—
Wer ist da?
Harry se quedó de piedra. Sivertsen y él se miraron. Ninguno de los dos había pronunciado una sola palabra. La voz gutural procedía del teléfono móvil que estaba en el suelo.
—
Sven? Bist du es, Sven?
Harry cogió el teléfono y se lo puso en la oreja.
—
Sven is here
—dijo despacio—.
Who are you?
—
Eva
—respondió una voz de mujer que sonó nerviosa—.
Bitte, was ist passiert?
—Beate Lønn.
—Harry. Yo…
—Cuelga y llámame al móvil.
Ella colgó.
Diez segundos más tarde la tenía en lo que él seguía insistiendo en llamar el hilo.
—¿Qué pasa?
—Nos están vigilando.
—¿Cómo?
—Tenemos un programa de detección de pirateo informático que nos alerta si alguien interviene el tráfico en nuestro teléfono y correo electrónico. Se supone que es para protegernos de los delincuentes, pero Bjørn asegura que en este caso parece ser el mismo operador de la red.
—¿Son escuchas?
—No lo creo. Pero, como quiera que sea, alguien está registrando todas las llamadas y los correos entrantes y salientes.
—Se trata de Waaler y sus chicos.
—Lo sé. Y ahora están al tanto de que me has llamado, lo que a su vez significa que no puedo seguir ayudándote, Harry.
—La chica de Sivertsen va a enviar una foto de una cita que Sivertsen tuvo con Waaler en Praga. La foto muestra a Waaler de espaldas y no puede ser utilizada como prueba de nada en absoluto, pero quiero que la mires y me digas si parece fiable. Ella tiene la foto en el ordenador así que te la puede enviar por correo. ¿Cuál es la dirección de correo electrónico?
—¿No me estás escuchando, Harry? Ellos ven todos los remitentes y los números de todos los que llaman. ¿Qué crees que pasará si recibimos un correo o un fax de Praga, precisamente en estos momentos? No puedo hacerlo, Harry. Y tengo que inventarme una explicación plausible de por qué me has llamado y yo no soy tan rápida pensando como tú. ¿Dios mío, qué le voy a decir?
—Tranquila, Beate. No tienes que decir nada. Yo no te he llamado.
—¿Qué dices? Me has llamado ya tres veces.
—Sí, pero no lo saben. Estoy utilizando un móvil que me ha prestado un amigo.
—¿Así que te esperabas esto?
—No, esto no. Lo hice porque los teléfonos móviles envían señales a las estaciones base que indican el área de la ciudad donde se encuentra quien realiza la llamada. Si Waaler tiene gente en la red de telefonía móvil intentando rastrear el mío, van a tenerlo bastante difícil, porque no para de moverse por toda la ciudad.
—Quiero saber lo menos posible sobre todo esto, Harry. Pero no envíes nada aquí. ¿Vale?
—Vale.
—Lo siento, Harry.
—Ya me has dado el brazo derecho, Beate. No tienes que pedir perdón por querer conservar el izquierdo.
Llamó a la puerta. Cinco golpes rápidos justo debajo de la placa donde ponía 303. Era de esperar, lo bastante fuertes como para resonar por encima de la música. Esperó. Iba a aporrear la puerta otra vez cuando oyó que bajaban el volumen y, enseguida, el sonido de unos pies descalzos que caminaban por el interior. Se abrió la puerta. Parecía recién levantada.
—¿Sí?
Le enseñó su identificación que, en rigor, era falsa, ya que había dejado de ser policía.
—Una vez más, perdón por lo ocurrido el sábado —dijo Harry—. Espero que no os asustarais mucho cuando entraron con tanta violencia.
—No pasa nada —dijo ella con una mueca—. Supongo que sólo estabais haciendo vuestro trabajo.
—Sí. —Harry se balanceaba sobre los talones y echó una ojeada rápida a lo largo del pasillo—. Un colega de la Científica y yo estamos buscando huellas en el apartamento de Marius Veland. Estaban a punto de enviarnos un documento, pero se me ha fastidiado el portátil. Es muy importante y como tú estabas navegando por Internet el sábado, he pensado que…
Ella le dio a entender con un gesto que sobraba la explicación y lo invitó a pasar.
—El ordenador está encendido. Supongo que debería disculparme por el desorden o algo así, pero espero que te parezca bien, en realidad, me importa una mierda.
Se sentó delante de la pantalla, abrió el programa de correo electrónico, desplegó el trozo de papel con la dirección de Eva Marvanova y la tecleó en un teclado grasiento. Fue un mensaje breve.
Ready. This address.
Enviar.
Se giró en la silla y miró a la chica, que se había sentado en el sofá y se estaba poniendo unos vaqueros ajustados. Ni siquiera se había percatado de que no llevaba más que unas bragas, probablemente a causa de la camiseta estampada con una gran planta de cannabis.
—¿Estás sola hoy? —preguntó, más que nada para decir algo mientras esperaba a Eva.
Por la expresión de su cara comprendió que no era una buena excusa para entablar conversación.
