—¿Y eso qué significa?
—Digamos que es un nivel por encima de las letras y los números. Por encima del lenguaje. Respuestas que no explican el cómo, sino el porqué. ¿Entiendes?
—No, pero cuéntame cómo se hace.
—Nadie lo sabe. Se parece a la clarividencia religiosa y puede considerarse más bien como un don.
—Vamos a suponer que sé por qué. ¿Qué pasa después de eso?
—Puedes tomar el camino más largo y combinar las distintas posibilidades hasta morirte.
—No soy yo quien muere. Sólo tengo tiempo para recorrer el camino más corto.
—Entonces sólo conozco un método.
—¿Y?
—El trance.
—Por supuesto. El trance.
—No estoy de broma. Te concentras observando fijamente la información hasta que dejas de pensar de forma consciente. Es como sobrecargar una pierna hasta que sufre un calambre y empieza a hacer cosas por sí sola. ¿Has visto alguna vez cómo le baila el pie a un escalador atrapado en la montaña? No. Bueno, pero así es. En 1988 entré en el sistema de cuentas del Danske Bank después de cuatro noches en vela y con la ayuda de una gota pequeña y fría de LSD. Si tu subconsciente logra desarticular la clave, te darás cuenta. Si no…
—¿Sí?
Øystein se rió.
—Te desarticularás tú. Las unidades psiquiátricas están llenas de gente como yo.
—Ya. ¿Trance, dices?
—Trance. Intuición. Y quizás un poquito de ayuda farmacéutica…
Harry cogió el tubo de color negro y lo observó pensativo.
—¿Sabes qué, Øystein?
—¿Qué?
Le lanzó la caja, que Øystein atrapó al vuelo.
—Te mentí sobre lo de
Under My Thumb.
Øystein dejó la caja en el borde de la mesa y se puso a atarse los cordones de unas zapatillas Puma terriblemente desgastadas y bastante retro. De cuando lo retro estaba de moda, de la ola retro.
—Ya lo sé. ¿Has visto a Rakel?
Harry negó con la cabeza.
—Es eso lo que te atormenta, ¿verdad?
—Puede —dijo Harry—. Me han ofrecido un trabajo que no sé si puedo rechazar.
—Entonces no es una oferta para trabajar para el dueño del taxi que yo conduzco.
Harry sonrió.
—
Sorry,
no soy el hombre adecuado para facilitar orientación profesional —dijo Øystein levantándose—. Aquí te dejo el tubo. Haz lo que quieras.
El jefe de los camareros miró de pies a cabeza al hombre que tenía delante. Sus treinta años de servicio le habían procurado cierto olfato para los problemas, y aquel hombre apestaba. No es que él pensara que la ausencia de problemas fuese beneficiosa. Un buen escándalo de vez en cuando era precisamente lo que esperaban los clientes del Theatercaféen. Pero debía tratarse del tipo de problemas correcto. Como cuando los artistas jóvenes cantan desde la galería del café vienés que ellos son el vino nuevo, o cuando un antiguo galán del Teatro Nacional afirma algo ebrio y en voz muy alta que lo único positivo que puede decir del célebre hombre de negocios de la mesa contigua es que es homosexual y, por lo tanto, es poco probable que se reproduzca. Pero la persona que el jefe de los camareros tenía delante en aquel momento no parecía ir a decir nada espiritual o inapropiado, sino que más bien tenía pinta de ser un tipo con problemas aburridos: cuentas sin saldar, borracheras y reyertas. Los signos externos —vaqueros negros, nariz roja y cabeza rapada— le hicieron pensar al principio que sería uno de los operarios alcoholizados del teatro que solían ir al sótano de Burns. Pero cuando preguntó por Willy Barli, comprendió que se trataba de una de las ratas de alcantarilla del antro de periodistas Tostrupkjelleren, situado bajo aquella terraza que llevaba el apropiado nombre de «La tapa del váter». No sentía respeto alguno por los buitres que, sin escrúpulos, se regodeaban de lo que había quedado del pobre Barli después de la desaparición trágica de su encantadora esposa.
—¿Está usted seguro de que será bien recibido? —preguntó el jefe de los camareros consultando el libro de reservas, aunque sabía perfectamente que, como de costumbre, Barli había llegado a las diez en punto y se había sentado en su mesa de siempre, en la terraza acristalada que daba a la calle Stortingsgata. Lo inusual, y lo que le hizo preocuparse por el estado mental de Barli, era que, por primera vez y hasta donde le alcanzaba la memoria, el jovial productor se había equivocado de día y había acudido al club un jueves en lugar del miércoles habitual.
—Olvídalo, ya lo he visto —dijo el hombre desapareciendo hacia el interior.
El jefe de los camareros exhaló un suspiro y miró al otro lado de la calle. Eran varias las razones que le inducían a preocuparse últimamente por la salud mental de Barli. Un musical, en el reputado Teatro Nacional y durante las vacaciones. Por Dios santo.
