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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (24 page)

—Nunca. Pero sí me he tirado de cabeza.

—¿Que te has tirado de cabeza? Pero si eso es todavía más guay. ¿Lo vio mucha gente o no?

Harry negó con la cabeza.

—Lo hice de noche. Completamente solo.

Oleg dejó escapar un suspiro.

—¿Y para qué ser valiente, si nadie te ve?

—Sí, a veces yo también me lo pregunto.

Harry intentó captar la mirada de Rakel, pero las gafas eran demasiado oscuras. Ella había guardado las cosas en la bolsa y se había puesto una camiseta y una minifalda vaquera encima del biquini.

—Pero también es cuando resulta más difícil —explicó Harry—. Cuando estás solo y nadie te ve.

—Gracias por hacerme este favor, Harry —dijo Rakel—. Eres muy amable.

—Es un placer —respondió Harry—. Tómate el tiempo que necesites.

—Que necesite el dentista —puntualizó ella—. Esperemos que no sea mucho.

—¿Cómo aterrizaste? —preguntó Oleg.

—Como siempre —dijo Harry sin dejar de mirar a Rakel.

—Estaré de vuelta a las cinco —dijo ella—. No os cambiéis de sitio.

—No cambiaremos nada —dijo Harry arrepintiéndose nada más decirlo. Aquel no era el momento ni el lugar para ser patético. Ya vendrían tiempos mejores.

Harry la siguió con la mirada hasta que desapareció. Y se quedó pensando en lo difícil que debió de ser conseguir una cita con el dentista durante las vacaciones.

—¿Quieres ver cómo salto desde el cinco o qué? —preguntó Oleg.

—Por supuesto —dijo Harry quitándose la camiseta.

Oleg lo miró.

—¿Nunca tomas el sol, Harry?

—Nunca.

Cuando Oleg ya había saltado dos veces, Harry se quitó los vaqueros y lo acompañó al trampolín. Le explicó a Oleg el salto de
la gamba,
mientras algunas personas de la cola miraban con desaprobación sus calzoncillos con la bandera de la UE. Harry estiró la mano.

—El arte está en mantenerse vertical en el aire. Impresiona mucho. La gente piensa que vas caer al agua tieso. Pero en el último momento… —Harry juntó el pulgar y el índice—… te doblas por la mitad como una gamba y atraviesas la superficie con las manos y los pies al mismo tiempo.

Harry saltó. Le dio tiempo a oír el pito del socorrista antes de doblarse y la superficie le dio en la frente.

—Oye tú, he dicho que el cinco está cerrado —oyó la voz del megáfono como un balido cuando subió de nuevo a la superficie.

Oleg le hizo señas desde el trampolín y Harry le indicó con el pulgar que lo había comprendido. Salió del agua, bajó las escaleras y se puso al lado de una de las ventanas que daban a la piscina del trampolín. Pasó un dedo por el cristal fresco y se puso a hacer dibujos en el vaho mientras contemplaba el paisaje subacuático de color azul verdoso. Miró hacia la superficie y vio trajes de baño, piernas pataleando y los contornos de una nube en un cielo azul. Y pensó en el Underwater.

Entonces apareció Oleg. Frenó en medio de una nube de burbujas, pero en vez de nadar hacia la superficie, dio una patada y bajó hasta la ventana donde estaba Harry.

Se miraron. Oleg sonreía, le hacía gestos con los brazos y señalaba. Tenía la cara pálida y verdosa. Harry no oía lo que decía, pero vio que Oleg movía la boca mientras su negra cabellera flotaba ingrávida por encima de su cabeza, bailando como si fueran algas y apuntando hacia arriba. A Harry le recordaba algo, algo en lo que no quería pensar en aquel momento. Pero mientras estuvieron así, uno a cada lado del cristal, con el sol rugiendo en el cielo y un muro de sonidos despreocupados a su alrededor y, al mismo tiempo, en medio de un silencio absoluto, Harry tuvo un presentimiento repentino de que iba a ocurrir algo terrible.

Sin embargo, lo olvidó enseguida, porque ese presentimiento dio paso a otro en el momento en que Oleg dio otra patada, desapareció de la imagen y Harry se quedó mirando la pantalla vacía de televisor. La pantalla vacía de televisor. Con las líneas que había dibujado en el vaho. Ya sabía dónde lo había visto.

—¡Oleg!

Harry subió la escalera corriendo.

En términos generales, a Karl los seres humanos le interesaban poco. Llevaba más de veinte años al frente de la tienda de televisores de la plaza de Carl Berner y, a pesar de ello, nunca se había preocupado por saber lo más mínimo sobre aquel tocayo que había dado nombre a «la plaza». Tampoco tenía interés en saber nada sobre aquel hombre alto que le mostraba su identificación policial, ni sobre el niño con el pelo mojado que estaba a su lado. Ni tampoco sobre la chica de la que hablaba el agente, la que habían encontrado en los servicios del bufete de abogados que había al otro lado de la calle. La única persona que le interesaba a Karl en aquellos momentos era la chica que aparecía en la foto de la revista
Vi Menn,
su edad, si de verdad era de Tønsberg y si le gustaba tomar el sol desnuda en la terraza para que los hombres que pasaban pudiesen verla.

