—Ya. Cuéntame cómo lo hiciste.
—¿Por qué iba a arriesgarme a hacer eso?
—De todos modos, no puedo utilizar nada de lo que digas ante un tribunal. No tengo testigos y he entrado en tu apartamento de forma ilegal.
—No, pero eres un tío listo, Harry. No voy a decir nada que puedas utilizar en la investigación.
—Puede ser. Pero me da la impresión de que estás dispuesto a correr ese riesgo.
—¿Por qué?
—Porque tienes
ganas
de contarlo. Te mueres por contarlo. No tienes más que oírte.
Willy Barli soltó una carcajada.
—Así que crees que me conoces, ¿no, Harry?
Harry negó con la cabeza mientras buscaba el paquete de cigarrillos. En vano. Lo habría perdido cuando estuvo a punto de caerse en el tejado.
—No te conozco, Willy. No conozco a la gente como tú. Llevo quince años trabajando con asesinos y sólo sé una cosa: todos buscan alguien a quien contárselo. ¿Te acuerdas de lo que me hiciste prometer en el teatro? Que encontrase al asesino. Bueno, pues he cumplido mi promesa. Así que te propongo un trato. Tú me cuentas cómo lo hiciste y yo te doy las pruebas que tengo contra ti.
Willy miró a Harry estudiándolo con detenimiento. Pasó una mano por encima del colchón de goma.
—Tienes razón, Harry. Quiero contarlo. Mejor dicho, quiero que tú lo comprendas. Por lo que conozco de ti, creo que serías capaz de comprender. El caso es que llevo siguiéndote desde que empezó este asunto.
Willy se rió al ver la expresión de Harry.
—Eso no lo sabías, ¿verdad?
Harry se encogió de hombros.
—Tardé más de lo que había pensado en localizar a Sven Sivertsen —explicó Willy—. Hice una copia de la foto que le había dado a Lisbeth y me fui a Praga. Me pasé por casi todos los cafés y bares de Mustek y Perlová, iba enseñando la foto y preguntando si alguien conocía a un noruego llamado Sven Sivertsen. Sin éxito. Pero era evidente que algunas de las personas a las que pregunté sabían más de lo que querían decir. Así que, al cabo de unos días, cambié de táctica. Empecé a preguntar si conocían a alguien que pudiese procurarme unos diamantes rojos que, según tenía entendido, era fácil conseguir en Praga. Me presenté como un danés coleccionista de diamantes de nombre Peter Sandmann, y di a entender que estaba dispuesto a pagar muy bien por una variante tallada como un pentágono. Facilité el nombre del hotel donde me hospedaba. A los dos días sonó el teléfono de mi habitación. Reconocí su voz enseguida. Distorsioné la mía y le hablé en inglés. Dije que estaba negociando otra compra de diamantes y le pregunté si podía llamarlo más tarde aquella misma noche. Si me daba un número donde pudiera localizarlo… Noté que se esforzaba por aparentar menos interés del que tenía en realidad y comprendí lo fácil que sería quedar con él esa misma noche en un callejón oscuro. Pero tuve que dominarme, como el cazador cuando tiene la pieza en la mira, pero debe esperar a que todo sea perfecto. ¿Comprendes?
Harry asintió despacio.
—Comprendo.
—Me dio un número de móvil. Al día siguiente volví a Oslo. Tardé una semana en saber cuanto necesitaba sobre Sven Sivertsen. Lo más fácil fue identificarlo. Había veintinueve Sivertsen en el censo, nueve de ellos tenían la edad adecuada y, de esos nueve, sólo uno no tenía domicilio fijo en Noruega. Anoté la última dirección conocida, me facilitaron el número en el servicio de información telefónica y llamé. Contestó al teléfono una señora mayor. Me explicó que Sven era su hijo, pero que hacía muchos años que no vivía con ella. Le dije que yo, junto con otros compañeros de su clase de primaria, estábamos intentando localizar a todo el mundo para celebrar un aniversario. La mujer me dijo que Sven vivía en Praga, pero que viajaba mucho y que no tenía domicilio ni teléfono fijo. Además, dudaba de que tuviera ganas de ver a sus compañeros de clase. ¿Cómo había dicho que me llamaba? Le contesté que sólo había estado en su clase medio curso y que no era seguro que se acordara de mí. Y que, de acordarse, sería porque yo, en aquella época, tuve algún problema con la policía. ¿Era cierto el rumor de que Sven también los tuvo? La voz de la mujer resonó algo chillona cuando me contestó que de eso hacía ya mucho tiempo y que no era de extrañar que Sven fuera entonces tan rebelde teniendo en cuenta cómo lo tratábamos. Pedí perdón de parte de la clase, colgué y llame al juzgado. Dije que era periodista y pregunté si podían buscar las sentencias contra Sven Sivertsen. Una hora más tarde ya tenía una idea bastante clara de a qué se dedicaba Sivertsen en Praga. Tráfico de diamantes y de armas. Y en mi cabeza empezó a fraguarse un plan construido en torno a lo que acababa de averiguar: que era contrabandista. Los diamantes en forma de pentágono. Las armas. Y la dirección de su madre. ¿Empiezas a ver las conexiones?
