La estrella del diablo (27 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

Willy le indicó al camarero que quería la cuenta.

—¿Qué demonios te hace pensar que quiere volver conmigo? —preguntó Harry—. No sabes nada de ella.

—Tienes razón. No digo más que tonterías. El vino blanco con la comida es una buena idea, pero sólo en teoría. Últimamente, bebo más de lo que debiera, espero que me perdones.

El camarero trajo la cuenta. Willy la firmó sin mirarla y le pidió que la uniera a las demás. El camarero desapareció.

—Pero llevar a una mujer a un estreno con las mejores entradas nunca puede ser un fracaso total —Willy sonrió—. Créeme, lo he comprobado.

Harry pensó que la sonrisa de Willy se parecía a la triste y resignada de su padre. La sonrisa de un hombre que mira hacia atrás porque allí están las cosas que lo hacen sonreír.

—Muchas gracias, pero… —empezó Harry.

—Nada de peros. Por lo menos es una excusa para llamarla, si no os habláis últimamente. Déjame que te mande dos entradas, Harry. Creo que a Lisbeth le habría gustado. Y Toya está haciendo progresos. Será un buen montaje.

Harry hurgó distraído en el mantel.

—Lo pensaré.

—Estupendo. Tendré que ponerme en marcha antes de que me quede dormido —Willy se levantó.

—A propósito —Harry se metió la mano en el bolsillo—, encontramos este símbolo en los dos lugares del crimen. Es una estrella del diablo. ¿Recuerdas haberla visto en algún sitio después de que Lisbeth desapareciera?

Willy miró la foto.

—No lo creo.

Harry estiró la mano hacia la foto.

—Espera un poco —Willy se rascó la barbilla.

Harry aguardaba.

—La he visto. Pero ¿dónde?

—¿En el apartamento? ¿En el portal? ¿En la calle?

Willy negó con la cabeza.

—En ninguno de esos lugares. Y no ahora. En otro lugar, hace mucho tiempo. Pero ¿dónde? ¿Es importante?

—Puede serlo. Llámame si te acuerdas.

Ya fuera, cuando se despidieron, Harry se quedó mirando la calle Drammensveien. El sol brillaba sobre las vías y el aire caliente vibraba y hacía flotar el tranvía.

22
Jueves y viernes. La revelación

Jim Beam está hecho de centeno, cebada y un setenta por ciento de maíz que le da al bourbon ese sabor rotundo y dulce que lo distingue del whisky corriente. El agua del Jim Beam procede de un manantial cercano a la destilería de Clermont, Kentucky, donde también fabrican esa levadura especial que, según algunos, sigue la misma receta que Jacob Beam utilizaba en 1795. El resultado madura durante un mínimo de cuatro años antes de ser enviado a todos los rincones del mundo y de ser adquirido por Harry Hole, que se caga en Jacob Beam y que sabe que el agua de manantial es un truco de comercialización parecido a lo de Farris y el manantial de Farris. Y el único porcentaje que le importa es el que aparece en la letra pequeña de la etiqueta.

Harry se encontraba delante del frigorífico con un cuchillo de tallar en la mano, mirando fijamente la botella de líquido ocre dorado. Estaba desnudo. El calor del dormitorio lo había obligado a quitarse el calzoncillo aún húmedo y con olor a cloro.

Y llevaba cuatro días sobrio. Se dijo que lo peor ya había pasado. Era mentira, lo peor distaba mucho de haber pasado. Aune le había preguntado en una ocasión si sabía por qué bebía. Y él le contestó sin titubear: «Porque tengo sed». Harry lamentaba en varios sentidos el hecho de vivir en una sociedad y en una época en que las desventajas derivadas de beber alcohol en exceso superasen a las ventajas. Sus razones para mantenerse sobrio nunca habían guardado relación alguna con sus principios y sólo eran de tipo práctico. Consumir mucho alcohol resulta agotador y el premio es una vida corta y miserable, llena de aburrimiento y de dolor físico. Para un bebedor periódico, la vida consiste, por un lado, en estar borracho y, por otro, en el resto del tiempo. Dilucidar cuál de esas dos partes es la vida real constituía una cuestión filosófica en la que él no tenía tiempo de profundizar, ya que, de todos modos, la respuesta no le proporcionaría una vida mejor. Ni peor. Porque todo lo que estaba bien —todo— debía rendirse necesariamente tarde o temprano a la ley de la gravedad del alcohólico. La Gran Sed. Así era como había visto el problema de cálculo hasta que conoció a Rakel y a Oleg. Aquel encuentro otorgó una nueva dimensión a la abstinencia. Pero no anulaba la ley de la gravedad. Y ahora ya no aguantaba más las pesadillas. No aguantaba oír los gritos de ella. Ver el miedo en sus ojos fijos y muertos mientras su cabeza subía hacia el techo del ascensor. Tendió la mano hacia el armario. No dejaría nada sin probar. Dejó el cuchillo de tallar al lado de Jim Beam y cerró la puerta del armario. Luego volvió al dormitorio.

No encendió la lámpara, pero un rayo de luz de luna entraba por entre las cortinas.

