Por alguna razón, Sivertsen llevaba el uniforme rojo de trabajo de la cárcel.
—Buenas noches, Sivertsen. Soy el comisario Hole. Levántate y date la vuelta, por favor.
Sivertsen enarcó una ceja. Harry balanceó las esposas con gesto elocuente, antes de explicar:
—Son las normas.
Sivertsen se levantó sin mediar palabra y Harry le puso las esposas antes de pedirle que volviera a sentarse en el catre.
En la celda no había sillas, ni un objeto que pudiera utilizarse para autolesionarse o lesionar a otros. Allí dentro, el estado de derecho tenía monopolio para castigar. Harry se apoyó en la pared y sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos arrugado.
—Dispararás el detector de humos —advirtió Sivertsen—. Son muy sensibles.
Tenía una voz de una claridad asombrosa.
—Es verdad, tú ya has estado en la cárcel.
Harry encendió el cigarrillo, se puso de puntillas, quitó la tapa del detector y sacó la pila.
—¿Y qué dicen las normas de eso? —preguntó Sivertsen irónicamente.
—No me acuerdo. ¿Un cigarrillo?
—¿Qué es esto? ¿El truco del poli bueno?
—No —Harry sonrió—. Sabemos tanto sobre ti que no necesitamos interpretar un papel, Sivertsen. No necesitamos esclarecer los detalles, no necesitamos el cuerpo de Lisbeth Barli, no necesitamos una confesión. Sencillamente, no necesitamos tu ayuda, Sivertsen.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
—Curiosidad. Practicamos la pesca de profundidad y quería ver qué clase de bicho había mordido el anzuelo esta vez.
Sivertsen soltó una breve risita.
—Esa metáfora es un dechado de imaginación, pero te vas a desilusionar, comisario Hole. Puede que dé la sensación de ser algo grande, pero me temo que no se trata más que de una bota de goma.
—Habla un poco más bajo, por favor.
—¿Te preocupa que nos oiga alguien?
—Tú haz lo que yo te diga. Se te ve muy tranquilo para ser un hombre al que acaban de detener por cuatro asesinatos.
—Soy inocente.
—Ya. Déjame que te ofrezca un resumen sucinto de la situación, Sivertsen. Hemos encontrado en tu maleta un diamante rojo de los que no se compran precisamente por docenas, pero que también hallamos en todas las víctimas. Además de una eská zbrojovka, un arma relativamente poco común en Noruega, aunque de la misma marca que la utilizada en el asesinato de Barbara Svendsen. Según tu declaración, estabas en Praga en las fechas en que se cometieron los asesinatos, pero lo hemos comprobado con las compañías aéreas y resulta que estuviste de visita en Oslo en todas las ocasiones, incluido el día de ayer. ¿Qué tal tus coartadas para alrededor de las cinco de la tarde, en esas fechas, Sivertsen?
Sven Sivertsen no contestó.
—Ya me parecía a mí. Así que no me vengas con lo de
soy inocente.
—Me da igual lo que pienses, Hole. ¿Algo más?
Harry se puso en cuclillas, todavía con la espalda contra la pared.
—Sí. ¿Conoces a Tom Waaler?
—¿Quién?
Contestó rápidamente. Demasiado rápidamente. Harry se tomó su tiempo, expulsó el humo hacia el techo. A juzgar por la expresión de su cara, Sven Sivertsen se estaba aburriendo muchísimo. Harry había conocido a asesinos con un caparazón duro, pero con una psique tan blanda como gelatina trémula por dentro. Sin embargo, también existía la variante congelada, que era caparazón hasta el núcleo. Se preguntaba cuán duro sería el que tenía delante.
—No tienes por qué fingir que no te acuerdas de la persona que te detuvo y te tomó declaración, Sivertsen. Lo que me pregunto es si lo conocías de antes.
Harry percibió una levísima vacilación en su mirada.
