El hombre le ordenó que escribiera en el sobre los nombres y la dirección de sus padres. Marius apoyó el bolígrafo en el papel. Los nombres. Aquellos nombres que tan bien conocía. Y la dirección de Bofjord. Después miró fijamente lo escrito. Le había salido una letra torcida y como temblorosa.
El hombre empezó a dictarle la carta. La mano de Marius se movía apática sobre la hoja.
«¡Hola! ¡Se me ha ocurrido de repente! Me voy a Marruecos con Georg, un chico marroquí al que conocí no hace mucho. Nos quedaremos en casa de sus padres, en un pequeño pueblo de montaña llamado Hassane. Estaré fuera cuatro semanas. Parece que allí la cobertura telefónica no es muy buena, pero intentaré escribir, aunque, según Georg, el servicio de Correos no es de los mejores. Os llamaré en cuanto vuelva. Saludos…»
—Marius —dijo Marius.
—Marius.
Hecho esto, el hombre le dijo a Marius que metiera la carta en el sobre y que lo guardara en la mochila que él tenía en la mano.
—En el otro folio, escribe «Vuelvo dentro de cuatro semanas». Firma con la fecha de hoy y escribe tu nombre. Vale, gracias.
Marius estaba sentado mirando su regazo con el hombre justo a su espalda. La brisa movía la cortina. Fuera trinaban histéricos los pájaros. El hombre se inclinó y cerró la ventana. Ahora sólo se oía el suave zumbido de la minicadena de la estantería.
—¿Qué canción es? —preguntó el hombre.
—
Like a blister in the sun
—respondió Marius. Lo había puesto en
Repeat.
Le gustaba. Le habría hecho una buena reseña. Una reseña «calurosa e incluyente».
—La he oído antes —aseguró el hombre, que encontró el botón del volumen y lo subió—. Pero no recuerdo dónde.
Marius levantó la cabeza y observó por la ventana el verano acallado tras los cristales, el abedul, que parecía decir adiós, el césped verde. En el reflejo, vio que el hombre, a su espalda, levantaba la pistola y le apuntaba a la nuca.
Let me go wild!,
ladraban los pequeños altavoces.
El hombre bajó el arma.
—Perdona. Se me había olvidado soltar el seguro. Ya está.
Like a blister in the sun!
Marius cerró los ojos. Shirley. Pensó en ella. ¿Dónde estaría ahora?
—Ahora caigo —dijo el hombre—. Fue en Praga. Se llaman Violent Femmes, ¿no es verdad? Mi novia me llevó a un concierto. No tocan muy bien, ¿no?
Marius abrió la boca para contestar, pero, simultáneamente, se oyó una tos seca procedente de la pistola y nadie supo jamás su opinión.
Otto seguía mirando la pantalla. Detrás de él estaba Falkeid hablando con Bravo dos en el lenguaje de los malos. El capullo de Harry había cogido el móvil que resonaba estridente. No dijo gran cosa. Seguramente, sería una tía fea que quería que la follase, pensó Otto aguzando el oído.
Waaler no decía nada, simplemente se mordía el nudillo mientras observaba inexpresivo cómo se llevaban a Odd Einar Lillebostad. Sin esposas. Sin indicio razonable de sospecha. Sin una mierda.
Otto seguía sin apartar la vista de la pantalla, con la sensación de hallarse junto a un reactor nuclear. El exterior no revelaba nada, el interior estaba rebosante de cosas con las que uno no querría vérselas por nada del mundo. Los ojos clavados en la pantalla.
Falkeid dijo «cambio y cierro» y dejó el chisme de hablar. El capullo de Harry seguía alimentando el suyo con monosílabos.
—No vendrá —dijo Waaler sin dejar de observar las imágenes de pasillos y entradas vacíos.
—¡Qué pronto lo has dicho! —protestó Falkeid.
Waaler negó despacio con la cabeza.
—Sabe que estamos aquí. Lo noto. Está en algún lugar, riéndose de nosotros.
En un árbol de un jardín, pensó Otto.
Waaler se levantó.
—Chicos, vamos a recoger. La teoría del pentagrama no ha funcionado. Mañana empezaremos otra vez desde el principio.
—La teoría es válida.
Los otros tres se volvieron hacia el capullo de Harry, que ya se guardaba el móvil en el bolsillo.
—Se llama Sven Sivertsen —afirmó—. Ciudadano noruego con domicilio en Praga, nacido en Oslo en 1946, pero, según nuestra colega Beate Lønn, aparenta ser mucho más joven. Pesan sobre él dos condenas por contrabando. Le ha regalado a su madre un diamante idéntico a los que hemos encontrado junto a las víctimas. Y la madre dice que la ha visitado en Oslo en las fechas en cuestión. En Villa Valle.
Otto vio que Waaler se había quedado pálido y muy tenso.
—Su madre —susurró Waaler—. ¿En la casa que señalaba el último pico de la estrella?