El edredón y el colchón parecían haber intentado quitarse la ropa húmeda y arrugada.

Se metió en la cama. La última vez que durmió sin pesadillas fue en la cama de Camilla Loen, durante unos minutos. Entonces también soñó con la muerte, pero con la diferencia de que no sintió miedo. Un hombre puede encerrarse, pero tiene que dormir. Y en el sueño nadie puede esconderse.

Harry cerró los ojos.

El rayo de luna parecía temblar al ritmo del vaivén de las cortinas. Incidió sobre la pared que había encima de la cama y sobre las marcas negras de un cuchillo. Debieron de emplear mucha fuerza, porque la hendidura se adentraba profundamente en la madera detrás del papel blanco de la pared. La herida ininterrumpida formaba una gran estrella de cinco puntas.

Ella oía el tráfico de Trojská al otro lado de la ventana y la respiración profunda y regular del hombre que yacía a su lado. A veces le parecía distinguir los gritos del parque zoológico, pero a lo mejor sólo eran los trenes nocturnos del otro lado del río, que frenaban antes de llegar a la estación central. Cuando se mudaron a Trojská, a la cima del signo de interrogación marrón que describía el río Vltava a su paso por Praga, él dijo que le gustaba el sonido de los trenes.

Llovía.

Se había pasado todo el día fuera. En Borna, le dijo. Cuando por fin lo oyó entrar en el apartamento, ella ya se había acostado. Oyó en la entrada el ruido de la maleta antes de que él entrara en el dormitorio. Fingió dormir, pero lo observó a escondidas mientras él colgaba la ropa con movimientos lentos, echando alguna que otra ojeada al espejo que había junto al armario para mirarla. Se metió en la cama. Tenía las manos frías y la piel pegajosa de sudor cuajado. Hicieron el amor al repiqueteo de la lluvia contra las tejas, el cuerpo de él sabía a sal. Después, se durmió como un niño. Por lo general, a ella también le entraba sueño, pero en esta ocasión se quedó despierta mientras la savia de él salía de su cuerpo para ser absorbida por la sábana.

Fingió no saber lo que la mantenía despierta, pese a que sus pensamientos siempre eran los mismos. Que, el lunes por la noche cuando volvió de Oslo, al ir a cepillar la chaqueta del traje, descubrió en la manga un cabello rubio. Que aquel sábado, él volvería a Oslo. Que era la cuarta vez en cuatro semanas. Que seguía sin querer contarle lo que hacía allí. Ni que decir tiene que el pelo podía ser de cualquiera, de un hombre o de un perro.

Él empezó a roncar.

Pensó en la forma en que se conocieron. En su cara abierta y sus confesiones francas, que ella malinterpretó pensando que se hallaba ante un hombre extrovertido. La derritió como la nieve de primavera en la plaza de Václav, aunque, cuando una mujer sucumbía tan fácilmente a un hombre, siempre existía una sospecha que corroía, la de no ser la única que había sucumbido de ese modo.

Pero la trataba con respeto, casi como a un igual, a pesar de que tenía dinero suficiente como para tratarla como a una de las prostitutas de Perlová. Era un premio de la lotería, el único que le había tocado. Lo único que podía perder. Esa certeza la impulsaba a ser cauta, le impedía preguntar dónde había estado, con quién, qué hacía en realidad.

Sin embargo, había pasado algo y ahora tenía que averiguar si él era un hombre en quien pudiese confiar de verdad. Tenía algo mucho más precioso que perder. No le había contado nada, no lo supo con seguridad hasta hacía tres días, cuando fue al médico.

Se levantó de la cama y salió de la habitación de puntillas. Ya en el pasillo, cerró la puerta con cuidado.

Era una maleta moderna de color azul plomo, de la marca Samsonite. Estaba casi nueva pero los cantos aparecían rayados y llenos de pegatinas medio arrancadas de controles de seguridad y de destinos de los que ella ni siquiera había oído hablar.

A la débil luz del vestíbulo observó que la combinación de la cerradura estaba en cero-cero-cero. Siempre lo estaba. Y no necesitaba comprobarlo, sabía que no podría abrir la maleta. Nunca la había visto abierta, a excepción de las veces que él sacaba la ropa de los cajones para meterla en la maleta mientras ella estaba en la cama. Fue pura casualidad que lo hubiese visto la última vez que hizo la maleta. Vio que la combinación de la cerradura estaba en el interior de la tapa. Por otro lado, no es muy difícil recordar tres cifras. No cuando tienes que hacerlo. Olvidar todo lo demás y recordar las tres cifras del número de habitación de un hotel cuando llamaban para decirle que la requerían, qué debía llevar puesto o si había algún otro deseo especial.

Aguzó el oído. Los ronquidos sonaban como una suave fricción detrás de la puerta.

Había cosas que él no sabía. Cosas que no tenía por qué saber, cosas que ella había tenido que hacer, pero que pertenecían al pasado. Puso la punta de los dedos contra las ruedecillas dentadas que había sobre los números y las giró. A partir de ahora, sólo importaba el futuro.

