La estrella del diablo (44 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

—¿Y cómo hacemos eso?

—Vamos a visitar al único hombre que sabemos que ha visto de cerca al mensajero asesino. Haz una copia de la foto mientras yo saco el coche.

Sven Sivertsen miró perplejo a Harry, que acababa de explicarle su teoría. Una teoría imposible.

—De verdad que no tenía ni idea —murmuró Sivertsen—. Nunca vi ni una foto de las víctimas en los periódicos. Citaron los nombres en los interrogatorios, pero no me decían nada.

—De momento sólo es una teoría —observó Harry—. No sabemos si se trata del mensajero asesino. Necesitamos pruebas concretas.

Sivertsen exhibió una mueca.

—Más valdría que intentaras convencerme de que ya tienes suficiente para que me declaren inocente, de que acceda a que nos entreguemos, así tendrás las pruebas contra Waaler.

Harry se encogió de hombros.

—Puedo llamar a mi jefe, Bjarne Møller, y pedirle que venga a sacarnos de aquí con un coche patrulla.

Sivertsen negó, vehemente, con la cabeza.

—Dentro del cuerpo de policía ha de haber implicados que estén por encima de Waaler. No me fío de nadie. Primero tendrás que conseguir las pruebas.

Harry cerraba y abría la mano sin parar.

—Tenemos una alternativa. Una que nos puede proteger a los dos.

—¿Cuál?

—Ir a la prensa y darles lo que tenemos. Tanto sobre el mensajero asesino como sobre Waaler. Cuando salga en los medios, será demasiado tarde para que puedan actuar.

Sivertsen lo miró dudoso.

—Se nos agota el tiempo —advirtió Harry—. Se está acercando. ¿No lo notas?

Sivertsen se frotó la muñeca.

—De acuerdo —convino al fin—. Hazlo.

Harry metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una tarjeta de visita doblada. Tal vez porque imaginaba las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. O porque no podía ni imaginarlas. Marcó el número del trabajo. Contestaron con una rapidez sorprendente.

—Aquí Roger Gjendem.

Harry oyó de fondo el rumor de voces, el teclear de ordenadores y el timbre de los teléfonos.

—Soy Harry Hole. Quiero que prestes atención, Gjendem. Tengo información relativa a los asesinatos del mensajero ciclista. Y a un asunto de tráfico de armas que involucra a un colega mío de la policía. ¿Comprendes?

—Creo que sí.

—Bien. Te doy la exclusiva si lo publicas en el
Aftenposten online
lo antes posible.

—Por supuesto. ¿Desde dónde llamas, Hole?

Gjendem sonó menos sorprendido de lo que Harry esperaba.

—Eso no importa. Tengo información que demostrará que Sven Sivertsen no es el mensajero asesino y que un destacado oficial de policía está involucrado en una banda que lleva años dedicándose al tráfico de armas en Noruega.

—Es fantástico. Pero doy por hecho que lo comprenderás: no puedo escribir todo eso basándome exclusivamente en una conversación telefónica.

—¿A qué te refieres?

—Ningún periódico serio publicaría una acusación contra un comisario de policía implicado en el tráfico de armas sin haber verificado que la fuente es fiable. No es que dude de que seas quien dices ser, pero ¿cómo sé que no estás borracho o loco o ambas cosas? Si no lo verifico, pueden demandar al periódico. Será mejor que nos veamos, Hole. Y escribiré lo que me digas y como me lo digas. Te lo prometo.

Se produjo una pausa durante la cual Harry oyó reír a alguien. Una risa despreocupada y alegre.

—Y olvídate de llamar a otros periódicos, te darán la misma respuesta. Confía en mí, Hole.

Harry suspiró.

—De acuerdo —accedió al fin—. En el Underwater, calle Dalsbergstien. A las cinco. Tú solo. Si no, me largo. Y ni una palabra de esto a nadie, ¿entendido?

—Entendido.

—Nos vemos.

Harry pulsó el botón de apagado y se mordió el labio inferior.

—Espero que haya sido una buena idea —dijo Sven.

Bjørn Holm y Beate Lønn dejaron la transitada avenida Bygdøy y, un segundo después, entraron en otra más tranquila, ribeteada de chalés de madera descomunales a un lado y de elegantes bloques de ladrillo al otro. La calle estaba salpicada de coches de marcas alemanas.

—Barrio de ricachones —dijo Bjørn.

Se detuvieron ante un bloque que tenía el mismo color amarillo que las casas de muñecas.

Al segundo timbrazo, se oyó una voz en el portero automático.

—¿Sí?

—¿André Clausen?

—Yo diría que sí.

—Beate Lønn, de la policía. ¿Podemos entrar?

André Clausen los esperaba en la puerta enfundado en un batín corto.

Se rascaba la costra de una herida que tenía en la mejilla mientras hacía un tibio intento de ahogar un bostezo.

—Lo siento —se excusó—. Anoche llegué tarde a casa.

—¿De Suiza, quizá?

