—¿Dónde tienes el teléfono de Harry, Eikeland? ¿En la guantera? ¿En el maletero? ¿En el bolsillo, quizá?
Øystein no contestó. Estaba sentado mientras la vista le alimentaba el cerebro. Bosque a ambos lados. Algo le decía que el hombre del asiento trasero estaba en buena forma, que lo alcanzaría en cuestión de segundos. ¿Operaba solo? ¿Debería pulsar la alarma que alertaba a los demás taxis? ¿Iría en contra de sus intereses involucrar en aquello a otras personas?
—Comprendo —dijo el hombre—. Eliges la vía difícil, ¿no?
»Y sabes…
Øystein no tuvo tiempo de reaccionar cuando notó el brazo alrededor del cuello presionándole la cabeza contra el asiento.
—… en realidad, confiaba en que así fuera.
A Øystein se le cayeron las gafas. Quiso echar mano al volante, pero no consiguió alcanzarlo.
—Si pulsas la alarma te mato —le masculló el hombre al oído—. Y no estoy hablando en sentido figurado, Eikeland, sino en el literal de
quitar la vida.
A pesar de que el cerebro no recibía oxígeno, Øystein Eikeland oía, veía y olía excepcionalmente bien. Podía ver la red de venas en el interior de sus propios párpados, oler la loción de después del afeitado del hombre y, al mismo tiempo, escuchar el leve tono penetrante de regocijo que resonaba en la voz del hombre como una correa de transmisión que estuviese floja.
—¿Dónde está, Eikeland? ¿Dónde está Harry Hole?
Øystein abrió la boca y el hombre lo soltó un poco.
—No tengo ni idea de lo que…
El brazo volvió a atenazarlo.
—Último intento, Eikeland. ¿Dónde está tu compañero de cogorzas?
Øystein sintió el dolor, el doloroso deseo de vivir. Pero sabía que se le pasaría enseguida. Ya había vivido antes situaciones parecidas, esto sólo era una transición, un estadio previo a la indiferencia, mucho más grata. Los segundos transcurrían. Su cerebro empezaba a cerrar sucursales. Lo primero que perdió fue la visión.
El tipo lo soltó otra vez y el oxígeno afluyó al cerebro. Recuperó la visión y volvieron los dolores.
—Lo encontraremos de todos modos —dijo la voz—. Puedes elegir si antes o después de que tú nos hayas dejado.
Øystein sintió un objeto frío y duro que le acariciaba la sien. Luego la nariz. Había visto un buen repertorio de películas del Oeste, pero nunca un revólver del 45 tan de cerca.
—Abre la boca.
Y mucho menos los había saboreado.
—Cuento hasta cinco y disparo. Asiente con la cabeza si quieres decirme algo. Preferiblemente, antes de cinco. Uno…
Øystein trataba de combatir su miedo a la muerte. Intentó decirse a sí mismo que el ser humano es racional y que aquel hombre no conseguiría nada matándolo a él.
—Dos…
«La lógica está de mi parte», se dijo Øystein. El cañón tenía un sabor nauseabundo a metal y sangre.
—Tres. Y no te preocupes por la funda del asiento, Eikeland. Pienso recoger y limpiar a fondo… después.
El cuerpo entero empezó a temblarle en una reacción incontrolada de la que sólo podía ser espectador y pensó en un misil que había visto en la tele y que tembló de la misma forma segundos antes de que lo lanzaran a un espacio sideral helado y vacío.
—Cuatro.
Øystein asintió con la cabeza. Enérgicamente y varias veces.
La pistola desapareció.
—Está en la guantera —confesó respirando con dificultad—. Me dijo que lo dejase encendido y que no lo cogiera si sonaba. Yo le di el mío.
—No me interesan los teléfonos —aseguró la voz—. Me interesa saber dónde está Hole.
—No lo sé. No me dijo nada. Sí, bueno, me dijo que era mejor para ambos que yo no lo supiera.
—Mintió —afirmó el hombre.
Dijo aquellas palabras con calma y serenidad. Øystein no era capaz de discernir si el hombre estaba enfadado o si encontraba divertida la situación.
—Sólo mejor
para
él,
Eikeland, no para ti.
Øystein sentía el cañón frío de la pistola como una plancha incandescente contra la mejilla.
—Espera. Sí que me dijo algo. Ahora lo recuerdo. Que pensaba esconderse en su casa.
Las palabras salieron de su boca con tal celeridad que, más que pronunciarlas, tuvo la sensación de haberlas bombeado.
—Ya hemos estado allí, idiota.
—No me refería a la casa donde vive, sino en Oppsal, donde se crió.
El hombre se echó a reír y Øystein notó un dolor penetrante en la nariz: el cañón de la pistola intentaba abrirse paso por uno de los orificios.
—Hemos estado rastreando tu teléfono las últimas horas, Eikeland. Sabemos en qué parte de la ciudad se encuentra. Y no es en Oppsal. Simplemente, estás mintiendo. O dicho de otro modo: cinco.
