Fuera ya había anochecido y la plaza de Carl Berner estaba desierta cuando Harry salió, encendió un cigarrillo y, con un gesto disuasorio de la mano, ahuyentó a uno de los buitres periodistas que se le acercaban. El hombre se detuvo. Harry lo reconoció. Gjendem, ¿no se llamaba así? Había hablado con él después del asunto de Sidney. Gjendem no era peor que los demás; algo mejor, incluso.
La tienda de televisores seguía abierta. Harry entró. No había nadie aparte de un hombre gordo con una camisa de franela sucia que leía una revista tras el mostrador. Un ventilador de mesa le estaba estropeando el peinado. Resopló cuando Harry le mostró la identificación y le preguntó si había visto a alguien dentro o fuera de la tienda cuyo aspecto le hubiese resultado extraño.
—Todos tienen algo extraño —dijo—. El vecindario está a punto de irse al infierno.
—¿Alguien que pareciera que iba a matar a alguien? —preguntó Harry secamente.
El hombre guiñó un ojo apretándolo fuerte al cerrarlo.
—¿Y por eso han venido tantos coches patrulla?
Harry asintió con la cabeza.
El hombre se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la lectura.
—¿Quién no ha pensado alguna vez en matar a alguien, agente?
Camino a la salida, Harry se detuvo al ver su propio coche en uno de los televisores. La cámara barría la plaza de Carl Berner y se detuvo en el edificio de ladrillo rojo. La imagen volvió al presentador de las noticias de TV2 y, un segundo después, se hallaban en un pase de modelos. Harry dio una intensa calada al cigarrillo y cerró los ojos. Rakel se le acercaba en una pasarela, no, en doce pasarelas, salió de la pared de los televisores, deteniéndose ante él con las manos en las caderas. Lo miró con un gesto altivo de la cabeza, se dio la vuelta y lo dejó allí. Harry volvió a abrir los ojos.
Eran las ocho. Intentó no recordar que había un antro por allí cerca, en la calle Trondheimsveien, donde servían alcohol. La parte más dura de la tarde estaba por venir. Y luego llegaría la noche.
Eran las diez de la noche y a pesar de que el mercurio había tenido la deferencia de bajar dos grados, el aire era caliente y estático, anunciaba viento de poniente, viento de levante, viento procedente del mar, algún viento, en suma. Los locales de la Científica estaban vacíos a excepción del despacho de Beate, donde sí había luz. El asesinato de la plaza de Carl Berner había puesto el día patas arriba y ella aún seguía en el lugar de los hechos cuando su colega Bjørn Holm llamó para informar de que había una mujer en recepción que decía pertenecer a De Beers y que venía a examinar unos diamantes.
Beate se apresuró a volver y ahora prestaba toda su atención a la mujer bajita y enérgica que tenía delante y que hablaba un inglés tan perfecto como cabía esperar de una holandesa afincada en Londres.
—Los diamantes tienen huellas dactilares geológicas que, en teoría, hacen posible rastrearlos hasta el propietario, ya que se emiten certificados donde figura su origen y que constantemente acompañan al diamante. Pero me temo que en este caso no es así.
—¿Por qué no? —preguntó Beate.
—Porque los dos diamantes que hemos visto son lo que llamamos diamantes de sangre.
—¿Por el color rojo?
—No, porque lo más probable es que procedan de las minas de Kiuvu, en Sierra Leona. Todos los comerciantes de diamantes del mundo boicotean los diamantes de Sierra Leona porque las minas están controladas por las fuerzas insurgentes, que los exportan para financiar una guerra cuyo fin último no es político, sino económico. De ahí el nombre de diamantes de sangre. Sospecho que estos diamantes son de extracción reciente y lo más probable es que los hayan sacado de Sierra Leona de contrabando y que los hayan llevado a un país donde han podido obtener certificados falsos según los cuales proceden de una mina conocida, del sur de África, por ejemplo.
—¿Alguna idea sobre el país en el que los introdujeron ilegalmente?
—La mayor parte de estas gemas acaba en algún país del Este. Cuando cayó el telón de acero, los expertos en expedir documentos de identidad falsos tuvieron que buscarse nuevos mercados. Los buenos certificados de diamantes se pagan bien. Pero no es la única razón por lo que apuesto por Europa del Este.
—¿No?
—No es la primera vez que veo estos diamantes en forma de estrella. Los que he visto otras veces habían salido ilegalmente de Alemania del Este y de la República Checa. Y como éstos, su pulido era mediocre.
—¿Mediocre?
—Los diamantes rojos son muy bellos, pero más baratos que los blancos y nítidos. Las piedras que habéis encontrado presentan, además, restos notables de carbono sin cristalizar, con lo que no son tan puros como cabría esperar. Los diamantes perfectos no suelen someterse a un pulido tan drástico como el que exige la forma de estrella.
—Así que Alemania del Este y la República Checa. —Beate cerró los ojos.
