollada por el KGB durante la guerra de Afganistán para su uso en atentados, pero se la conoce más como el método de suicidio de los soldados chechenos capturados. Paraliza la respiración pero, a diferencia del ácido prúsico, es insípido e inodoro. La ampolla cabe bien en el ano o debajo de la lengua. Si bebe el contenido disuelto en un vaso de agua, morirá en cuestión de segundos. ¿Has entendido la misión?
Harry se irguió en el asiento. Ya no tosía, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Debe parecer un suicidio?
—Unos testigos del calabozo confirmarán que, por desgracia, no controlaron el ano del detenido cuando ingresó. Eso ya está organizado, no pienses en ello.
Harry aspiró profundamente. Lo mareaba el vaho de la gasolina. El lamento de una sirena ascendía y descendía en la distancia.
—Tenías pensado pegarle un tiro, ¿verdad?
Waaler no contestó. Harry vio un coche de la policía acercarse a la entrada de los calabozos.
—Nunca tuviste intención de detenerlo. Tenías dos pistolas porque habías planeado plantarle la segunda en la mano después de pegarle un tiro, para que pareciera que te había amenazado con ella. Dejaste a Beate y a la madre de Sivertsen en la cocina y gritaste para que ellas pudieran testificar después que habían oído cómo actuaste en defensa propia. Pero Beate salió al pasillo antes de tiempo y tu plan se fue al garete.
Waaler lanzó un hondo suspiro.