Se oyó un silbido. Øystein cerró los ojos. El silbido no cesaba. ¿Ya estaba muerto? Los silbidos dieron origen a una melodía. Algo conocido.
Purple rain.
Prince. Era el tono de llamada de un móvil.
—¿Sí? ¿Qué pasa? —preguntó la voz a su espalda.
Øystein no se atrevía a abrir los ojos.
—¿En el Underwater? ¿A las cinco? De acuerdo, reúne a todos enseguida, voy ahora mismo.
Øystein oyó detrás el crujir de un tejido. Había llegado la hora. Oyó también el canto de un pajarillo. Un gorjeo claro y maravilloso. No sabía de qué especie de pájaro se trataba. Debería saberlo. Y por qué. Debería haber aprendido por qué cantaban. Ahora no lo sabría nunca. Sintió una mano en el hombro.
Øystein abrió los ojos despacio y miró al retrovisor.
El destello de unos dientes relucientes y luego la voz con aquel timbre jubiloso:
—Al centro. Tengo prisa.
Rakel abrió los ojos de repente. El corazón le latía rápido y desbocado. Se había dormido. Oyó el jaleo monótono de niños bañándose en la piscina Frognerbadet. Tenía un sabor algo amargo de hierba en la boca y el calor le pesaba en la espalda como un edredón. ¿Había soñado algo? ¿Sería eso lo que la había despertado?
Una inesperada ráfaga de viento le levantó el edredón y le erizó la piel.
Es curioso cómo a veces los sueños se escapan como pastillas de jabón, pensó dándose la vuelta. Comprobó que Oleg había desaparecido. Se incorporó apoyándose en los codos y miró a su alrededor.
Pero enseguida se puso de pie.
—¡Oleg!
Salió corriendo.
Lo encontró cerca de la piscina del trampolín. Estaba sentado en el borde hablando con un chico al que creía haber visto con anterioridad. Un chico de su clase, tal vez.
—Hola, mamá. —Le sonrió.
Rakel lo cogió del brazo con más fuerza de la que pretendía.
—¡Te he dicho mil veces que no puedes desaparecer así, sin avisarme!
—Pero, mamá, estabas durmiendo. No quería despertarte.
Oleg parecía sorprendido y un tanto apenado. El amigo se apartó un poco.
Ella soltó a Oleg. Dejó escapar un suspiro y miró hacia el horizonte. El cielo estaba azul, a excepción de una nube blanca que apuntaba hacia arriba, como si alguien acabara de lanzar un misil.
—Son cerca de las cinco, nos vamos a casa —dijo con voz ausente—. Hay que cenar.
Ya en el coche, camino a casa, Oleg preguntó si vendría Harry.
Rakel negó con la cabeza.
Mientras esperaban a que el semáforo del cruce de Smestad se pusiera verde, se agachó para ver la nube otra vez. No se había movido, pero estaba más alargada y tenía un toque de gris en el fondo.
Se recordó a sí misma que, cuando llegasen a casa, debía cerrar la puerta con llave.
Roger Gjendem se detuvo y observó el agua que burbujeaba en el acuario del Underwater. Una imagen pasó titilando. Un niño de siete años se le acercaba nadando a brazadas rápidas y entrecortadas y el pánico claramente estampado en el semblante, como si él, Roger, el hermano mayor, fuese la única persona del mundo entero capaz de salvarlo. Roger gritó entre risas, pero Thomas no había comprendido que hacía ya rato que hacía pie y que sólo tenía que estirar las piernas. Roger había pensado en alguna ocasión que había enseñado a su hermano menor a nadar en agua, pero que, en realidad, se había hundido en tierra.
Se quedó unos segundos de pie al otro lado de la puerta del Underwater para que sus ojos se habituasen a la penumbra. Aparte del camarero, sólo vio a una persona en el local, una mujer pelirroja que estaba sentada medio de espaldas a él, con un vaso de cerveza y un cigarrillo entre los dedos. Roger bajó las escaleras hasta la planta baja y entró. Las tablas del suelo crujieron bajo sus pies y la pelirroja levantó la vista. Las sombras ocultaban su cara, pero había algo en su postura que lo inclinó a pensar que sería guapa. O que lo había sido. Se fijó en que había una bolsa junto a la mesa. Quizás ella también estuviese esperando a alguien.
Pidió una cerveza y miró el reloj.
Había dado unas vueltas por el vecindario para no llegar antes de las cinco, que era la hora acordada. No quería dar la impresión de tener demasiado interés, podía levantar sospechas. Ahora bien, ¿quién desconfiaría de un periodista por estar interesado en una información que significaba un giro copernicano en el asunto más importante de los meses estivales? Si es que aquella información era cierta…
Roger había intentado localizarlos mientras paseaba por las calles. Fue mirando si había algún coche aparcado donde no debía, alguien leyendo el periódico en una esquina, un indigente durmiendo en un banco. Pero no vio nada. Por supuesto, serían profesionales. Eso era lo que más miedo le daba. Saber que podían llevarlo a cabo sin ser descubiertos. En una ocasión, oyó a un colega borracho murmurar que, en los últimos años, habían ocurrido en la comisaría general cosas tan extrañas que, de haber aparecido en la prensa, el público no se las habría creído, pero Roger habría compartido la opinión del público.