—Sólo es una suposición fundamentada. Si no deseas nada más, todavía llego a tiempo de coger el avión de la tarde para Londres…
Beate abrió los ojos y se levantó.
—Tienes que perdonarme, ha sido un día largo y caótico. Has sido de mucha ayuda y te damos las gracias por venir.
—No hay de qué. Sólo espero que os sirva para atrapar al culpable.
—Nosotros también. Llamaré a un taxi.
Mientras esperaba a que contestaran de la central de taxis, Beate se dio cuenta de que la experta en diamantes le miraba la mano con que sostenía el auricular. Beate sonrió.
—Es un anillo de diamantes muy bonito. Parece una alianza de compromiso, ¿no?
Beate se sonrojó sin saber por qué.
—No estoy comprometida. Es el anillo de compromiso que mi padre le regaló a mi madre. Al morir él, mi madre me lo dio.
—Ya. Eso explica que lo lleves en la mano derecha.
—Ah, ¿sí?
—Sí, lo normal es llevarlo en la izquierda. O en el dedo corazón de la mano izquierda, para ser exactos.
—¿En el dedo corazón? Yo creía que se ponía en el dedo anular.
La mujer sonrió.
—No si sigues la creencia de los egipcios.
—¿Y qué creían ellos?
—Según ellos, una «vena de amor»,
vena amoris,
conecta directamente el corazón con el dedo corazón izquierdo.
Llegó el taxi y, cuando se hubo marchado la mujer, Beate se quedó un instante mirándose la mano. El tercer dedo de la mano izquierda.
Llamó a Harry.
—El arma también era checa —explicó Harry cuando ella le contó lo averiguado sobre los diamantes.
—Puede que ahí tengamos algo —sugirió Beate.
—Puede —dijo Harry—. ¿Cómo dices que se llama esa vena?
—
Vena amoris,
creo.
—
Vena amoris
—repitió Harry en un susurro.
Duermes. Te pongo una mano en la mejilla.
¿Me has echado de menos? Te planto un beso en la barriga. Voy bajando y tú
empiezas a moverte, un baile ondulante de elfos. Guardas silencio, finges estar dormida. Ya te puedes despertar, mi amor. Te he descubierto.
Harry se incorporó de golpe. Pasaron unos segundos hasta que comprendió que lo habían despertado sus propios gritos. Escrutó la penumbra, estudió las sombras que se proyectaban junto a las cortinas y el armario.
Volvió a descansar la cabeza en el almohadón. ¿Qué es lo que había soñado? Se vio en una habitación a oscuras. Había dos personas en una cama. Se acercaron la una a la otra. Tenían la cara oculta. Él encendió una linterna y acababa de enfocarlos cuando le despertó el grito.
Miró los números del reloj de la mesilla. Todavía faltaban dos horas y media para las siete. En ese tiempo, cualquiera puede ir y volver del infierno en sueños. Pero tenía que dormir. Tenía que hacerlo. Tomó aire como si fuese a bucear y cerró los ojos.
Harry miraba el minutero del reloj que colgaba de la pared, justo encima de la cabeza de Tom Waaler.
Tuvieron que traer más sillas para acomodar a todos los asistentes en la gran sala de reuniones de la zona verde del sexto piso. Reinaba allí un ambiente casi solemne. Nadie hablaba, nadie tomaba café, nadie leía el periódico, todos escribían en sus blocs y guardaban silencio a la espera de que diesen las ocho. Harry contó diecisiete cabezas, lo que significaba que sólo faltaba una persona. Tom Waaler estaba delante de todos con los brazos cruzados y la mirada clavada en su Rolex.
El minutero de la pared tembló y se detuvo vertical y tembloroso en posición de firmes.
—Empezamos —anunció Tom Waaler.
Hubo un revuelo y se oyó un crujir unísono cuando, como a una señal, todos se enderezaron en las sillas.
—Con la ayuda de Harry Hole, llevaré el mando de este grupo de investigación.
Todas las cabezas se volvieron con asombro hacia Harry, que estaba al fondo de la habitación.
—En primer lugar, quiero dar las gracias a los que, sin rechistar, habéis vuelto de vuestras vacaciones a toda prisa —continuó Waaler—. Me temo que se os va pedir que sacrifiquéis más que vuestras vacaciones en las próximas semanas y no es seguro que tenga tiempo de daros las gracias a todas horas, así que vamos a decir que mi agradecimiento de hoy valdrá hasta final de mes. ¿De acuerdo?
Risas y gestos de asentimiento alrededor de la mesa. Igual que se ríe y se asiente ante un futuro jefe de grupo, pensó Harry.
—Éste es un día singular por varias razones.
Waaler encendió el proyector de transparencias. La primera página del diario
Dagbladet
apareció en la pantalla que había a su espalda. «¿ANDA SUELTO UN ASESINO EN SERIE?» Sin foto, solamente estas palabras en grandes titulares. Ahora bien, es muy raro que una redacción que respete la profesión utilice preguntas en la portada, y, lo que poca gente y desde luego nadie en la habitación K615 sabía era que la decisión de añadir los interrogantes se había tomado pocos minutos antes de que el periódico pasara a la imprenta después de que el jefe de guardia del
Dagbladet
llamara al redactor jefe a su cabaña de Tvedestrand para hacerle la consulta.