—Sólo follo el fin de semana —le respondió la chica oliendo un calcetín antes de ponérselo. Y sonrió satisfecha al constatar que Harry no tenía intención de seguirle el juego. Harry, por su parte, constató que la chica debía hacer una visita al dentista.
—Tienes un mensaje —dijo ella.
Él se volvió hacia la pantalla. Era de Eva. Ningún texto, sólo un archivo adjunto. Hizo doble clic en el archivo. La pantalla se volvió negra.
—Es viejo y va lento —dijo la chica sonriendo más aún—. Se le levantará, sólo tienes que esperar un poco.
Ante la vista de Harry empezaba a desplegarse una imagen en la pantalla, primero como un esmalte azul y luego, cuando no había más cielo, un muro gris y un monumento de color negro verdoso. Entonces apareció la plaza. Y luego, lo que la rodeaba. Sven Sivertsen. Y un tipo con una cazadora de cuero que daba la espalda a la cámara. Pelo oscuro. Nuca robusta. Por supuesto, no valdría como prueba, pero Harry no abrigaba la menor duda de que se trataba de Tom Waaler. Aun así, algo lo hizo seguir mirando la foto.
—Oye, tengo que ir al váter —dijo la chica. Harry no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba mirando—. Y se oye todo y yo soy bastante vergonzosa, ¿vale? Así que si pudieras…
Harry se levantó, murmuró un «gracias» y se marchó.
Ya en la escalera, en el rellano entre el tercero y el cuarto, se detuvo de pronto.
La foto.
No podía ser. Era teóricamente imposible.
¿O sí?
De todas formas, no podía ser verdad. Nadie haría una cosa así.
Nadie.
Los dos hombres que se miraban en la sala de la Congregación de la Santa Princesa Apostólica Olga eran de la misma estatura. El aire húmedo y caliente tenía un olor dulce y agrio, a incienso y tabaco. El sol llevaba cinco semanas brillando sobre Oslo a diario y el sudor corría abundante bajo la sotana de lana de Nikolái Loeb, mientras éste leía la plegaria que iniciaba la confesión.
—«Ve que ya has llegado al lugar de la curación, aquí está Cristo invisible dispuesto a recibir tu confesión.»
Había intentado conseguir una sotana más fina y moderna en la calle Welhaven, pero le dijeron que no tenían modelos para sacerdotes ortodoxos. Terminada la plegaria, dejó el libro junto a la cruz, sobre la mesa a la que estaban sentados. El hombre que tenía enfrente no tardaría en carraspear. Todos carraspeaban antes de la confesión, como si los pecados viniesen encapsulados en saliva y mucosidad. Nikolái creía haber visto a aquel hombre con anterioridad, pero no recordaba dónde. Y su nombre no le decía nada. El hombre se mostró un tanto sorprendido cuando comprendió que la confesión se celebraría cara a cara y que, además, tendría que dar su nombre. Y Nikolái sospechaba que el hombre no le había dado su verdadero nombre. Tal vez viniese de otra congregación. A veces acudían a él con sus secretos porque la suya era una iglesia pequeña y anónima donde no conocían a nadie. Nikolái había absuelto en varias ocasiones a miembros de la Iglesia Estatal noruega. Si lo pedían, él les daba la absolución, la misericordia del Señor es grande.
El hombre carraspeó. Nikolái cerró los ojos y se prometió a sí mismo que, tan pronto como llegase a casa, limpiaría su cuerpo con un baño y sus oídos con Tchaikovski.
—Dice la Biblia que el deseo, como el agua, busca el fondo más abyecto, padre. Si existe una abertura, una fisura o una grieta en tu carácter, el deseo la encontrará.
—Todos somos pecadores, hijo mío. ¿Quieres confesar algún pecado?
—Sí. He sido infiel a la mujer que amo. He estado con una mujer de vida disipada. Pese a que no la amo, he sido incapaz de dejar de verla.
Nikolái ahogó un bostezo.
—Continúa.
—Yo… Esa mujer llegó a ser una obsesión.
—Llegó a ser, dices. ¿Significa que has dejado de buscar su compañía?
—Fallecieron.
Nikolái se sentía intrigado no sólo por lo que decía, sino también por el tono de voz.
—¿Quiénes?
—Ella estaba embarazada. Creo.
—Siento mucho tu pérdida, hijo mío. ¿Sabe tu mujer algo al respecto?
—Nadie sabe nada.
—¿Cómo murió?
—De un tiro en la cabeza, padre.
De repente, el sudor parecía haberse congelado en la piel de Nikolái Loeb. El sacerdote tragó saliva.
—¿Quieres confesar algún otro pecado, hijo mío?
—Sí. Hay una persona. Un policía. He visto que la mujer que amo va a verle a él. Tengo pensamientos… Pienso que querría…
—¿Sí?
—Pecar. Eso es todo, padre. ¿Puedes rezar el rezo de la absolución?
La habitación se quedó en silencio.
