Estaba demasiado cansado para pensar con claridad y había otra pregunta que le rondaba la cabeza. ¿Por qué se había fijado en el pentagrama? Los diamantes no habían sido un pentagrama dibujado con una sola línea, sino que tenían una forma de estrella normal, como cualquier otra. Entonces, ¿por qué había relacionado la forma del diamante y el pentagrama? ¿Los había relacionado en realidad? ¿No habría ido demasiado rápido? ¿No sería que su subconsciente había relacionado el pentagrama con otra cosa, algo que había visto en los escenarios del crimen y que no podía recordar?
Intentó recrear mentalmente los lugares de los hechos.
Lisbeth, en la calle Sannergata. Barbara, en la plaza Carl Berner. Y Camilla Loen. Allí. En la ducha del baño contiguo. Estaba casi desnuda. La piel mojada. Harry la tocó. A causa del efecto del agua caliente, parecía que había pasado menos tiempo desde su muerte. Le tocó la piel. Beate lo miraba, pero él no podía parar. Era como pasar los dedos por una goma caliente y lisa. Alzó la vista y comprobó que estaban solos y sintió el chorro caliente de la ducha. La miró, vio cómo Camilla lo miraba con un extraño brillo en los ojos. Se sobresaltó, retiró las manos y la mirada de la joven se apagó despacio, como la pantalla de un televisor. Curioso, pensó poniéndole una mano en la mejilla. Aguardó mientras el agua caliente de la ducha le calaba la ropa. La mirada de Camilla Loen fue recuperando el brillo. Le puso la otra mano en el estómago. Los ojos recobraron el destello vital y Harry notó que el cuerpo de la joven empezaba a moverse bajo sus dedos. Comprendió que era el contacto con su mano lo que la había despertado, que sin el tocamiento, se extinguiría, moriría. Apoyó la frente en la de la mujer. El agua se le colaba por dentro de la ropa, le cubría la piel y actuaba como un filtro cálido entre los dos. Entonces se dio cuenta de que los ojos de Camilla Loen ya no eran azules, sino castaños. Y los labios ya no estaban pálidos, sino que eran rojos, irrigados por la sangre. Rakel. Pegó los labios a los de ella. Retrocedió de repente al notar que estaban helados.
Lo miró fijamente. Sus labios se movieron.
—¿Qué haces?
El cerebro de Harry se detuvo en seco. En parte porque el eco de las palabras aún flotaba en la habitación y comprendió que no podía haber sido un sueño, y también porque la voz pertenecía a una mujer. Pero sobre todo porque delante de la cama, medio inclinada sobre él, había una figura.
Entonces el cerebro se le aceleró de nuevo. Harry se dio la vuelta y buscó la linterna, que seguía encendida, pero se le cayó al suelo con un golpe sordo y rodó describiendo un círculo mientras el haz de luz y la sombra del desconocido se deslizaban por la pared.
De repente, se encendió la luz del techo.
Harry quedó cegado y se tapó la cara con los brazos en un primer acto reflejo. Pasó el instante. Nada había sucedido. Ningún disparo, ningún golpe. Harry bajó los brazos.
Reconoció al hombre que tenía delante.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó el hombre.
Llevaba una bata rosa, pero no tenía pinta de recién levantado. Tenía la raya del pelo perfecta.
Era Anders Nygård.
—Me despertaron los ruidos —explicó Nygård mientras le servía una taza de café a Harry.
—Mi primer pensamiento fue que alguien se había dado cuenta de que el apartamento de arriba estaba vacío y había entrado a robar. Así que subí para comprobarlo.
—Se comprende —aseguró Harry—. Pero creía haber cerrado la puerta con llave.
—Tengo la llave del portero. Por si acaso.
Harry oyó unas pisadas y se dio la vuelta.
Vibeke Knutsen apareció en el umbral en bata, con cara de sueño y el cabello rojo alborotado. Sin maquillar, y a la fría luz de la cocina, parecía más mayor de lo que Harry la había juzgado. Notó que se sobresaltaba al verlo.
—¿Qué ocurre? —murmuró mirándolos alternativamente.
—Estoy comprobando un par de cosas en el apartamento de Camilla —se apresuró a responder Harry al ver su preocupación—. Me senté en la cama para descansar los ojos un par de segundos y me dormí. Tu marido ha oído el ruido y me ha despertado. Ha sido un día muy largo.
Sin saber exactamente por qué, Harry dejó oír un bostezo, como para corroborarlo.
Vibeke miró a su pareja.
—¿Qué es lo que llevas puesto?
Anders Nygård miró la bata rosa como si nunca antes la hubiera visto.
—Vaya, parezco una reinona.
Soltó una breve risita.
—Era un regalo para ti, querida. Aún la tenía en la maleta y, con las prisas, no encontré otra cosa que ponerme. Toma.
Desanudó el cinturón de la bata, se la quitó y se la arrojó a Vibeke, que la atrapó asombrada.
—Gracias —dijo vacilante.