—Tienes una condena anterior por contrabando. Tanto el arma que hallamos en tu maleta como las demás pistolas tienen unas marcas especiales que proceden de la máquina que se utiliza para limar los números de serie. En los últimos años hemos encontrado las mismas marcas en un número siempre creciente de armas sin registrar. Creemos que, detrás de este tráfico de armas, existe una banda organizada.
—Interesante.
—¿Has estado traficando con armas para Waaler, Sivertsen?
—Anda, ¿la policía también se dedica a eso?
Sven Sivertsen ni siquiera parpadeó. Pero una gota diminuta de sudor estaba a punto de caer desde la densa raíz del pelo.
—¿Tienes calor, Sivertsen?
—Un poco.
—Ya.
Harry se levantó, se dirigió al lavabo y, de espaldas a Sivertsen, cogió un vaso de plástico blanco del dispensador y abrió el grifo del agua, que salió a borbotones.
—¿Sabes qué, Sivertsen? No se me ocurrió hasta que un colega me contó cómo te había detenido Waaler. Entonces recordé su reacción cuando le conté que Beate Lønn había averiguado tu identidad. Por lo general, Waaler es frío como un témpano, pero entonces se quedó pálido y, durante unos minutos, casi paralizado. Entonces pensé que era porque se había dado cuenta de que teníamos un problema, que corríamos el riesgo de que se produjera otro asesinato. Pero cuando Lønn me dijo que Waaler tenía dos pistolas y que te gritó que no le apuntaras, empecé a atar cabos. No fue el miedo a un nuevo asesinato lo que le hizo temblar, sino haberme oído mencionar tu nombre. Él te conocía. Ya que tú eres uno de sus correos. Y, naturalmente, Waaler comprendía que si te acusaban de asesinato, todo saldría a la luz. Todo lo relacionado con las armas que utilizaste, la razón de tus frecuentes viajes a Oslo, todas las conexiones que utilizaste. Incluso un juez contemplaría la posibilidad de una pena más leve si mostrabas tu disposición a colaborar. Por eso planeó pegarte un tiro.
—Pegarme un ti…
Harry llenó el vaso de agua, se dio la vuelta y se fue hasta Sven Sivertsen. Le puso el vaso delante y abrió la cerradura de las esposas. Sivertsen se frotó las muñecas.
—Bebe —dijo Harry—. Y te puedes fumar un pitillo antes de que te las vuelva a poner.
Sven vaciló. Harry miró el reloj. Aún le quedaba media hora.
—Venga, Sivertsen.
Sven cogió el vaso, echó la cabeza hacia atrás y lo apuró sin dejar de mirar a Harry.
Harry se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió antes de pasárselo a Sivertsen.
—No me crees, ¿verdad? —preguntó Harry—. Al contrario, crees que Waaler será quien te saque de esta… ¿cómo llamarla…? lamentable situación, ¿verdad? Que él va a correr algún riesgo por ti, en compensación por el fiel y prolongado servicio prestado a su cartera. En el peor de los casos, que con todo lo que sabes sobre él puedes obligarlo a que te ayude.
Harry negó despacio con la cabeza, antes de continuar.
—Creí que eras más listo, Sivertsen. Los acertijos que preparaste, la puesta en escena, esa forma tuya de ir un paso por delante todo el tiempo. Todo me llevó a imaginar a un tío que sabía exactamente lo que íbamos a pensar y lo que íbamos a hacer. Y ni siquiera eres capaz de entender cómo opera un tiburón como Tom Waaler.
—Tienes razón —dijo Sivertsen echando el humo hacia el techo con los ojos entornados—. No te creo.
Sivertsen sacudió el cigarrillo. La ceniza cayó fuera del vaso vacío que sostenía debajo.
Harry se preguntaba si no estaría presenciando un derrumbe. Pero los había presenciado antes y se había equivocado.
—¿Sabías que han anunciado un descenso de las temperaturas? —preguntó Harry.
