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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (22 page)

—Comprobado —dijo Beate—. Las pruebas de tiro demuestran que hay un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de probabilidades de que sean las que utilizaron para cometer los asesinatos.

—Eso basta —dijo Møller—. ¿Alguna idea sobre la procedencia de las armas?

Beate negó con la cabeza.

—Los números de serie estaban limados. Las marcas del limado son las mismas que las que vemos en la mayoría de las armas que incautamos.

—Ya —dijo Møller—. O sea que aquí tenemos otra vez a esa misteriosa banda de traficantes de armas. ¿El Servicio de Inteligencia no debería echarle el guante a esa gente?

—La Interpol lleva más de cuatro años trabajando en el caso, sin éxito —intervino Tom Waaler.

Harry balanceó la silla hacia atrás y observó a Waaler. Mientras estaba en esa postura, Harry notó que sentía algo que no había sentido antes por Waaler: admiración. La misma clase de admiración que despierta un animal salvaje que ha perfeccionado lo que hace para sobrevivir.

Møller dejó escapar un suspiro.

—Comprendo. Vamos perdiendo tres a cero y el contrincante aún no nos ha dejado tocar la pelota. De verdad, ¿a nadie se le ocurre una idea brillante?

—No sé si puede considerarse una idea…

—Desembucha, Harry.

—Es más una sensación respecto a los escenarios. Todos tienen algo en común, pero todavía no sé lo que es. El primer asesinato se cometió en un ático en la calle Ullevålsveien. El segundo, alrededor de un kilómetro hacia el nordeste, en la calle Sannergata. Y el tercero a casi la misma distancia de allí, pero directamente hacia el este, en un edifico de oficinas cerca de la plaza de Carl Berner. Se mueve, pero tengo la sensación de que lo hace siguiendo un plan.

—¿Cómo? —preguntó Beate.

—Marca su territorio —dijo Harry—. Seguro que el psicólogo sabe explicarlo.

Møller se volvió hacia Aune, que acababa de tomar un sorbo de té.

—¿Algún comentario, Aune?

Aune hizo una mueca.

—Bueno, no sabe precisamente a Kenilworth.

—No me refería al té.

Aune suspiró.

—Lo que acabo de hacer se llama bromear, Møller. Y sí, Harry, entiendo lo que quieres decir. Los asesinos en serie tienen preferencias rigurosas en cuanto al emplazamiento geográfico del lugar del crimen. Se puede hablar de tres tipos.

Aune fue contando con los dedos:

—El asesino en serie estacionario amenaza o tienta a las víctimas para que se le acerquen y las mata en su domicilio. El territorial opera en un área restringida, como Jack el Destripador, que sólo mataba en el distrito de las prostitutas, aunque el territorio también puede abarcar una ciudad entera. Y por último el asesino en serie nómada, el que, probablemente, tiene un mayor número de víctimas sobre su conciencia. Ottis Toole y Henry Lee Lucas recorrieron Estados Unidos y asesinaron a más de trescientas personas en total.

—Bien —dijo Møller—. Aunque yo no veo del todo clara la planificación a la que te refieres, Harry.

Harry se encogió de hombros.

—Ya te digo, jefe, es sólo una sensación.

—Existen elementos comunes —observó Beate.

Los demás se volvieron hacia ella como movidos por un resorte. Las mejillas de la joven se sonrojaron enseguida y dio la impresión de haberse arrepentido de hablar, pero hizo como si nada y continuó:

—El asesino se adentra en territorios donde las mujeres se sienten seguras. En su propio apartamento. En la calle donde vive y a plena luz del día. En el aseo de señoras de su lugar de trabajo.

—Bien, Beate —dijo Harry, que recibió una fugaz mirada de agradecimiento.

—Bien observado, jovencita —opinó Aune—. Y ya que hablamos de pautas de movimiento, quiero añadir algo. Los asesinos en serie de la categoría sociopatológica son, a menudo, muy seguros de sí mismos, como parece el caso que nos ocupa. Una de sus características particulares es que siguen la investigación muy de cerca y aprovechan cualquier ocasión para estar físicamente cerca de donde se lleva a cabo. Pueden percibir la investigación como un juego entre ellos y la policía y muchos han confesado a posteriori que disfrutaban comprobando la confusión de los investigadores.

—Lo que significa que hay por aquí un tipo que se lo está pasando de miedo en estos momentos —dijo Møller juntando las manos—. Bien, es todo por hoy.

—Sólo una cosita más —dijo Harry—. Las estrellas de diamante que el asesino va dejando en cada víctima…

—¿Sí?

—Tienen cinco puntas. Casi como un pentagrama.

—¿Casi? Por lo que yo sé, así es exactamente una gema en pentagrama.

—El pentagrama dibujado de un solo trazo cruzado para formar las cinco puntas.

—¡Ah, bueno! —exclamó Aune
— Ese
pentagrama. Calculado según la proporción áurea. Una forma muy interesante. Existe una teoría celta según la cual cuando, en la época vikinga, se disponían a cristianizar Noruega, dibujaron un pentagrama sagrado que colocaron sobre la parte sur del país para decidir el emplazamiento de las ciudades y de las iglesias, ¿lo sabíais?