—Me sorprende verte levantada —le dijo muy amablemente—. ¿No te has tomado el somnífero?
Vibeke miró a Harry algo incomodada.
—Buenas noches —dijo en un susurro, antes de desaparecer.
Anders dejó la jarra en la placa de la cafetera. Tenía la espalda y los brazos de una palidez casi blanca. Los antebrazos, en cambio, estaban bronceados, como los de un camionero en verano. La misma línea divisoria se apreciaba por encima de las rodillas.
—Por lo general duerme como un lirón toda la noche —explicó Anders.
—Pero no es tu caso, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, si sabes que ella duerme como un lirón…
—Lo dice ella.
—¿Y sólo te despiertas cuando alguien anda por el piso de arriba?
Anders miró a Harry y asintió con la cabeza.
—Tienes razón, Hole. Yo no duermo. No es tan fácil después de lo que ha pasado. Se queda uno pensando. Entretejiendo toda clase de teorías.
Harry tomó un sorbo de café.
—¿Algunas que quieras compartir con los demás?
Anders se encogió de hombros.
—Yo no sé mucho de asesinos de masas. Si de verdad es eso lo que hay.
—No lo es. Se trata de un asesino en serie. Existe una gran diferencia.
—Vale, pero ¿no se os ha ocurrido pensar que las víctimas tienen algo en común?
—Son mujeres jóvenes. ¿Hay algo más?
—Son, o han sido, promiscuas.
—¿Y eso?
—Basta con leer los periódicos. Lo que cuentan del pasado de estas mujeres habla por sí solo.
—Lisbeth Barli era una mujer casada y, por lo que sabemos, una mujer fiel.
—Después de casada sí, pero antes de eso tocaba en una banda de música que viajaba por todo el país. No serás tan ingenuo, ¿verdad, Hole?
—Ya. ¿Y qué conclusión sacas tú de esa similitud?
—Un asesino de ese tipo asume el papel de juez para decidir sobre la vida y la muerte, se cree Dios. Y entonces, según se nos dice en Hebreos trece, versículo cuatro, Dios juzgará a los que fornican.
Harry asintió con la cabeza y miró el reloj.
—Lo tendré presente, Nygård.
Nygård manoseaba su taza.
—¿Has encontrado lo que buscabas?
—Creo que puede decirse que sí. He encontrado un pentagrama. Me figuro que tú, que trabajas en diseño interior de iglesias, sabes a qué me refiero.
—¿Te refieres a una estrella de cinco puntas?
—Sí. Dibujada en un trazo continuo de líneas que se entrecruzan. Como la estrella de Belén. Quizá tengas alguna idea de lo que puede significar un símbolo como ése, ¿no?
Harry mantenía la cabeza baja, pero, en realidad, estaba observando la cara de Nygård.
—Bastantes cosas —aseguró Nygård—. El cinco es el número más importante en la magia negra. ¿Cuántas puntas había hacia arriba, una o dos?
—Una.
—Entonces no es el símbolo del mal. El símbolo que describes puede representar la fuerza de la vida y el deseo. ¿Dónde lo has encontrado?
—En una viga, encima de su cama.
—¡Ah, sí! —dijo Nygård—. Pues es fácil.
—¿De verdad?
—Sí, es la estrella del diablo.
—¿La estrella del diablo?
—Un símbolo pagano. Se dibuja encima de la cama o de la puerta de entrada para espantar a la maligna.
—¿La maligna?
—Sí, la maligna. Un ser femenino que se sienta en el pecho de la persona y la monta como a un caballo mientras duerme para que tenga pesadillas. Los paganos creían que era un espectro. No es extraño, ya que la palabra proviene del indogermánico
mer.
—Admito que no estoy muy puesto en indogermánico.
—Significa «muerte». —Nygård miró fijamente a la taza de café—. O, para ser exactos, «asesinato».
Cuando Harry llegó a casa, había un mensaje en el contestador. Era de Rakel. Quería saber si Harry podía quedarse al día siguiente con Oleg en la piscina de Frognerbadet, mientras ella iba al dentista entre las tres y las cinco. Dijo que Oleg quería quedarse con él.
Harry se quedó sentado escuchando el mensaje una y otra vez, para ver si reconocía la respiración de la llamada de unos días atrás, pero tuvo que darse por vencido.
Se quitó toda la ropa y se echó en la cama desnudo. La noche anterior había quitado el edredón y sólo se tapó con la funda. Estuvo un rato pataleando en la cama, se durmió, metió el pie en la abertura de la funda, le entró el pánico y lo despertó el sonido de la tela al rasgarse. Fuera, el atardecer tenía un color grisáceo. Tiró los restos de la funda al suelo, se dio la vuelta y se quedó de cara a la pared.
Y entonces apareció ella. Lo estaba montando. Le metió el bocado entre los dientes y tiró. La cabeza de Harry giró. Ella se inclinó y le sopló en el oído un aliento caliente. Un dragón que echaba fuego. Un mensaje chisporroteante, sin palabras, en un contestador. Ella le azotaba los muslos y las caderas con el látigo; sentía un dolor dulce y ella decía que pronto no sería capaz de amar a otra mujer, sólo a ella, y que más le valía enterarse cuanto antes.