—No sigo las noticias noruegas —respondió Sivertsen con una sonrisa burlona, como si se viera vencedor.
—Lluvia —dijo Harry—. ¿Qué tal sabía el agua?
—Sabía a agua.
—O sea que la bendición de José satisface las expectativas.
—¿La qué de José?
—Bendición.
Blessing.
Insípido e inodoro. Se diría que has oído hablar del producto. ¿Quizás incluso has sido tú quien se lo ha pasado de contrabando? ¿Chechenia, Praga, Oslo? —Harry sonrió—. Qué ironía del destino, ¿no?
—¿De qué estás hablando?
Harry le arrojó un objeto que describió un gran arco en el aire, Sivertsen lo cazó al vuelo y se quedó mirándolo. Parecía una larva. Era una cápsula blanca.
—Está vacía… —constató mirando inquisitivo a Harry.
—Que te aproveche.
—¿Qué?
—Saludos de nuestro jefe común, Tom Waaler.
Harry dejó escapar el humo por la nariz mientras observaba a Sivertsen. Advirtió la contracción involuntaria de la frente. La nuez que subía y bajaba nerviosa. Los dedos, que, de repente, se vieron en la necesidad de moverse y rascar el mentón.
—Como sospechoso de cuatro asesinatos, deberías estar en una cárcel de máxima seguridad, Sivertsen. ¿Has pensado en ello? Y resulta que te encuentras en un calabozo normal de arresto provisional, donde cualquiera que esté en posesión de una placa policial puede entrar y salir como quiera. Como investigador, podría sacarte de aquí, decirle al guardia que debo llevarte a interrogatorio, firmar tu salida con un garabato y después darte un billete de avión para Praga. O, como ha sido el caso, para el infierno. ¿Quién crees que ha manejado los hilos para que vinieses a parar aquí, Sivertsen? Por cierto, ¿qué tal te encuentras?
Sivertsen tragó saliva. Derrota. Derrumbe. Derrumbe total. —¿Por qué me cuentas esto? —preguntó en un susurro. Harry se encogió de hombros.
—Waaler restringe la información que ofrece a sus súbditos y, como comprenderás, yo soy curioso por naturaleza. ¿No te gustaría a ti también ver el cuadro completo, Sivertsen? ¿O eres de los que creen que conocerán toda la verdad al morir? Bueno. Mi problema es que, en mi caso, todavía falta mucho para eso… —Sivertsen se había puesto pálido.
—¿Otro cigarrillo? —preguntó Harry—. ¿O estás empezando a marearte?
Sivertsen abrió la boca como por consigna, sacudió la cabeza y, un segundo después, una bocanada de vómito amarillo se estrellaba contra el suelo. Se quedó jadeando.
Harry miró displicente algunas gotas que le habían salpicado en la pernera. Se acercó al lavabo, cogió un trozo de papel higiénico, limpió el pantalón, cogió otro trozo y se lo ofreció a Sivertsen, que se limpió la boca con él, hundió la cabeza y escondió la cara entre las manos. Con la voz quebrada por el llanto, se vino abajo y lo contó todo.
—Cuando entré en el pasillo… me quedé perplejo, pero comprendí que estaba actuando. Me guiñó el ojo y giró la cabeza de manera que yo entendiera que sus gritos iban dirigidos a otra persona. Pasaron unos segundo antes de que comprendiera lo que estaba sucediendo. Creí… creí que quería que pareciera que yo iba armado para poder explicar luego que me hubiese dejado escapar. Él tenía dos pistolas. Y yo pensé que una era para mí, para que estuviera armado si alguien nos veía. Así que me quedé esperando a que me diera la pistola. Entonces apareció esa mujer y lo estropeó todo.
Harry había vuelto a apoyar la espalda contra la pared.
—O sea que lo admites: sabías que la policía te estaba buscando en relación con los asesinatos del mensajero ciclista, ¿no?
