—Mi madre creía que yo estaba en Copenhague, pero había ido a Berlín con la intención de buscarlo. Vivía en una casa enorme protegida por perros guardianes y situada en el barrio de las embajadas, junto al parque Tiergarten. Conseguí convencer al jardinero para que me acompañase hasta la puerta de entrada y llamé al timbre. Cuando abrió la puerta, fue como mirarme en el espejo. Nos quedamos así, mirándonos el uno al otro, no tuve ni que decir quién era. Al cabo de unos minutos, rompió a llorar y me abrazó. Me quedé en su casa cuatro semanas. Estaba casado y tenía tres hijos. No le pregunté en qué trabajaba y él tampoco me lo contó. Randi, su mujer, se recuperaba de una dolencia cardiaca muy grave en un lujoso sanatorio de los Alpes. Sonaba a novela rosa y en alguna ocasión pensé que eso era lo que lo había inspirado a enviarla allí. No cabía duda de que la amaba. O quizá sea más correcto decir que estaba enamorado de ella. Cuando hablaba de la posibilidad de que ella muriera, parecía un melodrama por entregas. Una tarde recibimos la visita de una amiga de su mujer. Mientras tomábamos el té, mi padre dijo que el destino había puesto a Randi en su camino, pero que se habían amado tanto y de forma tan desvergonzada, que el destino los había castigado haciendo que ella se marchitase alejada de él, pero conservando su belleza. Esa misma noche bajé a mirar en su licorera, porque no podía conciliar el sueño. Entonces vi a la amiga salir de puntillas del dormitorio.
Harry asintió con la cabeza. ¿Eran figuraciones suyas o había refrescado al caer la noche? Sivertsen se movía nervioso.
—Durante el día, tenía la casa para mí solo. Mi padre tenía dos hijas, una de catorce años y otra de dieciséis. Bodil y Alice. Ni que decir tiene que, para ellas, yo resultaba irresistiblemente emocionante. Un medio hermano mayor desconocido que había venido del gran mundo. Ambas estaban enamoradas de mí, pero yo me decidí por Bodil, la más joven. Un día llegó pronto del colegio y la llevé al dormitorio de mi padre. Después, ella quiso quitar las sabanas manchadas de sangre, pero yo la eché, le di la llave al jardinero y le dije que se la entregara a mi padre. Al día siguiente, en el desayuno, mi padre me preguntó si quería trabajar para él. Así fue como empecé a traficar con diamantes.
Sivertsen guardó silencio.
—El reloj sigue marcando las horas —le advirtió Harry.
—Operaba desde Oslo. Aparte de un par de meteduras de pata que resultaron en sendas condenas condicionales, lo hacía muy bien. Mi especialidad era pasar la aduana en los aeropuertos. Era la mar de fácil. Sólo había que vestir bien, como una persona respetable, aparentar calma y actuar sin miedo. Y yo no tenía miedo, a mí me la soplaba. Solía utilizar un alzacuello. Claro que es un truco bastante obvio que puede llamar la atención de los agentes de aduanas, pero lo importante es saber cómo caminan los sacerdotes, cómo llevan el pelo, el tipo de calzado que utilizan, cómo llevan las manos y cómo fruncen el entrecejo. Si aprendes esos detalles, casi nunca te paran. Porque, aunque un agente de aduanas sospeche de ti, las exigencias para darle el alto a un cura son altas. Si se ponen a rebuscar en la maleta de un sacerdote y no encuentran nada, y dejan pasar sin ningún inconveniente al hippy melenudo, tendrán dificultades, sin duda. Y el gremio de los agentes de aduanas es como todos, les importa que el público tenga una imagen positiva, aunque sea falsa, de que hacen un buen trabajo. Mi padre murió de cáncer en 1985. La dolencia cardiaca incurable de Randi siguió siendo incurable, pero no le impidió volver a casa y hacerse cargo del negocio. No sé si le habían contado que Bodil había perdido la virginidad conmigo. En cualquier caso, de repente, me vi en el paro. Según Randi, Noruega había dejado de ser un área en la que valiese la pena invertir y tampoco me ofreció otra cosa. Después de unos años en Oslo sin hacer nada, me mudé a Praga, que, tras la caída del telón de acero, se había convertido en un paraíso del contrabando. Hablaba bastante bien el alemán y no tardé en acomodarme. Y empecé a ganar mucho dinero fácil del que me deshacía con la misma facilidad. Hice amigos, pero no intimé con ninguno. Tampoco con mujeres. No lo necesitaba. ¿Sabes por qué, Hole? Me di cuenta de que había recibido un regalo de mi padre, la facultad de estar enamorado.
Sivertsen señaló con la cabeza el póster de Iggy Pop.
—No existe afrodisiaco más fuerte para las mujeres que un hombre enamorado. Mi especialidad eran las mujeres casadas, con ellas había menos problemas. En las temporadas de poca actividad, incluso podían ser una fuente de ingresos muy bienvenida, aunque efímera. Y así fueron pasando los años, sin que me afectase mucho. A lo largo de más de treinta años, mi sonrisa fue gratuita, la cama, un lugar de reunión público, y la polla, el testigo de una carrera de relevos.