—Que sepamos, en Noruega no hemos tenido un asesino en serie desde que Arnfinn Nesset hacía de las suyas en los ochenta —observó Waaler—. Los asesinos en serie son poco frecuentes, tanto que este asunto llamará la atención incluso fuera del país. Compañeros, tendremos a mucha gente pendiente de nosotros.
La pausa calculada de Tom Waaler era innecesaria, ya que todos los presentes comprendieron la importancia del caso la noche anterior en cuanto Møller los puso al corriente por teléfono.
—Vale —prosiguió Waaler—. Aun suponiendo que sea verdad que nos enfrentamos a un asesino en serie, estamos de suerte, después de todo. En primer lugar, porque contamos aquí con una persona con experiencia en la investigación de asesinos en serie y que incluso apresó a uno. Doy por hecho que todos los que estáis aquí habéis oído hablar de la hazaña del comisario Hole en Sidney. ¿Harry?
Harry vio que todas las cabezas se volvían hacia él y carraspeó de nuevo.
—No estoy tan seguro de que el trabajo que hice en Sidney sea un ejemplo a seguir —dijo intentando sonreír—. Como recordaréis, la cosa terminó en que maté a aquel hombre de un tiro.
No hubo risas, ni siquiera una sonrisa forzada: Harry no daba el tipo de futuro jefe de grupo.
—Estoy seguro de que nos podemos imaginar finales peores que ése, Harry —dijo Waaler volviendo a mirar el Rolex—. Muchos de vosotros conocéis al psicólogo Ståle Aune, a cuyos servicios de experto hemos recurrido en la investigación de diversos casos. Está dispuesto a ofrecernos una breve introducción al fenómeno de los asesinatos en serie. Para algunos de vosotros, esto no es una novedad, pero no hará daño recordarlo. Debía llegar a las…
La puerta se abrió de golpe y todos dirigieron la vista hacia un hombre que entró jadeando sonoramente. Encima del estómago redondo como una bola, que sobresalía de la chaqueta de
tweed,
se veían una pajarita naranja y unas gafas tan pequeñas que cabía preguntarse si era posible ver algo a través de ellas. Debajo de la lustrosa calva se hallaba la frente sudorosa y, debajo de ésta, un par de cejas oscuras, posiblemente teñidas, pero en todo caso, cuidadosamente arregladas.
—Hablando del astro rey… —dijo Waaler.
—¡Aparece fulgurante! —exclamó Ståle Aune, sacando un pañuelo del bolsillo del pecho y enjugándose el sudor de la frente—. ¡Y calienta de cojones!
Se fue hasta el final de la mesa y, con un chasquido, dejó caer en el suelo el desgastado maletín marrón.
—Buenos días, señores. Me alegra ver a tanta gente joven despierta a estas horas del día. A algunos de vosotros ya os conozco, pero de otros me he librado.
Harry sonrió. Él era uno de los que Aune definitivamente no se había librado. Habían pasado muchos años desde la primera vez que Harry acudió a Aune a causa de sus problemas con el alcohol. Aune no estaba especializado en alcoholismo, pero terminaron por entablar una relación que Harry hubo de admitir que se parecía sospechosamente a la amistad.
—¡Venga, sacad los blocs de notas, pandilla de zánganos!
Aune colgó su chaqueta en una silla.
—Tenéis pinta de estar en un funeral y supongo que, hasta cierto punto, así es, pero quiero ver algunas sonrisas antes de irme. Es una orden. Y prestad atención, esto irá rápido.
Aune cogió un rotulador de la bandeja de la pizarra de transparencias y empezó a escribir a gran velocidad mientras hablaba.
—Hay muchas razones para afirmar que los asesinos en serie han existido desde que ha habido gente a la que matar en este planeta. Pero muchos consideran el llamado
Autum of Terror
de 1888 como el primer caso de asesinatos en serie de los tiempos modernos. Es la primera vez que se puede documentar un asesinato en serie con un móvil puramente sexual. El asesino mató a cinco mujeres y desapareció sin dejar rastro; se lo llamó Jack el Destripador, pero se llevó su verdadera identidad a la tumba. La más conocida contribución de nuestro país a la lista de asesinatos en serie no es Arnfinn Nesset, que, como todos recordaréis, envenenó a una veintena de pacientes en los años ochenta, sino Belle Gunness, algo tan insólito como una asesina en serie. Belle Gunness se fue a Estados Unidos, donde, en 1902, se casó con un hombre que era muy poca cosa, y con él se asentó en una granja a las afueras de La Porte, en el estado de Indiana. Digo que era poca cosa porque él pesaba setenta kilos y ella ciento veinte.