Sivertsen negó vehemente con la cabeza.
—No, no, yo no soy un asesino. Creía que me perseguían por el tráfico de armas. Y por los diamantes. Sabía que Waaler estaba tras ello, por eso todo iba sobre ruedas. Y por eso, creía yo, estaba intentando que me escapase. Tengo que…
Volvió a arrojar una bocanada de vómito, aunque de color verdoso en esta ocasión.
Harry le dio más papel.
Sivertsen empezó a llorar.
—¿Cuánto tiempo me queda?
—Depende —dijo Harry.
—¿De qué?
Harry pisó la colilla contra el suelo, metió la mano en el bolsillo y jugó el as que tenía en la manga.
—¿Ves esto?
Entre los dedos pulgar e índice sujetaba una píldora de color blanco. Sivertsen asintió con la cabeza.
—Si lo consumes durante los primeros diez minutos después de haber tomado
Joseph's Blessing,
hay bastantes probabilidades de que sobrevivas. Me lo ha facilitado un amigo que se dedica al sector farmacéutico. Te preguntarás por qué. Bueno. Porque quiero hacer un trato contigo. Quiero que testifiques contra Tom Waaler. Que cuentes todo lo que sabes sobre su conexión con el tráfico de armas.
—Sí, sí, claro. Tú dame la píldora.
—Pero ¿puedo fiarme de ti, Sivertsen?
—Lo juro.
—Necesito una respuesta meditada, Sivertsen. ¿Cómo puedo estar seguro de que no cambiarás de bando otra vez en cuanto yo salga de aquí?
—¿Cómo?
Harry volvió a guardarse la píldora en el bolsillo.
—Los segundos pasan. ¿Por qué debo confiar en ti, Sivertsen? Convénceme.
—¿Ahora?
—La bendición de José paraliza la respiración. Muy doloroso, según aquéllos que han sido testigos del fin de algunos que la han tomado.
Sivertsen pestañeó nervioso un par de veces, antes de empezar a hablar.
—Puedes confiar en mí porque es lógico. Si no me muero esta noche, Tom Waaler comprenderá que he revelado su plan de matarme. Entonces no hay vuelta atrás y él tiene que acabar conmigo antes de que yo acabe con él. Sencillamente, no tengo elección.
—Bien, Sivertsen. Continúa.
—Aquí dentro no tengo escapatoria, estaré acabado mucho antes de que vengan a buscarme mañana por la mañana. Mi única oportunidad es desenmascarar a Waaler y que lo detengan lo antes posible. Y la única persona que puede ayudarme en ese sentido eres… tú.
—Enhorabuena, acierto total —dijo Harry y se levantó—. Las manos en la espalda, por favor.
—Pero…
—Haz lo que te digo, vamos a salir de aquí.
—Dame la píldora…
—La píldora se llama Flunipam y no cura mucho más que el insomnio.
Sven miró incrédulo a Harry.
—Eres un…
Harry estaba preparado para el ataque, se apartó a un lado y le propinó un golpe bajo y contundente.
Sivertsen emitió un sonido similar al que se produce al abrir la válvula de una pelota de playa y se encogió.
Harry lo sujetó con una mano y le puso las esposas con la otra.
—Yo no me preocuparía demasiado, Sivertsen. Anoche vacié el contenido de la ampolla de Waaler. Tendrás que hablar de un posible mal sabor del agua con la compañía de servicio de agua Oslo Vannverk.
—Pero yo…
Ambos miraron el vómito.
—Tienes un estómago sensible —dijo Harry—. No se lo contaré a nadie.
El respaldo de la sala de guardia giró despacio y dejó a la vista un ojo a medio cerrar. El ojo reaccionó al verlos y los pliegues de piel flácida retrocedieron sobre el globo ocular, que resultó ser enorme y que los miraba fijamente. Groth, apodado
Gråten,
levantó de la silla su descomunal cuerpo con una rapidez sorprendente.