Sivertsen apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.
—Puede que suene un tanto cínico pero, créeme, cada declaración de amor que salía de mi boca era tan auténtica y sincera como las que mi madrastra recibía de mi padre. Les daba todo lo que tenía. Hasta que les llegaba su hora y las echaba a la calle. Yo no podía permitirme pagar un sanatorio. Así terminaba siempre y así creí que seguiría siendo. Hasta que un día de otoño de hace dos años entré en el café del Gran Hotel Europa, en
Václavské
Námstí,
y allí estaba ella, Eva. Sí, así se llamaba, y no es verdad que no existan las paradojas, Hole. Lo primero que me vino a la mente fue que no era ninguna belleza, sólo se comportaba como si lo fuera. Pero las personas que están convencidas de que son bellas, se vuelven bellas. Se me dan bien las mujeres y me acerqué a ella. No me mandó a la mierda, sino que me trató con un distanciamiento que me volvió loco.
Sivertsen sonrió con amargura.
—Porque no existe afrodisiaco más fuerte para un hombre que una mujer que no está enamorada.
»Ella era veintiséis años más joven que yo, tenía más estilo del que yo tendré jamás y, lo más importante, no me necesitaba. Podía haber continuado trabajando en ese oficio que ella cree que desconozco. Azotar y hacer mamadas a ejecutivos alemanes.
—¿Y por qué no lo hizo? —dijo Harry soltando el humo hacia el techo.
—Estaba perdida. No tenía elección. Porque yo estaba enamorado. Lo bastante enamorado para compensar por los dos. Pero la quería para mí solo, y Eva es como la mayoría de las mujeres cuando no están enamoradas, aprecia la seguridad económica. Así que, para conseguir la exclusividad, tuve que reunir el dinero suficiente. El contrabando de diamantes de sangre de Sierra Leona era de bajo riesgo, pero no dejaba el margen necesario para volverme irresistiblemente rico. Los estupefacientes implicaban un alto riesgo. Por eso entré en contacto con el tráfico de armas. Y con el Príncipe. Nos vimos dos veces en Praga para acordar el procedimiento y las condiciones. La segunda vez quedamos en la terraza de un restaurante de la plaza Václav. Convencí a Eva para que hiciera de turista que estaba sacando fotos, y la mesa en la que estábamos el Príncipe y yo salía, casualmente, en la mayoría de ellas. Algunas personas que se han resistido a saldar sus deudas después de haberles prestado mis servicios han recibido copias de ese tipo de fotos en el correo, junto con un recordatorio de pago. Funciona. Pero el Príncipe es la puntualidad misma, nunca he tenido problemas con él. Y no me enteré de que era policía hasta más adelante.
Harry cerró la ventana y se sentó en el sofá cama.
—Esta primavera, un tipo se puso en contacto conmigo por teléfono —continuó Sivertsen—. Era noruego, con acento del este del país. Ignoro cómo había conseguido mi número. Daba la impresión de saberlo todo sobre mí. Era casi escalofriante. O bueno, era
totalmente
escalofriante.
»Sabía quién era mi madre. Y las condenas que me habían caído. Y sabía de los diamantes en forma de pentagrama que habían constituido mi especialidad durante muchos años. Pero lo peor era que estaba al corriente de que había empezado con el tráfico de armas. Quería ambas cosas. Un diamante y una eská con silenciador. Me ofreció una suma desorbitada. Le expliqué que lo del arma era imposible, que debía ir por otros canales, pero él insistió, la quería directamente, nada de intermediarios. Subió la oferta. Y Eva es, como ya he dicho, una mujer con exigencias y no podía permitirme perderla. Así que nos pusimos de acuerdo.
—¿Exactamente en qué os pusisteis de acuerdo?
—Él tenía instrucciones muy específicas en cuanto a la entrega. Debía tener lugar en el parque Frognerparken, al lado de la fuente, justo debajo del monolito. La primera entrega fue hace poco más de cinco semanas. Debía producirse a las cinco de la tarde, hora en la que abundan los turistas y la gente que acude al parque después del trabajo. Eso nos permitiría deambular por allí sin que nadie se fijara en nosotros, dijo. De todos modos, las probabilidades de que alguien me reconociera eran mínimas. Hace muchos años, en el bar que más frecuentaba en Praga, vi a un tío que solía darme palizas en el colegio. Me miró sin verme. Él y una tía con la que me acosté cuando ella estaba de viaje de novios en Praga son las únicas personas de Oslo que he visto desde que me fui de aquí, ¿comprendes?
Harry asintió con la cabeza.
—Como quiera que sea —dijo Sivertsen—. El cliente no quería que nos viéramos y a mí eso me parecía bien. Yo llevaría la mercancía en una bolsa de plástico marrón que debía dejar en el cubo de basura verde que hay justo delante de la fuente, y luego largarme en seguida. Era muy importante que fuera puntual. Había recibido en mi cuenta de Suiza un ingreso por el importe de la cantidad acordada. Dijo que dudaba de que yo le engañase, dado que me había localizado. Y tenía razón. ¿Me puedes dar un cigarrillo?
