Las víctimas. Camilla, redactora de una agencia de publicidad, soltera, veintiocho años, rellenita. Lisbeth, cantante, casada, treinta y tres años, rubia, delgada. Barbara, recepcionista, veintiocho, vivía con sus padres, castaño oscuro. Ninguna destacaba por su atractivo. El momento de los asesinatos. Suponiendo que a Lisbeth la asesinaran enseguida, sólo días laborables. Por la tarde, justo después de acabar la jornada.
Duke Ellington tocaba veloz. Como si tuviera la cabeza llena de notas que debiese tocar. De pronto, casi se detuvo del todo. Tocaba sólo los puntos necesarios.
Harry no había estudiado la procedencia de las víctimas, no había hablado con familiares ni amigos, sólo había repasado el informe a toda prisa, sin encontrar nada que llamase su atención. Porque no era allí donde encontraría las respuestas. No en quiénes eran las víctimas, sólo en lo que eran, en lo que representaban. Para aquel asesino, las víctimas no eran sino exteriores, elegidas tan al azar como todo lo que las rodeaba. Sólo se trataba de captar lo que era. Captar el dibujo.
De repente, la química se puso en funcionamiento. El efecto recordaba más al de un alucinógeno que a los somníferos. Su mente cedió ante los pensamientos, que navegaban sin control, como en un barril por un río. El tiempo palpitaba, bombeaba como un universo en expansión. Cuando volvió en sí, reinaba a su alrededor un silencio roto únicamente por el sonido de la aguja del tocadiscos que picaba contra la etiqueta.
Se fue al dormitorio, se sentó a los pies de la cama con las piernas flexionadas, como un escriba sentado, y se quedó mirando fijamente la estrella del diablo. Al cabo de un rato, ésta empezó a bailar. Cerró los ojos. Se trataba de captarlo.
Cuando empezó a clarear, él ya había pasado por todos los lugares. Estaba sentado, escuchaba y veía, pero estaba soñando. Cuando lo despertó el chasquido del periódico
Aftenposten
al caer en la escalera, levantó la cabeza y clavó la mirada en la cruz, que había dejado de bailar.
Todo había dejado de bailar. Ya estaba. Había visto el dibujo.
El dibujo de un hombre entumecido que buscaba desesperadamente unos sentimientos genuinos. Un idiota ingenuo que creía que donde hay alguien que ama, hay amor, que donde hay preguntas, hay respuestas. El dibujo de Harry Hole. En un arrebato de ira, dio con la cabeza en la cruz de la pared. Sintió un profundo dolor y cayó apático sobre la cama. Su mirada se posó en el despertador. Las 5.55. La funda del edredón estaba mojada y caliente.
Entonces, Harry Hole se apagó, como si alguien hubiera pulsado un interruptor.
Ella le llenó la taza de café. Él gruñó un
Danke
y pasó la página de
The Observer.
Como de costumbre, había salido a comprarlo en el hotel de la esquina, junto con los cruasanes recién hechos que el panadero del barrio había empezado a vender. El hombre nunca había estado en el extranjero, sólo en Eslovaquia, que no contaba como extranjero, pero le aseguraba que ahora en Praga tenían todo lo que había en otras grandes ciudades de Europa. Tenía ganas de viajar. Antes de conocerlo a él, se había enamorado de ella un hombre de negocios norteamericano. Una empresa farmacéutica de Praga con la que mantenía relaciones comerciales la compró como regalo. Era un hombre agradable, inocente y algo regordete, dispuesto a ofrecérselo todo con tal de que se fuera con él a su casa de Los Ángeles. Naturalmente, ella aceptó. Pero cuando se lo contó a Tomas, su chulo y hermanastro, éste se encaminó directamente a la habitación del americano y lo amenazó con un cuchillo. El americano se fue al día siguiente y ella nunca volvió a verlo. Cuatro días más tarde y muy deprimida, mientras bebía vino en el hotel Gran Europa, de pronto lo vio. Estaba sentado al fondo del local observando cómo ella toreaba a los pelmazos. Decía siempre que eso era lo que lo enamoró. No se trataba del hecho de que otros la desearan, sino de la forma en que ignoraba el cortejo, tan relajadamente desinteresada, tan netamente pudorosa. Dijo que todavía había hombres que sabían apreciar esas cosas.
Lo dejó que la invitara a una copa de vino, le dio las gracias y se fue a casa, sola.
Al día siguiente, llamó a la puerta de su minúsculo apartamento, situado en un semisótano de Strasnice. Nunca le explicó cómo se había enterado de dónde vivía. Pero la vida había pasado de gris a rosa en un abrir y cerrar de ojos. Experimentó la felicidad.
Era
feliz.
El papel de periódico crujía cada vez que pasaba la página.
Debía haberlo sabido. No debería haber guiñado el ojo otra vez. Ojalá no hubiera sabido lo de la pistola que llevaba en la maleta.
Pero había decidido olvidarlo. Olvidar todo lo demás. Lo otro, lo que no era lo importante. Eran felices. Ella lo quería. Estaba sentada, con el delantal puesto. Sabía que le gustaba que usara delantal. Al fin y al cabo, algo sabía del funcionamiento de los hombres, el secreto estaba en no demostrarlo. Se miró el regazo. Empezó a sonreír, no podía evitarlo.