Harry había reconocido a Barli por su maraña de pelo, pero al acercarse dudó y empezó a pensar que se había equivocado.
—¿Barli?
—¡Harry!
Se le iluminaron los ojos, pero enseguida se extinguió el destello en su mirada. Tenía las mejillas hundidas y la piel fresca y tostada por el sol de hacía unos días aparecía ahora cubierta por una capa de polvo blanquecino y muerto. Se diría que Willy Barli hubiera encogido, hasta su espalda parecía más estrecha.
—¿Un poco de arenque? —preguntó Willy señalando el plato que tenía delante—. Es el mejor de la ciudad. Lo como todos los miércoles. Dicen que es bueno para el corazón. Claro que, para eso, hay que tener corazón, y los que venimos a este café…
Willy abarcó con el brazo el local casi vacío.
—No gracias —dijo Harry tomando asiento.
—Coge un trozo de pan, por lo menos —Willy le ofreció la cesta del pan—. Éste es el único sitio de Noruega donde sirven auténtico pan de hinojo. Perfecto para acompañar el arenque.
—Sólo café, gracias.
Willy hizo una señal al camarero.
—¿Cómo me has encontrado aquí?
—Fui al teatro.
—¿Ah, sí? Tienen orden de decir que estoy fuera de la ciudad. Los periodistas…
Willy imitó el gesto de estrangular a alguien con las manos. Harry no estaba seguro de si se refería a su propia situación o a lo que deseaba para los periodistas.
—Les mostré mi identificación policial y expliqué que era importante —dijo Harry.
—Bien. Bien.
Willy fijó la mirada en un punto, delante de Harry, mientras el camarero le ponía una taza y le servía el café de la cafetera que estaba en la mesa. Cuando el camarero se hubo alejado, Harry emitió un carraspeo. Willy se sobresaltó y salió de su ensimismamiento.
—Si traes malas noticias, quiero conocerlas enseguida, Harry.
Harry negó con la cabeza y dio un sorbo de café.
Willy murmuró algo inaudible con los ojos cerrados.
—¿Cómo va la obra de teatro? —preguntó Harry.
Willy le dedicó una sonrisa triste.
—Ayer llamaron de la sección de Cultura del diario
Dagbladet
para preguntar lo mismo. Le expliqué cómo iba el desarrollo artístico, pero era obvio que quería saber si tanta publicidad en torno a la extraña desaparición de Lisbeth y a la sustitución por su hermana no sería positiva para la venta de entradas.
Willy levantó la vista al cielo.
—Bueno —dijo Harry—, ¿y es así?
—¿Estás loco de remate, tío? —preguntó Willy con voz estentórea—. Es verano, la gente quiere divertirse, no llorar a una mujer a la que ni siquiera conocen. Hemos perdido el gancho. Lisbeth Barli, un talento rural aún por descubrir. Perder eso justo antes del estreno
no
es bueno para el negocio.
Desde una mesa situada más al fondo del local se giraron varias cabezas, pero Willy continuó en el mismo tono de voz.
—Apenas si hemos vendido algunas entradas. Bueno, aparte de las del estreno, ésas se las rifaron. La gente es morbosa, olfatea y sigue el rastro del escándalo. Para serte franco, necesitamos unas críticas fantásticas si queremos salir bien parados, pero por el momento…
Willy estampó un puñetazo en el mantel blanco que hizo salpicar el café.
—… no se me ocurre nada menos importante que ese puto
negocio.
Willy se quedó mirando fijamente a Harry, y parecía que iba a abundar en su estallido cuando una mano invisible, sin previo aviso, borró la ira de su semblante. Durante un segundo, sólo pareció confundido, como si no supiera dónde se encontraba. Acto seguido se le transformó la cara y se apresuró a esconderla entre las manos. Harry vio que el jefe de los camareros les dedicaba una mirada extraña, casi esperanzada.
—Lo siento —susurró Willy con la voz rota y sin retirar las manos—. No suelo… Es que no duermo… ¡Mierda, qué teatral soy!
Emitió un sollozo, un sonido entre la risa y el llanto, golpeó la mesa una vez más e hizo una mueca que casi logró convertir en una sonrisa desesperada.
—¿Qué puedo hacer por ti, Harry? Pareces triste.
—¿Triste?
—Afligido. Melancólico. Poco alegre.
Willy se encogió de hombros y se llevó a la boca un tenedor con un trozo de pan con arenque. La piel del pescado relucía. El camarero se acercó a la mesa silenciosamente y sirvió a Willy más Chatelain Sancerre.
—Tengo que preguntarte algo que quizá te resulte desagradablemente íntimo —explicó Harry.
Willy negó con la cabeza mientras tragaba el bocado con un sorbo de vino.
—Cuanto más íntimo, menos desagradable, Harry. Recuerda que soy artista.
—Estupendo.
Harry tomó un sorbo de café para procurarle a su mente un poco de combustible.