Harry no contestó.
—Cuando volví a llamar a Sven Sivertsen, habían pasado tres semanas desde mi visita a Praga. Hablé noruego con mi voz normal, fui derecho al grano. Le dije que llevaba tiempo buscando a una persona capaz de suministrarme armas y diamantes sin intermediarios y que creía haberla encontrado en él. Me preguntó cómo había conseguido su nombre y su número, pero le contesté que mi discreción también le sería útil a él y propuse que no nos hiciéramos preguntas innecesarias. No le pareció del todo bien y nuestra conversación estuvo a punto de naufragar hasta que mencioné la suma que estaba dispuesto a pagar por la mercancía. Por anticipado y a una cuenta suiza si así lo quería. Incluso tuvimos ese intercambio de frases de cine donde él preguntaba si hablaba de coronas noruegas, y yo, con un tono de leve sorpresa, le decía que, por supuesto, hablábamos de euros. Sabía que la suma excluiría por sí sola la sospecha de que yo fuera agente de policía. Los gorriones como Sivertsen no se cazan con cañones tan caros. Dijo que quizá fuera factible y yo le dije que volvería a ponerme en contacto con él.
»Así que mientras estábamos en pleno apogeo de los ensayos de
My Fair Lady,
me puse manos a la obra con los últimos retoques. ¿Es suficiente, Harry?
Harry negó con la cabeza. El rumor de la ducha. ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse allí esa mujer?
—Quiero conocer los detalles.
—Se trata de detalles técnicos, más que nada —aseguró Willy—. ¿No te resultarán aburridos?
—A mí no.
—
Very well.
Ante todo, tenía que crear un personaje para Sven Sivertsen. Lo más importante cuando se va a desenmascarar un carácter ante el público es mostrar lo que motiva a esa persona, cuáles son sus deseos y sus sueños. En resumen, qué la mueve. Decidí que tenía que mostrarme como un asesino sin un motivo racional, pero sí con un deseo sexual de cometer asesinatos rituales. Algo banal, quizá, pero aquí lo fundamental era que todas las víctimas excepto la madre de Sivertsen debían parecer elegidas al azar. Leí un montón sobre asesinatos en serie y encontré un par de detalles curiosos que decidí utilizar. Por ejemplo, lo de la fijación maternal de los asesinos en serie y la elección de los lugares de los crímenes de Jack el Destripador, que los investigadores tomaron por una clave. Así que me fui a la oficina de planificación urbana y compré un plano fiel del centro de Oslo. Cuando llegué a casa dibujé una línea recta desde nuestro edificio de la calle Sannergata hasta la casa de la madre de Sven Sivertsen. A partir de esta única línea dibujé un pentagrama exacto y encontré las direcciones que se hallaban más cerca de las puntas de la estrella. Y reconozco que me daba una subida de adrenalina poner la punta del lápiz en el mapa y saber que allí, precisamente allí, vivía una persona cuyo destino yo acababa de sellar.
»Las primeras noches fantaseaba sobre quiénes serían, qué aspecto tendrían y cómo habría sido su vida hasta aquel momento.
Pero pronto me olvidé de ellos, porque no eran importantes, estaban entre bastidores, eran extras sin diálogos.
—Material de construcción.
—¿Cómo dices?
—Nada. Continúa.
—Ya sabía que los diamantes de sangre y las armas podían rastrearse hasta la persona de Sven Sivertsen cuando lo hubieran cogido. Para reforzar la impresión del asesinato ritual, metí los señuelos de los dedos cortados, fijé cinco días entre cada asesinato, la hora, en las cinco, y el piso, el quinto.
Willy sonrió.
—No quería ponerlo demasiado fácil, pero tampoco demasiado difícil. Y debía ser un poco divertido. Las buenas tragedias siempre tienen humor, Harry.
Harry se dijo que más valía quedarse quieto.
—Recibiste la primera arma unos días antes del primer asesinato, ¿verdad? El de Marius Veland.
—Sí. Hallé la pistola en el cubo de basura del Frognerparken, tal como habíamos acordado.
Harry respiró hondo.
—¿Y cómo fue, Willy? ¿Cómo fue eso de matar?
Willy sacó hacia fuera el labio inferior en ademán reflexivo.
—Pues… tienen razón quienes afirman que la primera vez es la más difícil. Entrar en el bloque de apartamentos no me planteó ningún problema, pero tardé mucho más de lo calculado con el soplete para soldar la bolsa de goma en la que lo metí. Y, aunque me había pasado media vida levantando bailarinas noruegas bien alimentadas, fue un trabajo duro llevar el cadáver del chico al desván.
Pausa. Harry carraspeó.
—¿Y después?
—Después me fui en bicicleta hasta el Frognerparken para recoger la otra pistola y el diamante. Sven Sivertsen, ese medio alemán, resultó ser tan avaricioso y puntual como yo esperaba. El detalle de situarlo en el Frognerparken a la hora de cada asesinato estaba muy bien ingeniado, ¿no te parece? Al fin y al cabo, él también cometía un delito, de modo que era natural que procurase que no lo reconocieran y que nadie supiera dónde había estado. Simplemente, dejé que él mismo se encargase de no tener coartada.