—Yo… —balbució Nikolái.
—Tengo que irme, padre. Por favor.
Nikolái volvió a cerrar los ojos. Luego empezó a salmodiar la oración. Y no abrió los ojos hasta que llegó a «Yo te absuelvo de todos tus pecados en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Concluida la plegaria, hizo la señal de la cruz sobre la cabeza del pecador.
—Gracias —susurró el hombre. Luego se dio la vuelta y salió raudo de la minúscula sala.
Nikolái permaneció inmóvil, con el eco de sus palabras aún resonando entre las paredes. Creía recordar dónde lo había visto antes. En la casa parroquial de Gamle Aker. Llevó una estrella de Belén nueva, para sustituir la que se había roto.
Su condición de sacerdote imponía a Nikolái el secreto de confesión, que no tenía intención alguna de violar pese a lo que había oído. Sin embargo, había algo en la voz de aquel hombre, la forma en que había dicho que iba a… ¿Iba a hacer qué?
Nikolái se asomó a la ventana. ¿Dónde se habían metido las nubes? Era tal el bochorno que tendría que ocurrir algo muy pronto. Lluvia. Pero antes, truenos y relámpagos.
Cerró la puerta, se arrodilló ante el pequeño altar y rezó. Rezó con un fervor que llevaba años sin sentir. Pidió consejo y fuerza. Y pidió perdón.
Bjørn Holm se presentó en la puerta del despacho de Beate a las dos de la tarde para anunciarle que tenían algo que debía ver.
Beate se levantó y lo siguió hasta el laboratorio fotográfico, donde Holm señaló una foto que aún se estaba secando.
—Es del lunes pasado —explicó Bjørn—. Tomada sobre las cinco y media, es decir, aproximadamente media hora después de que disparasen a Barbara Svendsen en la plaza de Carl Berner. A esa hora se puede llegar en poco tiempo al Frognerparken.
En la foto había una chica que sonreía frente a la fuente. A su lado podía verse parte de una estatua. Beate sabía cuál era. La de la muchacha saltando en el árbol. Un día de domingo, cuando era pequeña, fue al Frognerparken con sus padres a dar un paseo. Ella se detuvo delante de la estatua y su padre le explicó que la intención del escultor Gustav Vigeland era que la muchacha simbolizara el temor de una joven ante la maternidad y la vida adulta.
Ahora, en cambio, Beate no se quedó mirando a la muchacha, sino la espalda de un hombre que aparecía en la periferia de la foto. Estaba delante de un cubo de basura verde. Y sostenía en la mano una bolsa de plástico de color marrón. Llevaba un
maillot
amarillo ajustado y pantalones negros de ciclista. Se protegía la cabeza con un casco negro y llevaba gafas de sol y mascarilla.
—El mensajero ciclista —susurró Beate.
—Puede —dijo Bjørn Holm—. Pero, por desgracia, va enmascarado.
—Puede.
La voz de Beate sonó como un eco. Extendió el brazo sin apartar la mirada de la foto.
—La lupa…
Holm la encontró en la mesa, entre las bolsas de productos químicos, y se la dio.
Ella guiñó ligeramente un ojo mientras pasaba el cristal convexo por la instantánea.
Bjørn Holm observaba a su superior. Ni que decir tiene que había oído historias sobre Beate Lønn cuando trabajaba en el grupo de Delitos Violentos. Rumores según los cuales se había pasado días enteros encerrada en
House of Pain,
la sala de vídeo herméticamente cerrada, estudiando los vídeos de atracos secuencia tras secuencia, y descubriendo detalle tras detalle de la constitución, el lenguaje corporal, los contornos del rostro que se ocultaba bajo la máscara, hasta que, al final, descubría la identidad del atracador porque lo había visto en otra toma, por ejemplo de un atraco a Correos de hacía quince años, antes de que ella fuera adolescente siquiera, una toma que estaba guardada en el disco duro que contenía un millón de caras y todos y cada uno de los atracos cometidos en Noruega desde que existía la vigilancia con cámaras de vídeo. Había quien aseguraba que esa capacidad de Beate se debía a la singular constitución de su
gyrus fusiforme,
esa parte del cerebro que reconoce rostros, que era más bien un talento natural. De ahí que Bjørn Holm no mirase la foto, sino los ojos de Beate Lønn, que examinaban minuciosamente la instantánea que tenían delante en busca de todos aquellos detalles nimios que él mismo nunca sería capaz de apreciar, porque carecía de la sensibilidad específica para las identidades.
Y observándola se percató de que lo que Beate Lønn examinaba a través de la lupa no era la cara del hombre.
—La rodilla —dijo—. ¿Lo ves?
Bjørn Holm se acercó.
—¿A qué te refieres?
—En la izquierda. Parece una tirita.
—¿Insinúas que hemos de buscar a personas con una tirita en la rodilla?
—Muy gracioso, Holm. Antes de averiguar de quién es la foto, tenemos que comprobar si cabe la posibilidad de que ése sea el asesino de la bicicleta.