—¿Y qué tiene que ver eso con los diamantes? —preguntó Beate.

—No con los diamantes en sí, sino con la forma, el pentagrama. Sé que lo he visto en alguna parte. En uno de los escenarios del crimen. Pero no recuerdo dónde. Esto puede parecer un tanto extraño, pero creo que es importante.

—Vamos a ver —dijo Møller apoyando el mentón en la mano—. ¿Te acuerdas de algo que no recuerdas, pero crees que es importante?

Harry se frotó intensamente la cara con ambas manos.

—Cuando estás en el escenario de un crimen, es tal la concentración que el cerebro registra las cosas más periféricas, mucho más de lo que eres capaz de procesar. Y ahí se quedan hasta que pasa algo, por ejemplo, hasta que aparece un elemento nuevo que encaja con otro, aunque ya no te acuerdas de dónde viste el primero. Pero el subconsciente te dice que es importante. ¿Qué tal suena eso?

—Suena a psicosis —dijo Aune bostezando.

Los otros tres se volvieron hacia él.

—¿Podríais intentar reíros cuando soy chistoso? —preguntó, antes de añadir—: Harry, suena a que tienes un cerebro normal que trabaja duro. Nada por lo que preocuparse.

—Pues yo creo que aquí hay cuatro cerebros que ya han trabajado bastante por hoy —atajó Møller levantándose.

En ese momento, sonó el teléfono.

—Aquí Møller… Un momento.

Le pasó el auricular a Waaler, quien lo cogió y se lo llevó a la oreja.

—¿Sí?

Todos empezaron a levantarse y a alborotar con las sillas cuando Waaler les indicó con la mano que esperasen.

—Bien —dijo antes de concluir la conversación.

Los otros lo miraron intrigados.

—Se ha presentado una testigo. Dice que vio al mensajero de la bicicleta salir de un inmueble de la calle Ullevålsveien, cerca del cementerio de Vår Frelser, la tarde del viernes, cuando asesinaron a Camilla Loen. Lo recuerda porque le extrañó que el mensajero llevase una mascarilla blanca. El mensajero que fue a tomarse una cerveza en St. Hanshaugen no la llevaba.

—¿Y?

—No sabía el número de la calle Ullevålsveien, pero Skarre acaba de pasar por allí en coche con la mujer, que le ha señalado el inmueble. Era el de Camilla Loen.

La palma de la mano de Møller cayó rotunda sobre la mesa.

—¡Por fin!

Olaug estaba sentada en la cama y, con la mano en el cuello, notaba cómo se le normalizaba el pulso.

—Me has asustado muchísimo —susurró con voz ronca e irreconocible.

—Lo siento de veras —aseguró Ina cogiendo la última galleta Maryland—. No te he oído entrar.

—Soy yo quien tiene que pedir perdón —dijo Olaug—. Entrar así, de sopetón… Y luego no vi que llevabas esos…

—Auriculares —rió Ina—. Creo que tenía el volumen demasiado alto. Cole Porter.

—Sabes que no estoy al día en música moderna.

—Cole Porter es un viejo músico
de jazz.
Además, está muerto.

—Querida, tú que eres tan joven no debes escuchar a personas muertas.

Ina volvió a reír. Cuando notó que algo le tocaba la mejilla, automáticamente alargó la mano y le dio a la bandeja con la tetera. Aún había sobre la alfombra una fina capa blanca de azúcar.

—Era él quien me ponía esos discos.

—Tienes una sonrisa misteriosa —dijo Olaug—. ¿Es ése tu pretendiente?

Se arrepintió nada más decirlo. Ina creería que la estaba espiando.

—Quizás —dijo Ina sonriendo con la mirada.

—Entonces, ¿es mayor que tú?

Olaug quería explicar indirectamente que no se había molestado en echarle un vistazo, y añadió:

—Quiero decir, ya que le gusta la música de hace años…

Se dio cuenta de que eso tampoco sonaba bien, que indagaba y fisgoneaba como una vieja. En un instante de pánico, se imaginó cómo Ina buscaba mentalmente un nuevo sitio donde vivir.

—Sí, un poco mayor.

La sonrisa burlona de Ina la desconcertaba.

—Quizás exista la misma diferencia de edad que entre tú y el Sr. Schwabe.

Olaug se rió con Ina de buena gana, aunque más bien por el alivio que sintió.

—¡Y pensar que estaba sentado exactamente donde tú estás ahora! —exclamó Ina de repente.

Olaug pasó la mano por el cubrecama.

—Sí, lo que son las cosas.

—La noche que te pareció que estaba a punto de llorar, ¿crees que era porque no podía tenerte?

Olaug seguía pasando la mano por el cubrecama… Le resultaba agradable el tacto de la gruesa lana en la palma de la mano.

—No lo sé —confesó—. No me atreví a preguntarle. Me fabriqué mis propias respuestas, las que más me gustaban. Sueños con los que entretenerme por las noches. Quizá por eso me enamoré tanto.