—Sí —confirmó el capullo de Harry—. La mujer está en casa, esperando la llegada de su hijo. Esta noche. Ya va un coche con refuerzos camino de la calle Schweigaardsgate. Yo tengo el mío aquí cerca.
Se levantó de la silla. Waaler se frotó el mentón.
—Hemos de reagruparnos —dijo Falkeid cogiendo el
walkie-talkie.
—¡Espera! —gritó Waaler—. Nadie hará nada hasta que yo lo diga.
Los demás lo miraron expectantes. Waaler cerró los ojos. Transcurrieron dos segundos. Los abrió de nuevo.
—Detén ese coche que está en camino, Harry. No quiero un solo coche de policía a menos de un kilómetro a la redonda de esa casa. Si advierte el menor peligro, habremos perdido. Sé un par de cosas sobre los contrabandistas de los países del Este. Siempre, siempre procuran asegurase la retirada. Ésa es una. La otra es que, si logran desaparecer, nunca vuelves a dar con ellos. Falkeid, tú y tus hombres os quedáis aquí y continuáis el trabajo hasta que se os ordene lo contrario.
—Pero tú mismo has dicho que no…
—Haz lo que te digo. Puede que ésta sea nuestra única oportunidad y, ya que es mi cabeza la que está en juego, me gustaría encargarme personalmente. Harry, tú asumes el mando aquí. ¿Vale?
Otto vio que el capullo de Harry dirigía la vista a Waaler, pero con una mirada ausente.
—¿Vale? —repitió Waaler.
—De acuerdo —dijo el capullo.
Olaug Sivertsen miraba a Beate con los ojos desorbitados y expresión aterrada mientras la policía comprobaba que todas las balas estaban en su sitio.
—¿Mi Sven? ¡Pero Dios mío, tenéis que comprender que estáis equivocados! Sven es incapaz de hacer daño a nadie.
Beate metió el cargador del revólver en su lugar y se acercó a la ventana de la cocina que daba al aparcamiento de la calle Schweigaardsgate.
—Esperemos que así sea. Pero, para averiguarlo, antes tenemos que detenerlo.
El corazón de Beate latía algo más rápido, pero no demasiado. El cansancio había desparecido cediendo a una ligereza y falta de ánimo, casi como si estuviera bajo la influencia de algún estupefaciente. Era el viejo revólver de su padre. Le había oído decir a un colega que nunca había que fiarse de una pistola.
—¿Así que no dijo nada sobre la hora a la que llegaría?
Olaug negó con la cabeza.
—Dijo que tenía algunos asuntos que atender.
—¿Tiene llave de la puerta principal?
—No.
—Bien. Entonces…
—No suelo cerrar cuando sé que va a venir.
—¿La puerta no está cerrada?
Beate notó que la sangre se le agolpaba en la cabeza y oyó su voz chillona. No sabía con quién estaba más enfadada. Si con aquella señora mayor que había recibido protección policial, pero que, al mismo tiempo, dejaba la puerta principal abierta para que pudiera entrar su hijo, o consigo misma, por no haber comprobado algo tan elemental.
Respiró profundamente para templar el tono de su voz.
—Quiero que te quedes aquí sentada, Olaug. Yo iré al pasillo para…
—¡Hola!
La voz resonó a espaldas de Beate, cuyo corazón latía rápidamente, ahora demasiado rápido. Se giró rauda con el brazo derecho extendido y el fino dedo índice doblado en torno al duro gatillo. Una figura llenaba el vano de la puerta. Ni siquiera lo oyó entrar. Buena, muy buena y tonta, muy tonta.
—¡Guau! —dijo la voz riéndose.
Beate centró la vista en la cara. Vaciló otra fracción de segundo antes de aflojar la presión contra el gatillo.
—¿Quién es? —preguntó Olaug.
—La caballería, señora Sivertsen —explicó la voz—. El comisario Tom Waaler.
Tras presentarse, le tendió la mano y, mirando a Beate de reojo, dijo:
—Me he tomado la libertad de cerrar la puerta principal, señora Sivertsen.
—¿Dónde está el resto? —preguntó Beate.
—No hay resto. Sólo estamos…
Beate sintió un escalofrío al ver la sonrisa de Tom Waaler.
—… nosotros dos, querida.
Eran las ocho pasadas.
Las noticias de la tele informaban de que un frente frío se aproximaba a Inglaterra y de que pronto se acabaría la ola de calor.
En uno de los pasillos del edificio Postgiro, Roger Gjendem le comentó a un colega que, últimamente, la policía se mostraba muy misteriosa y que se apostaba cualquier cosa a que se estaba cociendo algo. Había oído el rumor de que habían movilizado al POT, cuyo jefe, Sivert Falkeid, llevaba dos días sin atender el teléfono. Tanto el colega como la redacción opinaban que se hacía ilusiones. De modo que sacaron en primera página la noticia del frente frío.
Bjarne Møller estaba en el sofá viendo el programa
Beat for Beat.