—Tengo algo que contarte —le dijo.
—¿Ah, sí? —La página del periódico ondeaba como la vela de un barco.
—Prométeme que no te vas a enfadar —continuó notando que sonreía cada vez con más ganas.
—No puedo prometerlo —respondió él sin levantar la vista.
A ella se le heló la sonrisa.
—Que…
—Supongo que vas a confesarme que registraste mi maleta cuando te levantaste anoche.
Hasta aquel momento, ella no se había percatado de que le había cambiado el acento. Su habitual tono cantarín había desaparecido casi por completo. Dejó el periódico y la miró.
Nunca había tenido que mentirle, gracias a Dios, porque sabía que jamás lo conseguiría. Allí estaba la prueba. Negó con la cabeza pero notó que se le descontrolaba la expresión de la cara.
Él enarcó una ceja.
Ella tragó saliva.
El segundero de aquel reloj grande de cocina que ella compró en IKEA con el dinero de él emitió un silencioso tictac.
Él sonrió.
—Y encontraste un montón de cartas de mis amantes, ¿verdad?
Ella parpadeó desconcertada.
Él se inclinó.
—Estoy bromeando, Eva. ¿Algo va mal?
Ella asintió con la cabeza.
—Estoy embarazada —susurró rápidamente, como si, de pronto, fuese algo urgente—. Yo… nosotros… vamos a tener un hijo.
Se quedó petrificado, mirando fijamente al frente mientras ella le contaba cómo empezó a sospechar, la visita al médico y, finalmente, la certeza. Cuando terminó, él se levantó y salió de la cocina. Volvió y le entregó un pequeño estuche de color negro.
—Visitar a mi madre.
—¿Qué?
—Quieres saber lo que voy a hacer en Oslo, ¿no? Voy a visitar a mi madre.
—¿Tienes madre…?
Fue su primer pensamiento: «¿De verdad tiene madre?». Pero añadió:
—¿Vive tu madre en Oslo?
Él sonrió y señaló la caja con la cabeza.
—¿No vas a abrirlo, querida? Es para ti. Por el niño.
Parpadeó un par de veces antes de serenarse y poder abrirlo.
—Es precioso —aseguró notando que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Te quiero, Eva Marvanova.
El tono cantarín volvía a animar su acento.
Ella sonrió entre lágrimas cuando la abrazó.
—Perdóname —murmuró ella—. Perdóname. Lo único que necesito saber es que me quieres. El resto no tiene importancia. No tienes que hablarme de tu madre. Ni de la pistola…
Sintió que el cuerpo de él se ponía rígido entre sus brazos. Y le susurro al oído:
—Vi la pistola, pero no necesito saber nada. Nada, ¿me oyes?
Él se liberó cuidadosamente de su abrazo.
—Sí —dijo—. Lo siento, no hay más remedio. Ya no.
—¿Qué quieres decir?
—Tienes que saber quién soy.
—Pero… ya sé quién eres, mi amor.
—Ignoras a qué me dedico.
—No sé si quiero saberlo.
—Tienes que saberlo.
Cogió el estuche, sacó el collar y lo levantó.
—Me dedico a esto.
El diamante en forma de estrella brillaba como un ojo enamorado a la luz matinal que entraba por la ventana de la cocina.
—Y a esto.
Sacó la mano del bolsillo de la chaqueta. Sujetaba la misma pistola que ella había visto en la maleta, pero alargada con un suplemento de metal negro sujeto al cañón. Eva Marvanova no entendía mucho de armas, pero sabía lo que era. Un silenciador. O como se dice en inglés, tan acertadamente,
silencer.
Harry se despertó cuando sonó el teléfono. Tenía la sensación como si alguien le hubiese metido una toalla en la boca. Intentó humedecer la cavidad bucal con la lengua, pero le raspaba contra el paladar como un trozo de pan reseco. El reloj de la mesilla marcaba las 10.17. Un recuerdo fragmentario, una imagen incompleta le vino a la mente. Se dirigió a la sala de estar. El teléfono sonó por sexta vez.
Cogió el auricular.
—Aquí Harry. Habla.
—Sólo quiero decir que lo siento.
Allí estaba, la voz que siempre deseaba oír cuando cogía el teléfono.
—¿Rakel?
—Es tu trabajo —dijo—. No tengo derecho a estar enfadada. Lo siento.
Harry se sentó en la silla. Algo intentaba abrirse camino entre la maraña de sueños antiguos ya casi olvidados.
—Tienes derecho a estar enfadada —aseguró.
—Eres policía. Alguien tiene que cuidar de nosotros.
—No me refería al trabajo —explicó Harry.
Ella no respondía. Él aguardaba.
—Te echo de menos —dijo de repente con la voz quebrada.
—Echas de menos a la persona que creías que era yo —precisó Harry—. En cambio yo echo de menos…
—Adiós —dijo Rakel de pronto, como una canción que termina en pleno preludio.