—No, he estado en mi cabaña. Adelante, adelante.

El salón de Clausen era demasiado pequeño para su colección de arte y Bjørn Holm constató de una ojeada que su gusto se decantaba más por Liberace que por el minimalismo. Había allí fuentes susurrantes y en una de las esquinas una diosa desnuda se estiraba hacia los frescos sixtinos del techo.

—En primer lugar, quiero que te concentres y pienses en el día que viste al mensajero asesino en la recepción del despacho de abogados —dijo Beate—. Y luego mira esto.

Clausen cogió la foto y la estudió mientras se pasaba la yema del dedo por la herida de la mejilla. Entre tanto, Bjørn Holm echaba un vistazo al salón.

Oyó los pasos de un perro tras una puerta y, enseguida, el sonido de unas garras rascando la madera.

—Podría ser —dijo Clausen.

—¿Podría ser? —Beate estaba sentada en el borde de la silla.

—Es muy posible. La indumentaria es la misma. El casco y las gafas de sol también.

—Bien. Y la tirita en la rodilla, ¿la llevaba ese día?

Clausen soltó una risita.

—Como ya he dicho, no tengo por costumbre estudiar los cuerpos de los hombres con tanto detenimiento. Pero si eso os hace felices, puedo decir que tengo la sensación inmediata de que éste es el hombre que vi. Más detalles… —hizo un gesto de resignación.

—Gracias —dijo Beate poniéndose de pie.

—Ha sido un placer —dijo Clausen imitándola para acompañarlos a la puerta, donde les estrechó la mano.

A Holm le resultó un gesto un tanto extraño, pero lo secundó. En cambio, cuando Clausen fue a dársela a Beate, ella negó con la cabeza y, con una sonrisa, explicó:

—Perdona, pero tienes sangre en los dedos. Y te está sangrando la mejilla.

Clausen se tocó la cara.

—Vaya, es verdad —dijo sonriendo—. Es
Truls.
Mi perro. Jugamos con más ímpetu de la cuenta en la cabaña este fin de semana.

Miró a Beate con una sonrisa cada vez más amplia.

—Adiós —dijo Beate.

Bjørn Holm ignoraba la razón, pero al salir otra vez al calor estival, sintió un escalofrío.

Klaus Torkildsen había enfocado ambos ventiladores hacia su cara pero, al parecer, lo único que conseguía con ello era que le devolviesen el aire caliente de las máquinas. Golpeó con el dedo el grueso cristal de la pantalla. Bajo el número interno de la calle Kjølberggata. El abonado acababa de colgar. Era la cuarta vez que aquella persona hablaba justo con aquel número de móvil. Siempre conversaciones breves.

Hizo doble clic en el número de teléfono para comprobar el nombre del abonado. Un nombre apareció en la pantalla. Hizo doble clic en el nombre, con la idea de ver la dirección y la profesión. Hecho esto, marcó el número al que debía llamar cuando tuviera cualquier información.

Alguien levantó un auricular.

—Soy Torkildsen, de Telenor. ¿Con quién hablo?

—No te preocupes por eso, Torkildsen. ¿Qué tienes para nosotros?

Torkildsen notaba que los brazos mojados se le pegaban al cuerpo.

—He comprobado algunas cosas —aseguró—. El teléfono móvil de Hole está en constante movimiento y es imposible de localizar. Pero hay otro móvil desde el que han llamado varias veces al número de la calle Kjølberggata.

—De acuerdo. ¿Quién es?

—El abonado es Øystein Eikeland. Está registrado como taxista.

—¿Y qué?

Torkildsen sacó el labio inferior e intentó soplar por debajo de las gafas empañadas.

—Pensé que podía haber una conexión entre un teléfono que se mueve por toda la ciudad constantemente y un taxista.

Hubo un silencio al otro lado del hilo telefónico.

—¿Hola? —dijo Torkildsen.

—Recibido —dijo la voz—. Sigue con el rastreo, Torkildsen.

Justo cuando Bjørn Holm entraba en la recepción de la calle Kjølberggata, sonó el móvil de Beate.

Ella lo sacó del cinturón, miró la pantalla y se llevó el aparato a la oreja describiendo un arco en el aire con la mano.

—¿Harry? Dile a Sivertsen que se suba la pernera izquierda. Tenemos una foto de un ciclista enmascarado con una tirita en la rodilla. Tomada delante de la fuente del parque, a las cinco y media del pasado lunes. Y el tipo lleva una bolsa de plástico marrón.

Bjørn tuvo que dar varias zancadas para seguir el ritmo al que caminaba por el pasillo aquella mujer tan menuda. Oyó el repiqueteo de una voz por el teléfono.

Beate entró en el despacho.

—¿Ni tirita ni herida? Ya, bueno, sé que eso no prueba nada. Pero para tu información te diré que André Clausen poco menos que acaba identificar al ciclista de la foto como el que vio en el despacho de Halle, Thune y Wetterlid.

Beate se sentó ante su escritorio.

—¿Qué?