—¿Estuvisteis juntos alguna vez fuera de la casa?

—Sí. En una ocasión me llevó en el coche hasta Bygdøy. Nos bañamos. Es decir, yo me bañaba mientras él miraba. Me llamaba su ninfa particular.

—¿Llegó a enterarse su mujer de que era el padre del hijo que esperabas?

Olaug miró a Ina largamente y luego negó con la cabeza.

—Ellos se fueron del país en mayo de 1945. Nunca volví a verlos. Hasta julio no me di cuenta de que estaba embarazada.

Olaug dio una palmada en el cubrecama.

—Pero querida, estarás aburrida de oír estas viejas historias mías. Hablemos de ti. Dime, ¿quién es ese pretendiente tuyo?

—Un hombre bueno.

Ina seguía teniendo esa expresión soñadora que solía adoptar cuando Olaug hablaba de su primer y último amante, Ernst Schwabe.

—Me ha dado una cosa —dijo Ina abriendo un cajón del escritorio del que sacó un paquetito con una cinta dorada—. Me ha dicho que no lo abra hasta que nos hayamos comprometido.

Olaug sonrió pasando la mano por la mejilla de Ina. Se alegraba por ella.

—¿Estás enamorada de él?

—Es diferente de los demás. No es tan… bueno, es anticuado. Quiere que esperemos con…, ya sabes…

Olaug asintió con la cabeza.

—Parece que la cosa va en serio.

—Sí.

A Ina se le escapó un pequeño suspiro.

—Entonces tienes que estar segura de que es el hombre de tu vida antes de permitir que siga adelante —dijo Olaug.

—Ya lo sé —afirmó Ina—. Y eso es lo más difícil. Acaba de estar aquí y, antes de que se fuera, le dije que necesito tiempo para pensar. Me respondió que lo entendía, que soy mucho más joven que él, dijo.

Olaug estaba a punto de preguntar si había traído un perro, pero se contuvo, ya había indagado y hurgado bastante. Pasó la mano una última vez por el viejo cubrecama y se levantó.

—Querida, voy a poner a hervir el agua para el té.

Era una revelación. No un milagro, sólo una revelación.

Hacía media hora que los demás se habían ido y Harry acababa de leer los interrogatorios de la pareja de homosexuales vecinas de Lisbeth Barli. Apagó el flexo de la mesa del despacho, guiñó los ojos en la oscuridad y, de repente, lo vio claro. Tal vez fuese porque había apagado la luz igual que cuando estás en la cama y te dispones a dormir, o quizá porque, durante un momento, dejó de pensar. Como quiera que fuese, se diría que alguien le hubiese puesto delante una foto nítida y clara.

Se dirigió a la oficina donde guardaban las llaves de los escenarios del crimen y encontró la que buscaba. Luego fue en coche a la calle Sofie, cogió la linterna y enfiló a pie a la calle Ullevålsveien. Era casi medianoche. En la tintorería del bajo todo estaba cerrado y apagado, pero en la tienda de lápidas había un foco que iluminaba la leyenda: «Descanse en paz».

Harry entró en el apartamento de Camilla Loen.

No se habían llevado ni los muebles ni ningún otro objeto y, aun así, oía el resonar de sus pasos. Como si la muerte de la propietaria hubiese creado en la vivienda un vacío físico antes inexistente.

Al mismo tiempo, tenía la sensación de no estar solo. Él creía en el alma. Y no porque fuera especialmente religioso, sino porque, siempre que veía un cadáver, pensaba que era un cuerpo que había perdido algo, algo que no tenía nada que ver con los cambios físicos naturales que sufre un cuerpo muerto. Los cadáveres se parecían a los caparazones vacíos adheridos a una tela de araña, habían perdido el ser, había desaparecido la luz y habían perdido ese brillo ilusorio que tienen las estrellas que han explotado ya hace tiempo. El cuerpo quedaba desalmado. Y era justamente la ausencia del alma lo que hacía que Harry creyera.

No encendió ninguna lámpara, la luz de la luna que entraba por las ventanas del techo era suficiente. Se fue derecho al dormitorio, donde encendió la linterna, que enfocó hacia la viga maestra que había junto a la cama. Tomó aire. Las marcas que se observaban en la madera marrón eran tan nítidas que debían ser muy recientes. O más bien
la
marca. Una marca alargada de líneas rectas que se doblaban y entraban y salían de sí mismas. Un pentagrama.

Harry dirigió la linterna al suelo. Se apreciaban sobre el parqué una fina capa de polvo y un par de pelusas. Era evidente que Camilla Loen no había tenido tiempo de limpiar antes de marcharse. Pero allí estaba, al lado de la pata trasera de la cama, la viruta de madera.

Harry se tumbó en la cama. El colchón era blando y adaptable. Miró al techo inclinado concentrándose en pensar. Si de verdad fue el asesino quien talló la estrella sobre la cama, ¿qué significaba?

—Descanse en paz —murmuró Harry cerrando los ojos.

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