Harry se quedó sentado mirando el teléfono. Alegre y triste a la vez. Un residuo del sueño se esforzaba por emerger a la superficie, pero se topó con la cara inferior de una capa de hielo que iba congelándose cada vez más a medida que pasaban los segundos del día. Repasó la mesa en busca de algún cigarrillo y encontró una colilla en un cenicero. Seguía teniendo la lengua medio anestesiada. Suponía que Rakel había interpretado su articulación gangosa como indicio de una borrachera, lo que, en realidad, no se hallaba tan lejos de la verdad, salvo por el hecho de que no sentía ganas de volver a ingerir ese veneno.
Entró en el dormitorio. Miró el reloj de la mesilla. Hora de irse a trabajar. Algo…
Cerró los ojos.
El eco de Duke Ellington continuaba resonándole en el conducto auditivo. No estaba allí, tenía que adentrarse más. Siguió escuchando. Oyó el grito dolorido de un tranvía, pasos de gato en el tejado y un ominoso susurro en el abedul de color verde explosivo que había en el patio trasero. Más adentro aún. Oyó que el edificio se resistía, el crujir de la masilla de los travesaños de las ventanas, el trastero vacío del sótano que emitía un ruido sordo allá abajo, en el abismo. Oyó el agudo raspar de las sábanas contra su piel desnuda y el traqueteo impaciente de los zapatos en el pasillo. Oyó la voz de su madre susurrar como solía hacerlo justo antes de que él se durmiera: «Detrás del armario, detrás del armario, detrás del armario de su
madame…».
Y ya estaba dentro del sueño.
El sueño de la noche anterior. Estaba ciego, tenía que estar ciego, porque sólo podía oír.
Oyó de fondo una voz que murmuraba una suerte de plegaria.
Por la acústica, se diría que estaba en una habitación de grandes dimensiones, como de una iglesia, de no ser porque no paraban de caer gotas. Desde debajo de la alta bóveda, si es que era una bóveda, se oía un aleteo acelerado. ¿Palomas? Al parecer, un sacerdote o un predicador dirigía la sesión de espiritismo, pero la liturgia sonaba extraña y exótica. Casi como si hablara en ruso o como si sufriera glosolalia. La congregación entonó un salmo de armonía extraña y líneas breves y cortantes. Ninguna palabra conocida, como Jesús o María. De repente, la congregación dejó de cantar y empezó a tocar la orquesta. Ahora reconoció la melodía. De la tele. Espera un momento. Oyó algo que rodaba. Una bola. Se detuvo.
—Cinco —anunció una voz femenina—. El número es el cinco.
En ese instante, lo comprendió todo.
La clave.
Las revelaciones de Harry solían ser pequeñas gotas heladas que le caían en la cabeza. Sólo eso. Por supuesto que a veces, si miraba hacia arriba siguiendo la dirección de caída, encontraba la relación causal. Aquella revelación era diferente. Era un regalo, un hurto, una gracia inmerecida de los ángeles, música como ésta podía llegar a personas como Duke Ellington, perfectamente acabada como extraída de un sueño, sólo había que sentarse al piano y tocarla.
Y eso era lo que Harry se disponía a hacer en aquellos momentos. Había citado a su público en su despacho a la una de la tarde. Así tendría tiempo suficiente para poner en su lugar lo más esencial, el último trozo de la clave. Para eso necesitaba la estrella guía. Y un mapa de las estrellas.
Cuando se dirigía al despacho, pasó por una librería a fin de comprar una regla, un transportador, un compás, la plumilla más fina que tuvieran y un par de transparencias. Y se puso manos a la obra en cuanto llegó. Sacó el gran plano de Oslo que había descolgado de la pared, puso una cinta adhesiva en un roto, alisó los dobleces y lo colgó en la pared más amplia. Hecho esto, dibujó en el folio un círculo, lo dividió en cinco sectores de exactamente setenta y dos grados cada uno, pasando la plumilla a lo largo de la regla hacia cada uno de los puntos libres que se encontraban más apartados en el círculo, en una línea continua. Cuando terminó, levantó el folio hacia la luz. La estrella del diablo.
El proyector de transparencias de la sala de reuniones no estaba en su lugar, de modo que Harry entró en la sala del grupo de Atracos, donde el jefe de grupo Ivarsson daba su eterna conferencia, que los colegas habían titulado «Cómo llegué a ser tan listo», ante un grupo de sustitutos convocados a la fuerza.
—Esto tiene prioridad —dijo Harry apagándolo y llevándose el carrito con el proyector ante la mirada perpleja de Ivarsson.
De vuelta en su despacho, Harry metió la transparencia en el proyector, enfocó el cuadrado de luz hacia el mapa y apagó la lámpara del techo.
Escuchó su propia respiración en la oscura sala sin ventanas mientras ajustaba la transparencia, acercó y alejó el proyector y enfocó la sombra negra de la estrella hasta que la hizo coincidir. Porque coincidir, coincidía. Vaya si coincidía. Miró fijamente el mapa, trazó dos círculos alrededor de sendos números de un par de calles e hizo unas llamadas.