—Estupendo —dijo Harry pasándose el dedo índice sobre las cejas aún mojadas.
Tenía la sensación de que todo exhalaba vaho y humedad, como si el agua entrase desde la terraza y la ducha a través de las paredes y el techo.
—Sólo que todo eso ya lo había pensado yo, Willy. Cuéntame algo que no sepa. Háblame de tu mujer. ¿Qué hiciste con ella? Los vecinos te vieron salir a la terraza en repetidas ocasiones, así que, ¿cómo lograste sacarla del apartamento y esconderla antes de que llegásemos?
Willy sonrió.
—No lo contarás —dijo Harry.
—Para que una obra maestra conserve parte de su misterio, su autor no debe revelar los detalles.
Harry dejó escapar un suspiro.
—De acuerdo, pero, por favor, explícame por qué lo complicaste tanto. ¿Por qué no matar sencillamente a Sven Sivertsen? Tuviste la oportunidad en Praga. Habría sido mucho más simple y menos arriesgado que asesinar a tres personas inocentes, además de a tu mujer.
—En primer lugar, porque necesitaba un chivo expiatorio. Si Lisbeth hubiera desaparecido y el caso hubiera quedado sin resolver, todo el mundo habría sospechado de mí. Porque siempre es el marido, ¿no es cierto? Pero la razón principal es que el amor es sediento, Harry. Necesita beber. Agua. Sed de venganza. Es una buena expresión, ¿no? Tú comprendes de qué hablo, Harry. La muerte no es una venganza. La muerte es una liberación, un
happy ending.
Lo que yo quería para Sven Sivertsen era una auténtica tragedia, un sufrimiento sin punto final. Y lo he conseguido. Sven Sivertsen se ha convertido en una de esas almas en pena que deambulan por las orillas de la laguna Estigia, y yo soy Caronte, el barquero que se negó a trasladarlo al reino de los muertos. ¿Es ese griego incomprensible para ti? Lo he condenado a vivir, Harry. Debe consumirlo el odio como me ha consumido a mí. Odiar sin saber a quién dirigir ese sentimiento al final nos aboca a odiarnos a nosotros mismos, nuestro propio destino maldito. Eso es lo que pasa cuando te traiciona la persona que amas. O estar encerrado de por vida, condenado por algo que sabes que no has hecho. ¿Puedes imaginarte una venganza mejor, Harry?
Harry se aseguró de que aún tenía el cincel en el bolsillo.
Willy se rió. La próxima frase le produjo a Harry una sensación de
déjà
vu:
—No es preciso que contestes, Harry, te lo veo en la cara.
Harry cerró los ojos y oyó la voz de Willy, que siguió hablando.
—No eres diferente a mí, también a ti te mueve ese deseo. Y el deseo siempre busca…
—… el nivel más bajo.
—El nivel más bajo. En fin, Harry, creo que ahora te toca a ti. ¿De qué prueba hablas? ¿Es algo que deba preocuparme?
Harry volvió a abrir los ojos.
—Antes tienes que decirme dónde está, Willy.
Willy soltó una risita y se llevó la mano al corazón.
—Está aquí.
—No digas tonterías —lo conminó Harry.
—Si Pigmalión fue capaz de amar a Galatea, la estatua de una mujer a la que nunca había visto, ¿por qué no iba yo a amar una estatua de mi mujer?
—No te sigo, Willy.
—No hace falta, Harry. Sé que no es fácil de entender para los demás.
En el silencio sucesivo, Harry oyó el agua de la ducha correr con la misma fuerza. ¿Cómo iba a sacar del apartamento a aquella mujer sin perder el control de la situación?
La voz velada de Willy se mezcló con el rumor de los sonidos.
—Mi error fue creer que era posible hacer revivir a la estatua. Pero la responsable de ello no quería comprender que la ilusión es más intensa que lo que llamamos realidad.
—¿De quién estás hablando ahora?
—De la otra. De la Galatea viva, la nueva Lisbeth. Admito que debo conformarme y vivir con la estatua. Pero no importa.
Harry notó una sensación fría que le subía desde el estómago.
—¿Has tocado una estatua alguna vez, Harry? Es bastante fascinante sentir la piel de una persona muerta. Ni caliente ni fría.
Willy pasó la mano por el colchón azul.
Harry sintió que el frío lo paralizaba por dentro, como si alguien le hubiese puesto una inyección de agua helada. Y masculló con voz áspera:
—Sabes que estás acabado, ¿verdad?
Willy se estiró en la cama:
—¿Por qué iba a estarlo, Harry? Sólo soy un cuentista que acaba de contarte una historia. No puedes probar absolutamente nada.
Extendió el brazo para alcanzar algo de la mesilla de noche. Harry se encogió al ver el destello de un objeto de metal. Willy lo alzó en el aire. Un reloj de pulsera.
—Es tarde, Harry. Digamos que ha terminado el horario de visitas. Será mejor que te marches antes de que ella termine de ducharse.