Las cerraduras se abrieron con un suave clic.

Se quedó en cuclillas mirando fijamente el interior de la tapa.

Debajo, encima de una camisa blanca, había una cosa de metal negra y fea.

No necesitaba tocarla para asegurarse de que era una pistola de verdad, las había visto antes, en su vida anterior.

Tragó saliva y notó que la sobrecogía el llanto. Apretó los dedos contra los ojos. Por dos veces, murmuró el nombre de su madre para sus adentros.

Duró sólo unos segundos.

Tomó aire con fuerza y en silencio. Tenía que sobrevivir.
Ellos
tenían que sobrevivir. Aquello era, desde luego, una explicación de por qué no le podía contar muchos detalles sobre lo que hacía, la razón de que ganase tanto como parecía. Y ella ya había tenido ese pensamiento, ¿no?

Tomó una decisión.

Había cosas que ella ignoraba. Cosas que no necesitaba saber. Cerró la maleta y puso de nuevo a cero los números de la cerradura. Aplicó el oído a la puerta antes de abrirla con cuidado y entró rápidamente. Un rectángulo de la luz del pasillo alcanzó la cama. Si hubiera echado un vistazo al espejo antes de cerrar, le habría visto abrir un ojo. Pero estaba demasiado ocupada con sus propios pensamientos. O mejor dicho, con ese único pensamiento que acudía a su mente una y otra vez mientras oía el tráfico, los gritos del parque zoológico y su respiración rítmica y profunda. Que desde ahora sólo contaba el futuro.

Un grito, una botella al romperse contra la acera, seguido de una risa ronca. Juramentos y pasos corriendo que desaparecen traqueteando por la calle Sofie hacia el estadio de Bislett.

Harry miraba al techo mientras escuchaba los sonidos de la noche. Había dormido tres horas sin soñar antes de despertarse y ponerse a pensar. En tres mujeres, dos escenarios de sendos crímenes y en un hombre que le había ofrecido un buen precio por su alma. Intentó encontrar un sistema en todo aquello. Descifrar la clave. Ver el patrón. Comprender lo que Øystein había llamado la dimensión más allá del dibujo, la pregunta que venía antes de cómo. ¿Por qué?

¿Por qué un hombre se había disfrazado de mensajero ciclista para matar a dos mujeres y, probablemente, a una tercera? ¿Por qué se lo había puesto tan difícil a la hora de elegir el lugar del crimen? ¿Por qué dejaba mensajes? Cuando toda la experiencia atesorada afirmaba que los asesinatos en serie tenían un motivo sexual, ¿por qué no había ninguna señal de que hubiesen abusado sexualmente de Camilla Loen o de Barbara Svendsen?

Harry notó cómo le sobrevenía el dolor de cabeza. Apartó la funda del edredón de una patada y se dio la vuelta. Los números del despertador ardían en rojo. Las dos cincuenta y uno. Las dos últimas preguntas de Harry eran para sí mismo. ¿Por qué aferrarse al alma, si eso significa que se rompa el corazón? ¿Y por qué le importaba un sistema que en realidad lo odiaba?

Apoyó los pies en el suelo y se fue a la cocina. Miró la puerta del armario que había encima del fregadero. Enjuagó un vaso bajo el grifo y dejó que se llenase hasta arriba. Sacó el cajón donde estaban los cubiertos y cogió la caja negra de fotos, quitó la tapa gris y vertió el contenido en la palma de la mano.
Una
pastilla lo haría dormir. Dos con un vaso de Jim Beam lo volverían hiperactivo. Tres o más podían surtir efectos imprevisibles.

Harry abrió la boca, metió las pastillas y se las tragó con agua tibia.

Luego se fue a la sala de estar, puso un disco de Duke Ellington que había comprado después de ver a Gene Hackman sentado en el autobús nocturno en
La conversación,
acompañado de unas notas tenues que eran lo más solitario que Harry había oído jamás.

Se sentó en el sillón de orejas.

—Para eso sólo conozco un método —le había dicho Øystein.

Harry empezó por el principio. Por el día que pasó por delante del Underwater haciendo eses camino a la dirección de Ullevålsveien. Viernes. La calle Sannergata. Miércoles. Carl Berner. Lunes. Tres mujeres. Tres dedos amputados. La mano izquierda. Primero el dedo índice, luego el corazón y el anular. Tres lugares. Ningún chalé, barrios con vecinos. Un edificio antiguo de fin de siglo, otro de los años treinta y un bloque de oficinas de los cuarenta. Ascensores. Recordaba los números sobre las puertas del ascensor. Skarre había hablado con las tiendas en Oslo y alrededores especializadas en equipos para los mensajeros ciclistas. No pudieron ayudarle en cuanto a equipos de bicicleta y trajes amarillos, pero gracias al acuerdo con los seguros Falken, pudieron facilitarle una lista de quienes habían comprado bicicletas caras en los últimos meses, como las utilizadas por los mensajeros.

Notó cómo llegaba la anestesia. La tosca lana de la silla le escocía contra las nalgas y los muslos desnudos.

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