—Estuve aquí el día que mataron a Barbara Svendsen —dijo el agente.

—Si tú lo dices… —comentó Karl.

—¿Ves ese televisor apagado que hay al lado de la ventana? —dijo el agente señalando el aparato.

—Philips —dijo Karl apartando el ejemplar de
Vi Menn
—. Está bien, ¿verdad? Cincuenta hercios. Tubo de imágenes Real Fiat. Sonido envolvente, teletexto y radio. Cuesta 7.900, pero te lo dejo en 5.900.

—¿Ves que alguien ha dibujado en el polvo?

—De acuerdo —suspiró Karl—. 5.600.

—Me importa un bledo la tele —atajó el agente—. Quiero saber quién lo hizo.

—¿Por qué? —preguntó Karl—. No pensaba denunciarlo.

El agente se inclinó sobre el mostrador. Karl dedujo de la expresión de su cara que no le gustaban sus respuestas.

—Escucha. Estamos intentando atrapar a un asesino. Y yo tengo razones para creer que ha estado aquí y que ha hecho ese dibujo en la pantalla del televisor. ¿Te basta?

Karl asintió con la cabeza.

—Bien. Y ahora quiero que te esfuerces por recordar.

El agente se dio la vuelta cuando sonó una campanilla a su espalda. Una mujer con una maleta metálica apareció en el umbral.

—El televisor Philips —dijo el agente señalando.

Ella asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Se sentó en cuclillas delante de la pared donde estaba el televisor y abrió la maleta.

Karl los miraba con los ojos como platos.

—¿Y bien? —dijo el agente.

Karl había empezado a comprender que aquello era más importante que Liz, la chica de Tønsberg.

—No recuerdo a todos los que entran en la tienda —balbució queriendo decir que no recordaba a nadie.

Eso es lo que pasaba. Las caras no significaban nada para él. A aquellas alturas, había olvidado incluso la cara de la joven Liz.

—No necesito que los recuerdes a todos —dijo el agente—. Sólo a éste. Parece que no hay mucho público aquí estos días.

Karl asintió resignado con la cabeza.

—¿Qué tal si te enseño algunas fotos? —preguntó el agente—. ¿Lo reconocerías?

—No lo sé. No te he reconocido a ti, así que…

—Harry —dijo el niño.

—Pero ¿viste a alguien dibujando en el televisor?

—Harry…

Karl
había visto
a una persona en la tienda aquel día. Se acordó la misma tarde en que la policía entró para preguntarle si había visto algo sospechoso. El problema era que esa persona no
había hecho
nada de particular, salvo mirar las pantallas de los televisores. Algo que no resulta muy sospechoso en una tienda donde los venden. ¿Qué iba a decir? ¿Que alguien cuyo aspecto no recordaba había estado en su tienda y que le resultó sospechoso? ¿Y, además, buscarse un lío y llamar una atención que no deseaba?

—No —respondió Karl—. No vi a nadie dibujar en el televisor.

El agente murmuró algo.

—Harry… —el niño tiraba de la camiseta del agente—. Son las cinco.

El agente se puso rígido y miró el reloj.

—Beate —dijo—. ¿Has encontrado algo?

—Demasiado pronto —dijo ella—. Hay suficientes marcas, pero ha pasado el dedo de tal modo que resulta difícil encontrar una huella entera.

—Llámame.

La campanilla que colgaba encima de la puerta volvió a tintinear y Karl y la mujer de la maleta metálica se quedaron solos en la tienda.

Karl atrajo hacia sí una vez más a Liz, la chica de Tønsberg, pero cambió de opinión. La dejó boca abajo y se fue hasta la agente de policía. Estaba utilizando un pequeño pincel para cepillar con cuidado una especie de polvo que había echado sobre la pantalla. Y entonces vio el dibujo en el polvo. Había empezado a ahorrar también en la limpieza, de modo que no era raro que el dibujo siguiera allí después de unos días.

—¿Qué representa? —preguntó.

—No lo sé —respondió la agente—. Me acaban de decir cómo se llama.

—¿Y cómo se llama?

—La estrella del diablo.

20
Miércoles. Los constructores de catedrales

Harry y Oleg se encontraron con Rakel justo cuando ella salía por la puerta de la piscina Frognerbadet. Echó a correr en dirección a Oleg y lo abrazó al tiempo que dirigía a Harry una mirada furiosa.

—¿Qué crees que estás haciendo? —susurró.

Harry se quedó con los brazos caídos y cambiando el peso de un pie a otro. Sabía qué podría haberle contestado. Podría haber dicho que «lo que estaba haciendo» era intentar salvar vidas en la ciudad. Pero incluso eso sería mentira. La verdad era que estaba haciendo sus cosas, únicamente eso, sus cosas, y permitiendo que cuantos había a su alrededor pagasen el precio. Así había sido y así sería siempre, y si, de paso, salvaba vidas, podía considerarse un valor añadido.