Le gustaba Ivar Dyrhaug. Le gustaban las canciones. Y no le importaba que en el trabajo opinasen que era un programa familiar un tanto conservador y más bien para señoras mayores. A él le gustaba lo familiar. Y con frecuencia pensaba que en Noruega debía de haber muchos cantantes con talento que nunca salían a la luz. Pero Møller no lograba concentrarse aquella noche en los fragmentos de texto y en la puntuación, sólo miraba con apatía mientras su mente vagaba hacia el informe telefónico que Harry acababa de darle sobre el estado de la investigación.
Miró el reloj y el teléfono por quinta vez en media hora. Habían acordado que Harry llamaría en cuanto supieran algo más. Y el jefe de la Policía Judicial le había pedido a Møller que lo informase una vez terminado el operativo. Møller se preguntaba si el jefe de la Policía Judicial tendría televisor en su cabaña y si estaría, como él, sentado ante la pantalla viendo la segunda y la tercera palabra en el panel
—just
y
called
—, con la solución en la punta de la lengua y la mente en otro lugar.
Otto dio una calada. Cerró los ojos y vio las ventanas inundadas de luz, oyó el crujir de las hojas secas al viento y sintió la decepción que lo embargaba cuando, en el interior de la casa, corrían las cortinas. La otra lata estaba tirada en el arcén. Nils se había ido a casa.
A Otto se le había terminado el tabaco, pero el capullo del policía que se llamaba Harry le había dado un cigarrillo. Harry sacó el paquete de
Camel Light
del bolsillo media hora después de que Waaler se hubiera pirado. Una buena elección, salvo por lo de
light.
Falkeid los miró con desaprobación cuando empezaron a fumar, pero no dijo una palabra. Harry fumaba despacio mientras escrutaba atento las imágenes, estudiándolas una a una. Como si aún pudiera haber algo que no hubiesen detectado.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry señalando una de las imágenes a la izquierda de la pantalla.
—¿Esto?
—No, más arriba. En el cuarto piso.
Otto miró fijamente la imagen de otro pasillo vacío y paredes de color amarillo pálido.
—No veo nada de particular —admitió Otto.
—Encima de la tercera puerta a mano derecha. En el yeso.
Otto se fijó en el detalle. Había unas marcas blancas. Primero pensó que se podía deber a un intento fallido de montar una de las cámaras, pero no recordaba que hubieran hecho un agujero allí.
Falkeid se inclinó.
—¿Qué es?
—No sé —dijo Harry—. ¿Cómo funciona esto, Otto? ¿Se puede ampliar justo…?
Otto arrastró la flecha hasta la imagen y enmarcó en un pequeño triángulo una porción de pared justo encima de la puerta. Apretó dos teclas. De repente, el detalle cubría toda la pantalla de 21 pulgadas.
—Santo cielo —musitó Harry.
—Sí, no es cualquier cosa —convino Otto con orgullo dándole unas palmaditas cariñosas a la consola. Estaba a punto de sentir cierta simpatía por el tal Harry.
—La estrella del diablo —susurró Harry.
—¿Qué?
Pero el policía ya se había vuelto hacia Falkeid.
—Diles a Delta uno, o como coño se llamen, que se preparen para entrar en el 406. Espera hasta que me veáis en la pantalla.
El policía se había levantado y había sacado una pistola que Otto reconoció de las noches que pasó buscando en Internet tras teclear la palabra
handguns.
Una Glock 21. No entendía el qué, pero era obvio que algo estaba pasando, algo que podía significar que, después de todo, tendría su primicia.
El agente ya había salido por la puerta.
—Alfa a Delta uno —dijo Falkeid soltando el botón del
walkie-talkie.
Y se oyó un ruido. Un ruido de estrellas maravilloso y chisporroteante.
Harry entró y se detuvo delante del ascensor. Dudó un instante. Cogió el picaporte de la puerta y la abrió. Se le detuvo el corazón al ver la verja negra. La cancela corredera.
Soltó la puerta como si se hubiera quemado y dejó que se cerrase sola. De todos modos, ya era demasiado tarde, habían llegado al patético
sprint
final hacia el andén, como cuando sabemos que el tren ya ha salido, como si quisiéramos atisbarlo en una visión fugaz antes de que desaparezca.
Harry subió por las escaleras. Intentaba hacerlo con tranquilidad. ¿Cuándo estuvo allí el hombre? ¿Dos días atrás? ¿La semana anterior?
No aguantaba más. Cuando empezó a correr, las suelas de los zapatos resonaron como papel de lija en los peldaños. Le gustaría atisbar esa visión fugaz.
Aún no había acabado de girar a la izquierda por el pasillo del cuarto piso cuando vio salir por la puerta del fondo a tres hombres vestidos de negro.
Harry se detuvo bajo la estrella tallada que resplandecía blanca sobre la pared amarilla.
Debajo del número de apartamento —406—, se leía un nombre. «VELAND». Y debajo del nombre, había una hoja de papel pegada con dos trozos de cinta adhesiva.
«ESTOY DE VIAJE. MARIUS.»
Hizo un gesto a Delta uno para indicarles que podían empezar.
Seis segundos más tarde, ya habían abierto la puerta.