—Hemos encontrado rastros de excrementos y sangre bajo la uña de Lisbeth. El análisis preliminar concuerda con tu grupo sanguíneo. Quiero saber si necesitamos someterlo a una prueba de ADN.
Willy dejó de masticar, puso el dedo índice derecho contra los labios y se quedó pensativo, mirando al infinito.
—No —respondió al cabo de un rato—. No será necesario.
—¿O sea que sus uñas han estado en contacto con tus… excrementos?
—Hicimos el amor la noche anterior a su desaparición. Lo hacíamos todas las noches. Lo habríamos hecho durante el día también si no hubiese hecho tanto calor en el apartamento.
—Y entonces…
—¿Te preguntas si practicamos el
postillion?
—Bueno…
—¿Si me folla por el culo? Siempre que puede. Pero con cuidado. Como el sesenta por ciento de los noruegos de mi edad, tengo hemorroides, por eso Lisbeth no se deja las uñas demasiado largas. ¿Practicas el
postillion,
Harry?
A Harry se le atragantó el café.
—¿Contigo como objetivo o con otros? —preguntó Willy.
Harry negó con la cabeza.
—Deberías, Harry. Sobre todo porque eres hombre. Dejarse penetrar es algo fundamental. Si te atreves a hacerlo, descubrirás que tienes un registro de sensaciones mucho más amplio de lo que creías. Si aprietas el culo, dejas a los demás fuera en tanto que tú quedas dentro. Pero si te abres, te muestras vulnerable y confiado, brindas a los demás la oportunidad de, literalmente,
llegar
dentro de ti.
Willy continuó agitando el tenedor mientras hablaba:
—Por supuesto que implica cierto riesgo. Te pueden dañar, rasgarte por dentro. Pero también pueden amarte. Y entonces te envuelve el amor, Harry. Es tuyo. Se dice que es el hombre quien posee a la mujer en el coito, pero ¿es eso cierto? Piénsalo, Harry.
Harry pensaba.
—Lo mismo nos ocurre a los artistas. Hemos de abrirnos, mostrarnos vulnerables, dejarnos penetrar. Para tener la posibilidad de ser amados debemos atrevernos a que nos hagan daño desde dentro. Te hablo de un deporte de riesgo, Harry. Me alegro de haber dejado de bailar.
Mientras Willy sonreía, un par de lagrimones empezaron a discurrir por sus mejillas, primero de un ojo y a continuación del otro, como en un eslalon en paralelo intermitente, hasta perderse en la barba.
—La echo de menos, Harry.
Harry clavó la vista en el mantel. Pensaba que debería marcharse, pero se quedó sentado.
Willy sacó un pañuelo y se sonó con un fuerte trompeteo antes de verter el resto del vino en la copa.
—No es que quiera meterme donde no me llaman, Harry, pero cuando dije que pareces triste, pensé que siempre das la impresión de estar triste. ¿Es por una mujer?
Harry manoseó la taza de café.
—¿Varias?
Harry iba a contestar de modo que no hubiese más preguntas, pero algo le hizo cambiar de opinión. Asintió con la cabeza.
Willy alzó la copa.
—Siempre son las mujeres. ¿Te has dado cuenta? ¿A quién has perdido?
Harry miró a Willy. Había algo en la mirada del productor barbudo, una sinceridad dolorida, una franqueza indefensa que, debía admitirlo, le transmitía la sensación de que podía confiar en él.
—Mi madre enfermó y murió cuando yo era joven —dijo Harry.
—¿Y la echas de menos?
—Sí.
—Pero hay otras, ¿no?
Harry se encogió de hombros.
—Hace un año y medio asesinaron a una colega. Rakel, mi novia…
Harry se calló.
—¿Sí?
—No creo que te interese.
—Comprendo que hemos llegado al meollo del asunto —suspiró Willy—. Vais a dejarlo.
—Nosotros no. Ella. Estoy intentando hacerla cambiar de opinión.
—Ya veo. ¿Y por qué quiere dejarlo?
—Por mi forma de ser. Es una larga historia, pero la versión abreviada es que yo soy el problema. Y ella quiere que sea diferente.
—¿Sabes qué? Tengo una propuesta. Llévala a ver mi obra.
—¿Por qué?
—Porque
My Fair Lady
está basada en un mito griego sobre el escultor Pigmalión que se enamora de una de sus propias esculturas, la bella Galatea. Le ruega a Venus que infunda vida a la estatua para así casarse con ella y la diosa atiende su plegaria. Quizá la obra le enseñe a tu Rakel lo que pasa cuando quieres cambiar a otra persona.
—¿Que fracasa?
—Todo lo contrario. Pigmalión, representado por el personaje del profesor Higgins, logra todos sus propósitos en
My Fair Lady.
Sólo produzco obras con final feliz. Es el lema de mi vida. Si no lo tienen, me lo invento.
Harry sonrió meneando la cabeza.
—Rakel no intenta cambiarme. Es una mujer sabia. Prefiere dejarme.
—Algo me dice que quiere volver contigo. Te enviaré dos entradas para el estreno.