Harry se lo encendió.
—Al día siguiente de la primera entrega me llamó otra vez y me encargó una Glock 23 y otro diamante de sangre para la semana siguiente. En el mismo lugar, a la misma hora, según el mismo procedimiento. Era domingo, pero también había mucha gente.
—El mismo día y la misma hora que el primer asesinato, el de Marius Veland.
—¿Cómo?
—Nada. Continúa.
—Esto se repitió tres veces. Con intervalos de cinco días. Pero la última vez fue algo diferente. Me informó de dos entregas. Una el sábado y otra el domingo, es decir, ayer. El cliente me pidió que durmiera en casa de mi madre la noche del sábado, así sabría dónde contactar conmigo de producirse algún cambio de planes. A mí no me importaba, había pensado hacerlo de todos modos. Tenía ganas de ver a mi madre y, además, le traía buenas noticias.
—¿Que iba a ser abuela?
Sivertsen asintió con la cabeza.
—Y que iba a casarme.
Harry apagó el cigarrillo.
—¿Así que lo que estás diciendo es que el diamante y la pistola que encontramos en tu maleta era para la entrega del domingo?
—Sí.
—Ya.
—¿Y qué, si no? —preguntó Sivertsen al cabo de un silencio que empezaba a prolongarse de más.
Harry se cruzó las manos en la nuca, se tumbó en el sofá cama y bostezó.
—Como seguidor de Iggy, supongo que has oído el
Blah-Blah-Blah,
¿no? Buen disco. Delicioso absurdo.
—¿Delicioso absurdo?
Sven Sivertsen dio un codazo al radiador, que resonó hueco.
Harry se incorporó.
—Tengo que airear el cráneo un poco. Hay una gasolinera por aquí cerca que abre las veinticuatro horas. ¿Te traigo algo?
Sivertsen cerró los ojos.
—Escucha, Hole. El mismo barco. Un barco que se hunde. ¿De acuerdo? No sólo eres feo, también eres tonto.
Harry se levantó riéndose.
—Me lo pensaré.
Veinte minutos más tarde, cuando Harry volvió de la calle, halló a Sven durmiendo en el suelo, apoyado en el radiador y con la mano encadenada levantada como en un saludo.
Harry dejó en la mesa dos hamburguesas, patatas fritas y un gran refresco de cola.
Sven ahuyentó el sueño frotándose los ojos.
—¿Has estado pensando, Hole?
—Sí.
—¿En qué?
—En las fotos que tu novia sacó de ti y de Waaler en Praga.
—¿Qué tienen que ver esas fotos con esto?
Harry le quitó las esposas.
—Las fotos no tienen nada que ver con esto. Pero he estado pensando en que ella se hizo pasar por turista. E hizo lo que hacen los turistas.
—¿O sea?
—Ya te lo he dicho. Sacar fotos.
Sivertsen se frotó las muñecas y echó una ojeada a la comida que había en la mesa.
—¿Qué tal unos vasos para la bebida, Hole?
Harry señaló la botella.
Sven destapó la botella mientras miraba a Harry con los ojos entrecerrados.
—¿Así que te atreves a beber de la misma botella que un asesino en serie?
Harry contestó con la boca llena de hamburguesa.
—La misma botella. El mismo barco.
Olaug Sivertsen estaba en la salita con la mirada perdida. No había encendido la luz con la esperanza de que creyeran que no estaba en casa y la dejaran en paz. Había recibido infinidad de llamadas, habían aporreado su puerta, le habían gritado desde el jardín y le habían arrojado guijarros a la ventana de la cocina. «Ningún comentario», le había advertido el comisario al tiempo que arrancaba el cable del teléfono. Al final, se quedaron fuera esperando, armados con sus objetivos largos y negros. En un momento en que se acercó a una de las ventanas para correr las cortinas, oyó los sonidos de insecto de sus aparatos. Bsssss-clic. Bsssss-clic.
Habían transcurrido cerca de veinticuatro horas y la policía aún no había detectado el error. Era fin de semana. Tal vez esperasen hasta el lunes para arreglar el asunto en horario laboral normal.
Si por lo menos hubiese tenido a alguien con quien hablar… Pero Ina no había vuelto de la excursión a la cabaña con aquel misterioso caballero. ¿A lo mejor podía llamar a esa agente de policía, Beate? No era culpa suya que hubiesen detenido a Sven. Le dio la impresión de que ella sabía que su hijo no podía ser una persona que anduviese matando gente. Incluso le dio a Olaug su número de teléfono para que la llamase si quería contarles algo. Lo que fuera.
Olaug miró por la ventana. La silueta del peral muerto simulaba unos dedos gigantes extendidos hacia la luna, que parecía suspendida a muy poca altura sobre el jardín y el edificio de la estación. Nunca había visto la luna así. Era como la cara de un muerto. Venas azules perfiladas sobre una piel blanca.