—Lo siento —dijo. Y, por lo menos en eso, era sincero.

—Hemos estado en un sitio donde también ha estado el asesino en serie —dijo Oleg alteradísimo, pero se calló enseguida, al ver la mirada incrédula de su madre.

—Bueno… —empezó Harry.

—No —lo interrumpió Rakel—. No lo intentes.

Harry se encogió de hombros y sonrió a Oleg con tristeza.

—Déjame por lo menos que os lleve a casa.

Conocía la respuesta antes de oírla. Se quedó mirando cómo se alejaban. Rakel caminaba con pasos rápidos y decididos. Oleg se volvió y se despidió con la mano. Harry le devolvió el saludo.

El sol le bombeaba bajo los párpados.

La cafetería se hallaba en el último piso de la comisaría. Al entrar por la puerta, Harry se quedó de pie mirando. Aparte de la persona que vio sentada en una de las mesas, de espaldas a él, no había más público en el amplio local. Harry se fue derecho de Frognerbadet a la comisaría. Mientras caminaba por los pasillos desiertos del sexto piso, constató que el despacho de Tom Waaler estaba vacío, aunque con la luz encendida.

Harry se acercó al mostrador, que tenía echada la persiana de acero. En la tele, que estaba colgada en una esquina, daban un sorteo de lotería. Harry siguió con la vista la bola que bajaba hacia la cesta. El volumen del televisor estaba muy bajo, pero Harry pudo oír la voz de una mujer que anunciaba el cinco, «el número ganador es el cinco». Alguien había tenido suerte. Se oyó el ruido de una silla.

—Hola, Harry. El servicio está cerrado.

Era Tom.

—Ya lo sé —respondió Harry.

Pensaba en la pregunta de Rakel. ¿Qué estaba haciendo, realmente?

—Sólo pensaba fumarme un pitillo.

Harry señaló con la cabeza a la terraza, que funcionaba todo el año como sala de fumadores.

La vista que se ofrecía desde allí era espectacular, pero el aire seguía tan ardiente y estático como en la calle. Los rayos del sol vespertino incidían oblicuos sobre la ciudad y el puerto de Bjørvika que, de momento, constaba de una carretera y una zona de almacén y contenedores, excelente escondite para drogadictos, pero que pronto se convertiría en una ópera, hoteles y pisos para millonarios. La riqueza estaba a punto de someter a toda la ciudad. Harry pensó en los peces gato de los ríos de África, ese pez grande y negro que carece de la sensatez suficiente como para escapar hacia aguas más profundas cuando comienza la época de sequía y que, al final, queda atrapado en las charcas lodosas que terminan por secarse poco a poco. Los trabajos de construcción ya habían empezado, las grúas parecían siluetas de jirafas elevándose hacia el sol de la tarde.

—Será impresionante.

No había oído a Tom mientras se acercaba.

—Ya veremos.

Harry dio una calada. No sabía con seguridad a qué había respondido.

—Te gustará —dijo Waaler—. Es cuestión de acostumbrarse.

Harry se imaginó a los peces gato cuando el agua desaparecía y ellos se quedaban allí en el lodo, moviendo la cola, abriendo la boca e intentando acostumbrarse a respirar aire.

—Necesito una respuesta, Harry. Tengo que saber si estás dentro o fuera.

Ahogarse con aire. Puede que la muerte del pez gato no fuera peor que la de otros. Dicen que la muerte por ahogamiento es relativamente agradable.

—Ha llamado Beate —dijo Harry—. Ya ha cotejado las huellas de la tienda de televisores.

—¿Ah, sí?

—Sólo son huellas parciales. Y el dueño no recuerda nada.

—Una pena. Aune dice que, en Suecia, obtienen buenos resultados con testigos olvidadizos. Quizá debiéramos probar.

—Sí.

—Y esta tarde nos ha llegado una información interesante del forense. Sobre Camilla Loen.

—Ya.

—Estaba embarazada de dos meses. Pero ninguna de las personas de su círculo de amistades con las que hemos hablado tiene idea de quién podría ser el padre. Es más que probable que no tenga nada que ver con el asesinato, pero sería interesante averiguarlo.

—Ya.

Se quedaron en silencio. Waaler se acercó y se inclinó sobre la barandilla.

—Ya sé que no te gusto, Harry. Y no te pido que cambies de parecer de la noche a la mañana. —Hizo una pausa—. Pero si vamos a trabajar juntos tenemos que empezar por algún sitio. Quizá siendo más accesible el uno para el otro.

—¿Accesible?

—Sí. ¿Suena difícil?

—Un poco.

Tom Waaler sonrió.

—De acuerdo. Pero te dejo que empieces tú. Pregúntame algo que quieras saber sobre mí.

—¿Sobre ti?

—Sí. Lo que sea.

—¿Fuiste tú quien dispa…? —Harry se detuvo en mitad de la palabra—. A ver —dijo—. Quiero saber qué te mueve.

—¿Qué quieres decir?

—Qué es lo que te mueve a levantarte por la mañana y hacer las cosas que haces. Cuál es tu meta y por qué.

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