No lo soltó hasta que la luz del sol alcanzó las tejas más altas.
Justo antes de las tres, cuando aparcó delante de la piscina de Frognerbadet, Harry se dio cuenta de adónde habían ido los que, pese a todo, seguían en Oslo. En efecto, una cola de casi cien metros se extendía delante de la taquilla. Leyó el periódico
VG
mientras la muchedumbre se desplazaba arrastrando los pies hacia la redención en el cloro.
No había novedades sobre el caso del asesino en serie, pero el diario había encontrado material para llenar cuatro páginas enteras. Los titulares eran algo crípticos e iban dirigidos a quienes llevasen un tiempo siguiendo el caso. Ahora lo llamaban «Los asesinatos del mensajero de la bicicleta». Ya se sabía todo, la policía había dejado de llevarles ventaja a los periodistas de la calle Akersgata y Harry se imaginaba que las reuniones matutinas de las redacciones de los diarios podrían confundirse con las del grupo de homicidios. Leyó declaraciones de testigos a los que ellos habían interrogado, pero que en el periódico recordaban muchos más detalles, encuestas que confirmaban que la gente decía tener miedo, mucho miedo, que estaban aterrorizados; y las protestas de las empresas de mensajería en bicicleta, que opinaban que deberían recibir una compensación porque nadie dejaba entrar a sus mensajeros y así no podían trabajar y, al fin y al cabo, era responsabilidad de las autoridades atrapar a ese tipo, ¿o no? La relación entre los asesinatos del mensajero y la desaparición de Lisbeth Barli ya no se presentaba como una especulación, sino como un hecho. Bajo el titular «Releva a su hermana» había una foto de Toya Harang y Willy Barli delante del Teatro Nacional. El pie de foto rezaba: «El enérgico productor no tiene intención de cancelar el espectáculo».
Harry ojeó el texto que citaba a Willy Barli:
«The show must go on
es más que una frase hecha, en nuestra profesión se toma muy en serio y sé que Lisbeth está con nosotros sea lo sea lo que haya ocurrido. Es obvio que la situación nos ha afectado mucho, pero intentamos invertir nuestras energías de forma positiva. En cualquier caso, la obra será un homenaje a Lisbeth, una gran artista que todavía no ha podido mostrar su enorme potencial. Pero lo hará. Sencillamente, no me puedo permitir creer otra cosa».
Cuando por fin logró entrar en el recinto, se quedó mirando a su alrededor. Hacía veinte años, como mínimo, que no iba a la piscina Frognerbadet, pero aparte de algunas fachadas renovadas y un gran tobogán azul en el centro, no se apreciaban grandes cambios. El olor a cloro, el agua pulverizada que flotaba en el aire procedente de las duchas hasta las piscinas, creando pequeños arco iris, el sonido de pies descalzos corriendo por el asfalto, niños tiritando con los bañadores empapados haciendo cola a la sombra, delante del quiosco.
Encontró a Rakel y Oleg en la ladera de césped, bajo las piscinas para niños.
—Hola.
Rakel sonrió con la boca, pero era difícil saber qué decían sus ojos tras las grandes gafas de sol de la marca Gucci. Llevaba un biquini amarillo. A muy pocas mujeres les sienta bien un biquini amarillo. Rakel era una de ellas.
—¿Sabes qué? —tartamudeó Oleg tiritando mientras, con la cabeza ladeada, intentaba sacarse el agua del oído—. He saltado desde el cinco.
Harry se sentó a su lado en el césped, pese a que había mucho espacio en la manta que había llevado Rakel.
—Ahora sí que estás mintiendo como un bellaco.
—¡Es verdad!
—¿Cinco metros? Entonces eres todo un
stuntman.
—¿Tú has saltado desde el cinco, Harry?
—Alguna vez.
—¿Y desde el siete?
—Bueno, creo que desde ahí también me he pegado algún barrigazo que otro.
Harry lanzó a Rakel una mirada de complicidad, pero ella miraba a Oleg que, de repente, dejó de agitar la cabeza y preguntó en voz baja:
—¿Y del diez?
Harry miró hacia el trampolín desde donde se oían gritos alborotados y al socorrista rugiendo instrucciones por el megáfono. El diez. El trampolín se recortaba contra el cielo azul como una T blanca y negra. No era cierto, no hacía veinte años que no iba a Frognerbadet. Estuvo allí unos años después, una noche de verano. Él y Kristin treparon por la verja, subieron a lo alto del trampolín y se tumbaron el uno junto al otro allí arriba. Permanecieron así, sobre la estera basta y tiesa que les pinchaba la piel y bajo el cielo estrellado, hablando sin parar. Él creyó que Kristin sería su última novia.
—No, nunca he saltado desde el diez —respondió.
—¿Nunca?
Harry advirtió la desilusión en la voz de Oleg.