Bjørn Holm vio que el asombro dibujaba en su frente un par de ángulos de alférez.

—De acuerdo.

Dejó el teléfono y miró al colega fijamente, como si no supiera si creerse lo que acababa de oír.

—Harry cree que sabe quién es el mensajero asesino —le reveló.

Bjørn no contestó.

—Pregunta si el laboratorio está libre —dijo Beate—. Nos ha dado una nueva tarea.

—¿Qué clase de tarea?

—Una verdadera mierda de tarea.

Øystein Eikeland estaba en el taxi, en la parada al pie de la colina de St. Hanshaugen, con los ojos medio cerrados pero mirando al otro lado de la calle, donde una chica de largas piernas ingería su dosis de cafeína sentada en una silla, en la acera, delante del Java. La música
country
que se colaba por los altavoces ahogó el zumbido del aire acondicionado.


Faith has been broken, tears must be cried…

Decían las malas lenguas que el tema era de Gram Parson y que Keith y los Stones se la habían birlado para
Sticky Fingers
mientras estuvieron en Francia cuando los sesenta se habían acabado y ellos intentaban doparse para conseguir la genialidad.


Wild, wild horses couldn't drag me away…

Una de las puertas traseras se abrió de repente. Øystein se sobresaltó. Aquel hombre debía de haber llegado por detrás, desde el parque. El retrovisor le mostró una cara bronceada por el sol, unas mandíbulas poderosas y gafas de sol opacas.

—Al lago de Maridalsvannet.

Lo dijo con una voz suave que, no obstante, dejó traslucir un tono imperioso.

—Si no es mucha molestia… —añadió el cliente.

—No, no —murmuró Øystein antes de bajar la música y dar una última calada al cigarrillo, que arrojó por la ventanilla abierta.

—¿A qué parte del lago?

—Tú conduce. Ya te avisaré.

Se deslizaron por la calle Ullevålsveien.

—Han dicho que va a llover —comentó Øystein.

—Ya te avisaré —repitió la voz.

«Adiós propina», pensó Øystein.

Diez minutos más tarde salieron de las zonas residenciales y de repente, se vieron rodeados exclusivamente por campos y fincas, con el lago Maridalsvannet de fondo, un cambio tan brusco de la zona urbana a la rural que un pasajero americano le preguntó una vez si habían entrado en un parque temático.

—Puedes girar a la izquierda allí delante —dijo la voz.

—¿Adentrarme en el bosque? —preguntó Øystein.

—Sí. ¿Te pone nervioso?

A Øystein no se le había ocurrido ponerse nervioso. No hasta ese momento. Volvió a mirar por el retrovisor, pero el hombre se había movido hacia la ventana y sólo se le veía la mitad de la cara.

Øystein redujo, puso el intermitente izquierdo y cruzó la carretera. El camino de gravilla que se extendía ante ellos era estrecho y estaba lleno de baches donde crecía la hierba.

Øystein vaciló un instante.

Hacia la mitad del camino se veían unas ramas cuyas verdes hojas se movían al trasluz como invitándolos a que siguieran adentrándose en la fronda. Øystein pisó el freno. La gravilla crujía bajo los neumáticos. El coche se detuvo.


Sorry
—le dijo al retrovisor—. Acabo de arreglar los bajos del coche por cuarenta mil. Y no tenemos obligación de ir por estos caminos. Puedo llamar a otro taxi, si quieres.

El hombre del asiento trasero parecía sonreír, por lo menos, su mitad visible.

—¿Y qué teléfono pensabas usar para hacer esa llamada, Eikeland?

Øystein notó que se le erizaban los pelos de la nuca.

—¿El tuyo? —susurró la voz.

El cerebro de Øystein buscaba desesperadamente una salida.

—¿O el de Harry Hole? —continuó el hombre.

—No estoy del todo seguro de saber de qué estás hablando,
mister,
pero nuestro recorrido termina aquí.

El hombre soltó una risotada.


¿Mister?
No lo creo, Eikeland.

Øystein sintió la necesidad de tragar saliva, pero consiguió dominar el impulso.

—Escucha, no te voy a cobrar, ya que no te he podido llevar hasta tu destino. Bájate y espera aquí mientras te consigo otro taxi.

—Según tus antecedentes, eres bastante listo, Eikeland. Así que supongo que entiendes qué es lo que estoy buscando. Odio tener que recurrir a frases hechas, pero ¿qué vía elegimos, la fácil o la difícil? Tú decides.

—De verdad que no entiendo que… ¡Ay!

El hombre le propinó una bofetada justo por encima del reposacabezas y, al inclinarse instintivamente hacia delante, Øystein notó con sorpresa que se le llenaban los ojos de lágrimas. No porque le hubiese dolido. Fue un golpe como los que daban en primaria, ligero, como una iniciación a la humillación. Sin embargo, era obvio que sus glándulas lacrimales ya habían captado lo que el resto del cerebro se negaba a comprender: que se encontraba en un aprieto muy serio.

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