Miró el reloj de nuevo. Las cinco y siete minutos.
¿Se precipitarían al interior del local en cuanto llegase Harry Hole? No le habían facilitado los pormenores, sólo le dijeron que debía presentarse a la hora convenida y comportarse como si estuviese trabajando. Roger dio un trago con la esperanza de que el alcohol le calmara los nervios.
Las cinco y diez. El camarero leía la revista
Fjords
sentado en una esquina de la barra.
—Perdón —dijo Roger.
El camarero apenas levantó la vista.
—¿Por casualidad no habrá venido por aquí un tío alto y rubio con…?
—
Sorry
—lo interrumpió el camarero lamiéndose el pulgar para pasar la hoja—. Mi turno empezó justo antes de que llegaras tú. Pregúntale a esa mujer, la que está ahí sentada.
Roger dudó, dio otro trago de cerveza hasta dejar el nivel justo por debajo del logo de Rignes y se levantó.
—Perdón…
La mujer levantó la vista y lo miró con una suerte de media sonrisa.
—¿Sí?
Entonces lo vio. No eran sombras lo que oscurecía su cara. Eran cardenales. En la frente. En los pómulos. Y en el cuello.
—Me iba a ver aquí con un tío, pero me temo que se ha marchado antes de que yo llegara. Más de uno noventa de estatura, pelo rubio muy corto.
—¿Ah, sí? ¿Joven?
—Bueno. Ronda los treinta y cinco, creo. Tiene un aspecto algo… deteriorado.
—¿Nariz roja y ojos azules con expresión jovial y envejecida al mismo tiempo?
La mujer seguía sonriendo, pero con una sonrisa introvertida, y Roger comprendió que no sonreía para él.
—Sí, podría ser él —respondió Roger algo inseguro—. ¿Ha estado…?
—No, yo también lo estoy esperando.
Roger la miró. ¿Sería una de ellos? ¿Una treintañera maltratada y borrachina? No le parecía muy probable.
—¿Tú crees que vendrá? —preguntó Roger.
—No —respondió la mujer alzando el vaso—. Los que quieres que vengan, no vienen nunca. Los que vienen son los otros.
Roger volvió a la barra. Le habían retirado el vaso y pidió otra cerveza.
El camarero puso música. La melodía de Gluecifer hizo lo que pudo por arrojar luz a aquella oscuridad.
—
I got a war, baby, I got a war with you!
No acudiría. Harry Hole no iba a presentarse en el Underwater. ¿Qué consecuencias tendría aquello? Joder, no era culpa suya.
A las cinco y media se abrió la puerta.
Roger levantó la vista esperanzado.
Vio en el umbral a un hombre con una cazadora de cuero.
Roger hizo un gesto de negación con la cabeza.
El hombre echó una ojeada al local. Se pasó la mano por el cuello en posición horizontal. Y salió por la puerta.
El primer impulso de Roger fue seguirlo. Preguntarle qué significaba esa mano. ¿Que anulaban la operación? O que Thomas… En ese momento, su móvil empezó a sonar. Lo cogió.
—
No show?
—dijo una voz.
No era el hombre de la cazadora y, definitivamente, tampoco era Harry. Sin embargo, había un tono vagamente familiar en aquella voz.
—¿Qué hago ahora? —preguntó Roger bajito.
—Te quedas ahí hasta las ocho —ordenó la voz—. Si se presenta por ahí, llamas al número que te dieron. Nosotros tenemos que continuar.
—Thomas…
—A tu hermano no le ocurrirá nada mientras tú hagas lo que se te ordena. Y nada de esto saldrá a la luz.
—Por supuesto que no. Yo…
—Que tengas una buena noche, Gjendem.
Roger guardó el teléfono en el bolsillo y se abalanzó sobre la cerveza.
Al salir, respiraba con dificultad. Eran las ocho. Dos horas y media.
—¿Qué te dije?
Roger se dio la vuelta. Allí estaba la mujer, justo a su espalda, llamando con el dedo índice al camarero, que se levantó desganado.
—¿Qué querías decir con eso de los otros? —dijo.
—¿Cómo que «los otros»?
—Antes has dicho que no son los que quieres, sino los otros, los que vienen.
—¡Ah! Los otros son aquéllos con los que te has de conformar, querido.
—¿Ajá?
—Como tú y como yo.
Roger se giró del todo. Había algo en la forma en que lo dijo. Sin dramatismo, sin seriedad, aunque con un timbre de leve resignación en la voz. Percibió en todo ello algo que reconocía, una especie de parentesco. Y ahora que la miraba a la cara advirtió también otros detalles. Los ojos. Los labios rojos. Seguro que había sido guapa.
—¿Te ha pegado tu pareja? —preguntó.
Ella levantó la cabeza apuntándole con la barbilla, miró al camarero, que ya se acercaba con su cerveza.